Reinó en las mesas de España durante décadas, cuando los únicos regios con corona eran los magos de Oriente y los de los naipes de fournier. En un segundo plano, siempre a la diestra del jefe del Estado, Rey Besugo, al que el pueblo llano sólo podía ver los días de gran celebración -ungido con aceite de oliva, ajitos, y bajo palio de limones, camino del horno-, la merluza fue la primera dama de los fogones de carbón y las cocinas económicas, la Jackie Kennedy de los manteles de cuadros.
La infancia de Machado eran recuerdos de un patio de Sevilla donde maduraba el limonero. El mío, el olor de la cocina donde oficiaba mi madre. Con la disección semanal de la merluza empezaba la fiesta, y no sólo porque aquella ceremonia anticipase invariablemente la llegada del fin de semana y el paraíso de los días sin escuela. Era el rito del afilado, el mimo con el cuchillo, la extracción de la espina central con los dedos, el desollado… una operación tan meticulosa como las que entonces hacía el doctor Barraquer en la ojos. Concluía la operación perfumando la estancia con el aroma de la cabeza y las orejas guisadas con patatas, guisantes y perejil, todos de la huerta de casa, como cena que anticipaba los días de fiesta.
Los lomos se cocinaban en salsa verde, con almejas, transformados en la comida noble del domingo. Y la cola, perfectamente desespinada, sin piel y en trocitos, a la romana, alimentaba a los niños de la casa y llenaba unos bocadillos delicados y jugosos. Entonces, la merluza era como el cerdo ibérico del mar. Todo se aprovechaba. Y todo para nobles preparaciones. La primera vez que las vi en una pescadería de Madrid sin cabeza me sentí igualito que Robespierre después de subir al cadalso: profundamente violentado. ¡Cómo podían quitarles así esos huesos plenos de sabor, esas cocochas untuosas, como podían quitarles así su dignidad de pez!
Mi padre, que zampaba -zampa- con igual diligencia y delectación cualquiera de las preparaciones merluceras de mi madre, tenía otra máxima que entonces repetía incansablemente: “La merluza es como el pan, yo la comería todos los días del año sin cansarme”. Y decía verdad.
Su sabor neutro permite dos cosas: que uno no se harte aunque se repita una misma receta casi a diario, pero también, y por el mismo motivo, lo opuesto, ya que se acomoda a mil platos y acompañamientos distintos.
Pero aquel estrellato se fue apagando como el del Varón Dandy y la reina se convirtió en chacha. Llegó el día en que empezó a ser necesario servir la merluza con cocochas para ennoblecerla y darle untuosidad, o ponerla sobre unas buenas brasas para perfumar su cogote, o cubrirla de algas wakame, como hizo el restaurador Vitorón hace dos décadas en Gijón, o mariscarla -esto ya sí que me irrita-. Sola empezaba a parecer poca cosa.
En aquellos años se había abierto juicio sumarísimo en todo el mundo occidental contra el pescado azul por el presunto asesinato de miles de personas debido a sus grasas, ¿se acuerdan? Finalmente, todo quedó aclarado y las sardinas y los chicharros fueron absueltos y declarados inocentes por otro tribunal médico que en un quítame allá esas pajas alabó los omegas 3, los ácidos oleicos y los beneficios de su ingesta. Pero mientras duró aquel largo proceso, la merluza recibió la noble pero antigastronómica función de alimentar enfermos y niños que dejaban la teta. ¿Qué futuro le esperaba entonces a la vieja dama?
Ya con el honor y la fama herida llegaron los arcones congeladores y el estrellato del capitán Pescanova, con su revolución de helada oferta democratizada, que puso en las mesas de diario unas carnes blancas, sin piel, espinas, ni sabor, usurpando el nombre de aquella reina.
La puntilla del prestigio social-popular llegó en el momento en que los hipermercados se inundaron con ejemplares refrigerados -que no frescos- de Namibia a cinco euros el kilo, ejemplares cansados de estar muertos, muertos de frío, sin nada que decir, a los que las mamás sólo les reclaman que den hermosos filetes, sin espinas, aunque sean insípidos y casi incoloros.
Apenas quedan ejemplares autóctonos, merluccius-merluccius, de cinco kilos y de pincho, como las de antaño, y sólo llegan a los restaurantes más clásicos, salvo en el País Vasco. Las buenas merluzas no ocupan ahora un papel estelar en las cocinas de vanguardia ni en la de los domingos de las casas. Lo peor no es que sean caras, es que apenas hay frustración ciudadana por no poder pagarlas. La potencia sápida y el exotismo de otras especies la han relegado del Olimpo. Y los anisakis, tan aficionados a su panza -con la inestimable colaboración de una ministra de Sanidad a la que siempre recordaré-, amenazaron con ponérselo aún más difícil.
Por eso yo firmo estas sentimentales líneas, porque a la vieja dama había que reivindicarla, contar sus historias familiares y las razones gastronómicas de sus días de gloria, aquellos con tele en blanco y negro y lentos pucheros humeantes. Estas líneas tratan sólo de reivindicar eso que ahora llaman su memoria histórica.
Norma Jean murió excesivamente joven, pero gracias a ello Marilyn sigue eternamente bella entre nosotros, sin envejecer ni un ápice. No sé si a la merluza le hubiera convenido una muerte así, para que todos los que la conocimos aún en su esplendor echáramos de menos, inconsolables, su tersura, el tono nacarado de su carne.”
MERLUZA EN SALSA VERDE CON ALMEJAS
Un plato clásico de la cocina vasca que hay que hacer a fuego lento y con mimo. Tal y como lo propone Martín Berasategui para cocinar en casa.
– Se cogen las ramas de perejil y se pican en trocitos muy menudos y se sazona el pescado por sus dos caras. Se pone en una cazuela ancha y baja el aceite con el ajo y, cuando comience a bailar, se añade una pizca de harina y se rehoga unos segundos sin que tome color. Se incorpora el caldo o el agua y se deja hervir un minuto.
– Se desliza el pescado en la salsa con la piel hacia arriba y se tiene a fuego muy suave durante unos cuatro minutos, meneando la cazuela en vaivén, con delicadeza. A continuación se les da la vuelta a los lomos con una espátula, con cuidado de que no se rompa la piel, y se mantienen, sin dejar de mover, otros dos minutos más.
– Justo antes de retirar el pescado del fuego, se meten las almejas y se tapa la cazuela. Conforme se vayan abriendo, se van retirando y, una vez abierta la última, se vuelven a introducir todas. Si alguna no se abre, mejor quitarla porque puede arruinarse la salsa.
– Se espolvorea el conjunto con el perejil picado. Fuera ya del fuego, se liga la salsa con un movimiento de vaivén, se le da el punto de sal si es necesario (las almejas terminan de sazonar la cazuela) y se sirve.
Ingredientes
– 4 lomos de merluza de 200 gr desespinados
– 2 dientes de ajo picados
– 5 cucharadas de aceite de oliva virgen
– Una pizca de harina
– Perejil picado
– 32 almejas grandes
– 2 dl de caldo de pescado o agua
– Sal.
El truco de Martín
Sazone la merluza un cuarto de hora antes de cocinarla. Así sus carnes se condimentarán correctamente y penetrará mejor la sal en su interior.