Cuenta el periodista que al acabar una de las primeras entrevistas concedidas para promocionar La civilización del espectáculo, Mario Vargas Llosa le guiñó un ojo y le sonrió diciendo: “Otro libro, un libro más”. Fue perspicaz el periodista al subrayar el gesto y las palabras del Premio Nobel porque sus lectores nos encontramos ante un libro que no es “un libro más” sino uno ciertamente peculiar.
La civilización del espectáculo (imposible no recordar La sociedad del espectáculo, escrito por Guy Debord en vísperas del mayo de 1968 y con pretensiones de pronóstico), tiene su origen en un ensayo breve publicado en la revista mexicana Letras libres en 2010 y Vargas Llosa habló del mismo, como su “próximo trabajo”, durante las intensas semanas que rodearon su frenética actividad con motivo del Nobel.
En enero de 2011, la editorial difundió un prólogo y anunció su publicación inminente. A continuación, vino un tiempo de silencio felizmente interrumpido por un coloquio del autor en la Feria del Libro de Gotemburgo organizado por el Instituto Cervantes de Estocolmo. Un año después de aquel primer anuncio de la publicación, por fin, podemos leerlo íntegramente.
Siendo algo inusual el periplo de su presentación, también lo es su estructura. A diferencia de otros ensayos del autor –valgan como ejemplo Historia secreta de una novela, La orgía perpetua o Las cartas a un joven novelista– en éste ha recurrido a la forma de mosaico o de rompecabezas. Se trata de una colección de seis ensayos y el tema de cada uno de ellos se nos presenta con uno o dos antecedentes en artículos ya publicados en la columna Piedra de toque y cuyo arco temporal comprende dieciséis años, desde el verano de 1995 hasta el de 2011.
La civilización del espectáculo es una work in progress, un documento que nos revela la construcción de una opinión, de una posición filosófica de su autor ante la cultura actual según la ha experimentado como creador e intelectual pero, sobre todo, como espectador o aficionado.
A modo de conclusión, Vargas Llosa confiesa al lector que su actitud ante el futuro de la cultura oscila entre la despreocupación –pues lo que le preocupa es el pasado y el presente-, y un profundo pesimismo, pues la ve en decadencia y amenazando una ruina parecida a la que se cernía sobre la civilización romana antes de la caída del Imperio.
La civilización del espectáculo nos ofrece el diagnóstico de una cultura enferma de entretenimiento, pero rehúsa extender una receta fácil para solucionar o mitigar una dolencia muy grave. Sí permite concluir que sería muy beneficioso que desapareciera o disminuyera la necesidad (imperiosa, irreflexiva y universal) que sienten las masas, las audiencias, en suma, el espectador cualquiera, de entretenimiento y diversión a cualquier precio y como única exigencia para el consumo de cultura. Pero no nos dice cómo se podría conseguir tamaña proeza.
En este sentido, durante el coloquio mantenido sobre las tesis del libro en la Feria de Gotemburgo del año pasado, cuando le pedí al autor un atisbo positivo sobre el futuro, su respuesta, dubitativa, prudente, fue que tal vez la cultura auténtica, ahora casi destruida, quede en las catacumbas, como en su día quedó el cristianismo, y vuelva a renacer en un futuro por determinar.
Siendo un ensayo, una tentativa de interpretación de algo que está pasando, que nos está pasando, ahora, en esta primera década del siglo XXI, Mario Vargas Llosa enumera, en la introducción, unos cuantos libros que abordaron problemas parecidos o nacieron de las mismas inquietudes. Algo que, conviene aclarar, no tiene nada que ver ni con la búsqueda de una escuela de pensamiento ni con un movimiento o visión compartida.
La primera referencia es a T. S. Eliot y a su análisis de la decadencia de la alta cultura europea. Un lamento ante el avance de las masas y del consumo cultural que el poeta inglés publicó inmediatamente después de la segunda guerra mundial en el que, como recuerda George Steiner –la segunda referencia de Vargas Llosa- se silenciaban las terribles matanzas ocurridas en la Europa “culta” y se cerraban los ojos ante el escalofriante fenómeno de que coincidieran en un mismo individuo el refinado gusto cultural y un instinto asesino capaz de enviar, o aplaudir el envío, a cientos de miles de seres humanos a las cámaras de gas.
Dando un salto de medio siglo, el ensayo de Gilles Lipovetsky y Jean Serroy La cultura-mundo y la crónica periodística de Frederic Mistral Mainstream son citados por Vargas Llosa como sendas descripciones de procesos que están en curso actualmente.
Por una parte, destaca el argumento de que, por primera vez en la historia, se ha impuesto la globalización de unos estándares y una visión de la cultura que se adaptan a un escenario y a una audiencia que abarca a todo el planeta, por así decir, a los 7.000 millones de habitantes.
Por la otra, subraya que en cualquier esquina de esa cultura-mundo lo que funciona es la fabricación industrial de productos dirigidos no a formar o a educar sino a entretener al mayor número de espectadores o consumidores con el menor coste.
Por fin, la introducción también se detiene en el célebre panfleto, ya citado, de Guy Debord, La sociedad del espectáculo, y retoma el doble argumento de que estamos confundiendo el valor con el precio y de que el espectáculo –la reproducción de la realidad con técnicas de manipulación y fingimiento-, crea una dimensión especial de la conciencia que nos atrapa en una forma de vida alienada, envilecida y, a la postre, felizmente engañada.
A lo largo del libro, Vargas Llosa cita otros ensayos y autores que dan idea de su formidable actividad intelectual, lector voraz y observador atento de cuanto acontece desde su columna periodística semanal, empezando por el mexicano Octavio Paz a quien parece rendir homenaje con el título mismo de esta colección de ensayos.
Cabe, incluso, traer a colación unos cuantos más pues el espíritu del ensayo recuerda al Giovanni Sartori de Homo videns con su tesis de que la letra está siendo sustituida por la imagen. Y al Alessandro Baricco que en Los bárbaros denuncia la banalización y la pérdida del sentido de fenómenos no solo de la alta cultura sino de la cultura cotidiana como el fútbol o la enología a manos de una devoradora ansia de comercio. De igual manera, también cabe evocar Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas de Umberto Eco y las incisivas incursiones de Gustavo Bueno en este terreno.
De hecho, si recordamos el curso de la cultura europea de los últimos doscientos años, una vez decaída la censura a principios del siglo XX, la denuncia de la vulgarización y del peligro de desaparición de los nobles ideales de la cultura ha sido recurrente cada vez que se ha producido una ampliación de las audiencias, se ha incorporado una nueva tecnología que extendía el alcance de los productos culturales o se ha ampliado el mercado poniendo en jaque el canon establecido.
La civilización del espectáculo es una reflexión de muy evidente profundidad pero, sobre todo, es un testimonio personal, una especie de cuaderno de bitácora, que reúne las respuestas, en aproximaciones sucesivas, elaboradas por el autor ante las preguntas de cómo y porqué desde los años 80 ha ido encontrándose con libros, exposiciones, conferencias, programas de televisión, películas o artículos de prensa que le han hecho sentir que estaba ante intentos de engañarle a él y a quienes, ingenuamente, siguieran el juego.
Mario Vargas Llosa toma como material de estudio ese repertorio de productos culturales de los que pensamos que nos toman el pelo, nos piden que comulguemos con ruedas de molino, que dan por supuesto que vamos a aceptar como grandes manifestaciones del talento personal o del espíritu del tiempo lo que no son sino ocurrencias vacuas, relatos deslavazados, imágenes anodinas o atrevimientos de puro mal gusto.
La civilización del espectáculo denuncia una enfermedad cuyo primer síntoma es el cambio de valores que amenaza con banalizar, frivolizar y, en último término, desintegrar la cultura válida, la cultura según la entendían los padres y los abuelos de Vargas Llosa y según él la descubrió cuando fue a la escuela o cuando entró en la universidad, es decir, en los años 40, 50 y mediados de los 60 del siglo XX.
Parafraseando al protagonista de La ciudad y los perros, fue en esa década cuando hay que situar el momento en que, de alguna manera, “se jodió la cultura”, que daba sentido a la vida y permitía interpretar los conocimientos y las experiencias, confiriendo un significado personal al mundo.
¿Cómo distinguimos esta nueva civilización? El libro ofrece un vívido repertorio de rasgos, recopilado con el afán y la minuciosidad del entomólogo, el botánico o el psicoanalista.
Es la civilización de la literatura light, aquella en la que la imagen se impone a la letra impresa, la que ve cómo la crítica deja de guiar el gusto, dominado ampliamente por la publicidad. La música se exalta como identidad de las multitudes y la masificación de su consumo en los grandes conciertos en los que el sonido es distorsionado por la tecnología y la manipulación junto a la extensión del consumo de drogas en busca de la anestesia y la anulación de la conciencia, son otros fenómenos de este cambio de civilización en el que estamos.
Por lo demás, la cocina y la moda adquieren un protagonismo cultural desmedido. Las estrellas de la televisión y del deporte dictan las preferencias del público y suplantan a los filósofos y a los literatos, en definitiva, a los intelectuales que entraron en el espacio público a partir de la Ilustración y que llegaron a su cenit con los nombres de Balzac, en el siglo XIX, o con los de Camus, Sartre, Russell, García Márquez o el propio Vargas Llosa hasta su apagón en los años 80 y 90 del siglo XX.
En la civilización del espectáculo, por fin, el erotismo se confunde con la pornografía, la religión se fanatiza o se enrarece con la proliferación de sectas o de fórmulas tan extrañas como la cienciología. La política se ha vulgarizado y ha perdido el escaso prestigio que le podía quedar en un proceso que corre paralelo a la exacerbación del “amarillismo” en una prensa que, a su vez, queda bajo mínimos con episodios escandalosos como el “destape” de documentos diplomáticos por WikiLeaks.
Resumiendo con una de las muchas imágenes negativas que ofrece el libro, en la civilización del espectáculo el cómico es el rey. En opinión de Vargas Llosa, que se suma a la tendencia creciente en la historia del arte a poner en tela de juicio el papel que jugaron las vanguardias clásicas, algunos de los rasgos de esa cultura actual ya estaban presentes en las actitudes subversivas de las rupturas vanguardistas de los años 20, 30 y 60.
Los dadaístas, Marcel Duchamp o los surrealistas introdujeron la sátira y la ironía en la práctica artística con la intención de socavar el estatus “sagrado” o “especial”, el aura de la obra de arte, pero todo ello ha derivado, después, como pone de manifiesto el circo actual en torno a la “obra” de Damien Hirts (un auténtico símbolo de la civilización del espectáculo para Vargas Llosa) en una farsa o burla para el espectador, un refugio para la especulación dineraria y una máscara para la hipocresía de marchantes, críticos, estudiosos y hasta de los propios artistas.
Lo crucial, sin embargo, es la actitud enfermiza del público (espectadores, audiencias o masas) que valora y exige, por encima de cualquier otra consideración, que las obras le resulten entretenidas y distraídas, que le ayuden a olvidar la realidad inmediata y que, al zambullirse en un placer fácil y fugaz, le queden veladas las cuestiones fundamentales de la existencia humana.
Si le preguntamos al autor cuando y cómo se originó esta tendencia dominante en la cultura occidental, responderá, como esboza en el ensayo que da título a la recopilación, que todo surgió en el largo período de bonanza que sucedió a la Segunda Guerra Mundial y durante el cual los gobiernos (europeos, cabe añadir) crearon programas destinados a democratizar la cultura llevándola a todos los ciudadanos y financiando la creación.
Vargas Llosa no menciona que esa prodigalidad para el acceso a la cultura venía a completar los extraordinarios cambios que se habían dado en la primera mitad del siglo XX mediante los avances de la alfabetización, la mejora de las redes de distribución y, sobre todo, la invención o implantación de nuevos medios como el cine, la radio y la televisión.
En cambio, está muy cerca de la interpretación que dio a estos hechos Ortega y Gasset como un paso más en “la rebelión de las masas” contra la alta cultura entendida como un conjunto de ideales que sólo son asequibles con el recurso al esfuerzo, el talento y el mérito.
La enfermedad del entretenimiento tiene también otras causas que son intelectuales, sociales o puramente económicas. Y así cita la anteposición de la idea de cultura defendida por los antropólogos –es decir, como estilo de vida o repertorio de ideas, creencias, valores y actitudes de cualquier sociedad- sobre la visión clásica de la misma como conjunto de ideales, valores o conocimientos que la sociedad pone al alcance de un individuo con independencia de su posición y como el mejor combustible para su creatividad.
En este punto, se refiere a las ceremonias de la confusión de las que vive el postmodernismo –desde Foucault hasta Lyotard- o los males derivados del antiautoritarismo que Vargas Llosa asocia a Mayo del 68 como herencia negativa. Manteniéndose fiel a su compromiso con el liberalismo, no le duelen prendas en reconocer las consecuencias perniciosas que puede tener un ejercicio mal entendido de la libertad.
Por último, pero no en último lugar, Vargas Llosa apunta a la confusión entre precio y valor, con la consiguiente mercantilización voraz de la cultural en todas sus manifestaciones, como una de las causas de la enfermedad que padecemos.
Por el momento y las circunstancias, La civilización del espectáculo es una destacadísima contribución al debate que en estos momentos polariza a detractores y defensores del proceso de transformación acelerada que experimenta la cultura en un mundo empujado por la globalización y la digitalización.
Desde luego, tiene en cuenta muchos fenómenos que son de alcance general, empezando por internet y por cuestiones directamente relacionadas con la globalización, como el choque de la cultura-mundo con las culturas locales o nacionales o como la militarización de las creencias religiosas. Fiel a su trayectoria, sin embargo, Vargas Llosa ciñe su contribución a otras coordenadas, centrándose, como hemos dicho, en el destino de la alta cultura que él adquirió como propia en su juventud y a la que ha contribuido tan poderosamente con su impresionante obra como novelistas, ensayista y periodista.
Tal vez por ello, el pesimismo que destila este ensayo queda relativizado si se pone en relación con muchas de las otras cosas que están pasando en el amplio y complejo territorio de las culturas del mundo. El hecho de que Vargas Llosa ciña su reflexión a la cultura según la ve en el espejo de su extraordinaria experiencia como uno de los más grandes creadores e intelectuales de la cultura hispana del siglo XX no le resta un ápice de interés ni de veracidad.
En este sentido, la llamada al público, a cada uno de los individuos que conforman la comunidad de lectores o de espectadores, para que despierte del letargo que le ha llevado a sacralizar el entretenimiento como única finalidad puede que deje sin atender la maraña de intereses –políticos, económicos y meramente intelectuales que condicionan la dinámica de la cultura, sobre todo, en un momento tan revulsivo como el actual-, pero tiene la grandeza de los testimonios de esa estirpe de intelectuales a la que pertenece Vargas Llosa y de cuya trayectoria su libro parece levantar, amargamente, el acta de defunción.
Joan M. Álvarez Valencia es guionista, periodista y profesor de cine en universidades españolas y de América Latina. En la actualidad, desempeña la dirección del Instituto Cervantes de Estocolmo. Ultima un ensayo sobre El mestizaje digital en las culturas hispánicas.