“El infierno son los otros”, decía el filósofo de mirada cruzada. Pero ¿Cómo sobrevivir a los otros si están tan cerca? Esa es la paradoja familiar; peso que todo hombre lleva en su juventud, madurez y tumba. Un recorrido por las viejas dinastías de cualquier país es quizá el mejor alegato contra ese vínculo familiar: genealogías inacabables de traiciones, incestos, muertes y, en definitiva, envidias.
«Éramos todos tan felices…»
La familia es la raíz podrida del bardo inglés y lo recordaba a propósito de mi revisión de Ran de Akira Kurosawa; versión muy oficiosa de su Rey Lear. El clan Ichimonji, sus cuitas y pugnas, son la versión épica, con la sangre como tinta carnal que testimonia la traición en su particular lienzo en los biombos, de nuestras disputas con hermanos, padres y abuelos. Cambien el marco, las montañas de Kioto por las de León, y tendrán la versión española: El Desencanto. Más aún, muchos diálogos del filme japonés podrían funcionar en la película de Jaime Chávarri:
“Hidetora: El gran señor no va a ningún lado solo
Jiro: Renunciaste a tu poder, no necesitas un escolta
Hidetora: Solo los pájaros y las bestias viven en soledad”
Pongan este diálogo en las bocas redichas, mucho, de Leopoldo Panero y un joven Leopoldo María y que en lugar de una katana cortando la cabeza del niño respondón hubiera como final una tollina maragata. ¿Qué diferencia habría? Se olvida, también, que la novela de Mario Puzo El Padrino estaba construida como un cuento familiar; más cercana en muchas ocasiones al filme deconstruccionista familiar de un Bergman medio, amigos con pareja no revisen Secretos de un matrimonio, que a cualquier cinta de la mafia de los años 30.
Lo que nos llega, así, de estos filmes no son ni las acrobacias de samuráis en tejados a dos aguas, tampoco el largo paseo lírico de los Panero y su particular Electra en el liceo italiano, mucho menos la boda estridente de Connie Corleone. Todo eso son afiches, fetichismos, que esconden que cada diálogo lo hemos vivido de una u otra manera en la mesa, reunidos en torno a un plato de lentejas y muchos silencios, con los padres / hermanos / primos de Cuenca / Vitoria / Alicante, etc.
«Ha muerto
acribillado por los besos de sus hijos…
Quizá la única solución al drama familiar, sea cual sea, es la de Alberto Closas en la tristérrima e infravalorada La familia, bien, gracias: huir, huir, sin razón, ni propósito.
Y con esa sensación mágica de “no tener a donde ir…”