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AcordeónLa imposible Lolita que jamás conquistó el mar

La imposible Lolita que jamás conquistó el mar

“Es como un gran pipí”, fue la frase que —con un toque gamberro e ingenuo al mismo tiempo— le vino a la mente la primera vez que vio el mar. Y así lo recordaba ella, tiempo después, cuando todavía era Norma Jean Baker y comenzaba a recrearse a sí misma como una Lolita anticipada a la fabulación de Vladimir Nabokov y aún no había conocido a aquel joven policía local llamado Jimmy Dougherty, con el que se casó con apenas 16 años.

 

La unión con Dougherty, cinco años mayor que ella, estaba condenada al fracaso desde el mismo día en que se llevó a cabo, pero a Norma Jean la salvó del orfanato en el que estuvo a punto de ingresar hasta que cumpliese la mayoría de edad.

 

La inseguridad fue el sino de su vida. Así que, con frecuencia, como método de autodefensa elemental, respondía a una pregunta con otra pregunta: “Comunistas ¿no son esos que están a favor de los pobres?”, le dijo al periodista Guido Gerosa en 1956, cuando este se interesó por sus simpatías políticas, sobre las que se especulaba en Hollywood durante la década ominosa que trajo consigo oleadas de acusaciones inquisitoriales y que se extendió por todo el país como una fiebre preñada de fascismo.

 

Entre 1947 y 1953, las instituciones políticas de los Estados Unidos asistieron a una espiral de descrédito público y ciudadano debido a la caza de brujas desatada por las delirantes fabulaciones de un senador de Wisconsin llamado Joseph McCarthy, timonel a bordo de un fascistoide buque de tinieblas llamado Comité de Actividades Antiamericanas creado en 1938 y que, con la Guerra Fría, tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, se convirtió en una especie de gran monje medieval dedicado en cuerpo y alma a la captura de heterodoxos.

 

Las dos frases citadas de Marilyn están separadas por década y media de intenso e interminable caos personal, trufado de éxitos extraordinarios en los estudios cinematográficos de Los Ángeles, pero en ellas podrían situarse las coordenadas del escueto pensamiento vital y de la actitud sensual de Marilyn Monroe ante el mundo, en aquel inmenso circo de vanidades llamado Hollywood.

 

Ya entonces, con el gesto de aquella imposible Lolita en ciernes que jamás abandonaría del todo y con el inmenso Pacífico asomando ante sus ojos, en un soleado día de la primavera de 1941, ensayaba los balbuceos del que sería el más importante papel e incluso el hilo conductor de su corta y azarosa vida. Marilyn, en realidad, acabaría por hacer de sí misma su propio personaje: tal vez el mejor, el único e intransferible de cuantos hubo de representar en la vertiginosa década y media que duró su trayectoria profesional en el Séptimo Arte.

 

A pesar de todo, algo había de cierto e intransferible en aquel guion que Norma Jean puso en escena ante el inmenso mar que entonces le acarició los pies por primera vez. Su cimbreante modo de caminar, por ejemplo, no era fingido. Se debía, según Emmelyne Snively, profesora de arte dramático, a una pequeña lesión jamás curada del todo que se produjo en un tobillo durante su estancia en alguno de los inciertos hogares californianos que la acogieron tras el ingreso de su madre en un psiquiátrico.

 

También era auténtica su curiosidad por la gente que, en medio de la vorágine del capitalismo norteamericano, era capaz de alimentar ideales solidarios.

 

Verdadera, además, era su ansia, jamás satisfecha, por echar raíces en algo parecido a una casa familiar con gente viva, próxima y generosa a su lado. Tal vez un pueblo. Incluso una aldea, en un país donde la tierra forma parte de las tradiciones y de una cultura milenaria cuyos orígenes se pierden en la lejanía de una nebulosa cultural, preñada de misterios insondables que tal vez guardasen en su interior el bálsamo que ella procuraba de modo tan reiterado como siempre infructuoso. Quién sabe.

 

Hay indicios que prueban esa búsqueda del aliento original. En 1960, durante el rodaje de The Misfits (Vidas rebeldes) en el desierto de Reno, junto a Clark Gable y Montgomery Clift, la más rutilante estrella del dorado Hollywood desapareció durante varias horas. El escritor Arthur Miller —guionista del filme y todavía su marido, aunque ya por muy poco tiempo— la buscó por todas partes bajo un sol abrasador, en compañía de varios amigos y el director del filme John Huston.

 

Finalmente, cuando ya anochecía, la encontraron en un poblado indio, metida en una cabaña y haciéndose explicar por las mujeres de la tribu su singular forma de vida y el anhelo —le dijo después a su sorprendido esposo— de vivir en un estado tan primitivo y arraigado en la tierra.

 

En esa búsqueda hay que ubicar el viaje que Marilyn Monroe realizó a México DF entre el 20 de febrero y el 3 de marzo de 1962, cinco meses antes de su muerte. No era la primera vez que visitaba aquella inmensa, caótica y contradictoria ciudad levantada por un aluvión de personas llegadas de todas partes. Había estado allí en enero de 1961, poco después de firmar su divorcio con Arthur Miller, una herida que jamás cicatrizaría en su alma torturada.

 

Quizás, para explicar aquel viaje con ramalazos de fuga, debamos recordar que su madre, Gladys, había nacido en Piedras Negras, en el estado mexicano de Coahuila, en 1902, fruto de un matrimonio asediado por las enfermedades. La abuela de Marilyn, Della May Monroe, sufría terribles depresiones que con frecuencia la situaban al borde de la locura; Otis Elmer Monroe, el abuelo materno, un pintor californiano que cruzó la frontera en busca de trabajo, padecía sífilis.

 

Además, Marilyn acababa de comprarse una casa en Los Ángeles: la primera vivienda propia de su vida, acaso el refugio de su salvación. Y en las mansiones de las estrellas de la meca mundial del cine estaban de moda los muebles y el estilo artesanal del vecino país del Sur. Había, pues, motivos más que sobrados para realizar aquel viaje de vacaciones a México, tan merecidas como necesarias, marcadas por la sed de fuga y la llamada de un magnetismo de cualidades telúricas.

 

Todo eso y otra vez, con una cadencia asfixiante, el fantasma de su frustrada relación con el dramaturgo Miller. El anuncio de su boda con la fotógrafa Inge Morath, de origen austríaco, quien desde hacía tiempo colaboraba muy a menudo con el escritor, incluso en filmes que habían tenido a Marilyn como protagonista (Vidas rebeldes, por ejemplo), fue un golpe que Norma Jean Baker no supo, ni pudo, ni seguramente quiso soportar durante el poco tiempo que le quedaba de vida.

 

La boda entre Miller y Morath se celebró el día 17 de febrero de aquel mismo año, y apenas tres días después Marilyn voló hacia la capital federal mexicana, en una especie de instintiva huida hacia una parte de sus orígenes donde lo esencial —además de comprar los muebles de su nueva y primera mansión californiana— era ausentarse, evadirse durante unos días de los lugares que le habían causado más dolor y desazón.

 

Fueron diez días de diversión y desenfreno, en los que conoció a un joven de 27 años de edad que comenzaba a hacerse un hueco entre la abigarrada nómina de los cineastas mexicanos. Se llamaba José Bolaños, era atractivo, muy educado, insolente y simpático al mismo tiempo, nueve años más joven que Marilyn, a quien ya obsesionaba la idea de que pocas semanas después cumpliría 36: una edad terrible que, a comienzos de la década de los años sesenta, establecía fronteras insalvables para las actrices del implacable y cada vez más deshumanizado star system hollywoodiense.

 

Ambicioso e inteligente, hábil trepador en la sinuosa escala social del bullicioso centro de México, Bolaños frecuentaba los ambientes artísticos y culturales que los exiliados republicanos españoles animaban desde hacía tiempo en contacto con la izquierda política e intelectual de Latinoamérica.

 

“Un depredador, con poco talento para el montaje cinematográfico pero dotado de unas cualidades extraordinarias en el arte de la seducción”, diría de él Carlos Velo, cineasta y maestro de cineastas que tomó parte activa en la creación de una Escuela de Cinematografía que realizó un activo papel en los ámbitos del cine y de la televisión mexicanos. Bolaños, tiempo atrás, había sido alumno suyo y Velo le conocía bien.

 

Además, ambos tenían raíces cercanas en Galicia, aquel lejano pueblo del finisterre de Europa. Velo había nacido en Cartelle, una pequeña población de la provincia de Ourense, en la Galicia interior, de cuyas entrañas habían partido decenas de millares de emigrantes y exiliados a la busca de horizontes al otro lado del Atlántico.

 

Bolaños, por su parte, descendía de una familia del litoral cantábrico, en la provincia de Lugo, alguno de cuyos vástagos había llegado a México mucho antes, procurando el pan y la sal que su tierra le negaba a finales del siglo XIX. Una familia más, entre las numerosas remesas de emigrantes gallegos que a lo largo del tiempo fueron arribando en oleadas a los emergentes países del continente americano.

 

Su abuelo paterno, de quien heredó el nombre y el primer apellido, era natural de Burela, un pueblecito costero cuya gente a duras penas vivía del mar y de una agricultura precaria a mediados de la década de 1870, cuando en compañía de centenares de paisanos subió al barco que le llevó a la mítica América de promisión en un buque que combinaba la tradicional navegación a vela con los incipientes motores de vapor que ya se instalaban entonces en los mejores astilleros europeos.

 

 

Y el éxodo se hizo industria en Jackobsland

 

El éxodo, la diáspora hacia los países de Latinoamérica, forma parte intransferible e íntima de la historia de Galicia. Sobre todo a partir del primer tercio del siglo XIX, cuando la enorme y trágica marea humana de la emigración se instala para siempre, con la apariencia de un castigo bíblico, en la memoria colectiva de aquel pequeño país que al norte de Europa recibía el mítico nombre de Jackobsland: la tierra de Santiago.

 

Historiadores como Alejandro Vázquez González, de la Universidad de Vigo, han estudiado y desgranado aquel período que equipara —entre los pueblos emigrantes del viejo continente— a los gallegos con los irlandeses, cada uno a la busca de su propio destino en geografías que hablaban sus mismos idiomas al otro lado del gran charco.

 

El profesor Vázquez establece 1870 como un punto de inflexión. A partir de aquel año, los operadores portuarios comprenden que aquel movimiento de población, familias enteras y masas desamparadas que huyen de la miseria, constituye uno de sus más notables, beneficiosos y duraderos negocios que jamás habrían podido imaginar. Galicia, así, se transforma en una poderosa fuente de ingresos para los armadores y consignatarios de buques trasatlánticos, que convierten el tráfico de hombres, mujeres y niños hacia América en una empresa muy rentable que impulsó el crecimiento de la oferta de transportes marítimos en el sinuoso litoral del noroeste de la península Ibérica.

 

Los puertos gallegos despertaron el interés de las navieras inglesas, francesas e italianas, algunas de las cuales, como la Royal Mail Steam Packet Company, fueron muy madrugadoras al anunciar sus servicios por toda la península Ibérica. También fue pionera la francesa Compagnie Générale Trasatlantique Françai- se, cuyos pasquines publicitarios se podían leer en los barrios pobres de las ciudades de Madrid, Barcelona o Valencia, además de todas las poblaciones de cierta importancia de Galicia.

 

En aquel contexto surgieron las líneas trasatlánticas, cuyo impulso se vio favorecido por la introducción de las máquinas de vapor. El perenne y doloroso flujo emigrante, sostiene el profesor Vázquez, generó una casta de nuevos hombres de empresa en los principales puertos gallegos. Muy profesionales y buenos vendedores de ilusión, los consignatarios de los buques de la emigración se consolidaron como un grupo social emergente y económicamente poderoso, que tiempo después ocuparía ámbitos de dirección en una floreciente industria pesquera y conservera que les dio poder y dinero en cantidades extraordinarias.

 

Durante muchas décadas, las familias de los consignatarios encabezaron a la elite burguesa afincada en las rías. Los puertos de Ferrol, A Coruña, Carril-Vilagarcía de Arousa, Marín y de un modo especial Vigo eran las principales plataformas de aquel boyante negocio que colmó las arcas de las grandes compañías navieras de los países más industrializados de Europa.

 

Las sagas de aquellas familias emigrantes narraban secuencias humanas nada épicas y, por el contrario, muy humillantes, historias privadas y colectivas que golpearon en el alma y en el corazón de los más humildes. Entre ellos, precursores de Pepe Bolaños. No es raro, pues, que el guionista e incipiente director de cine no se sintiese en modo alguno satisfecho de sus orígenes paternos y antepusiese todo cuanto tenía de mexicano con pleno derecho, lo cual era mucho, dejando en un plano secundario, lo más escondido posible, los recuerdos de un pasado familiar que no inducían a ningún motivo de orgullo.

 

Bastaba que Bolaños se acercase un día a Galicia y, en la provincia de Lugo, comprobase la gente y las familias que compartían su apellido, para disipar toda posible duda sobre sus orígenes paternos. Pero ese viaje jamás se produciría.

 

Por su parte, cuando conoció al ambicioso alevín de cineasta, Marilyn Monroe atravesaba los peores días de su vida. Algunos ya vaticinaban su final, en reportajes que presentían la muerte de la estrella que había cautivado al planeta.

 

Aparentemente, era una presa fácil para alguien como Bolaños, dotado de un talento especial para la seducción: “Es lógico que aquel corto pero espectacular idilio diese mucho que hablar en México, pero también causó impacto en los ámbitos políticos y cinematográficos norteamericanos”, diría Carlos Velo casi dos décadas después, a comienzos de los años ochenta.

 

En una larga conversación, desgranada por el hilo de sus vivencias en una sala del hotel Compostela, en la antigua, entrañable y cosmopolita capital de Galicia, Velo recordaba: “Algunos, entonces, sentimos lástima por ella, por la mítica Marilyn Monroe, admirada y querida por la misma gente que asistía en primera fila a su declive personal y profesional”, admitía quien ya entonces estaba considerado como de los mejores autores del cine documental de América, mientras saboreábamos una botella de Ribeiro muy fresco y aromático.

 

En España, en la revista Triunfo, Guido Gerosa, uno de los periodistas que mejor conoció a Marilyn, firmaba por aquellos días de 1962 un extenso reportaje que anunciaba el ocaso: ‘El ídolo caído’, se titulaba, y entre sus contenidos figuraba aquel viaje mexicano, realizado cuando ya era inminente el comienzo del caótico rodaje de su última e inacabada película: Somethings got to give, bajo los auspicios de la 20th Century Fox y dirigida por George Cukor. En español, Algo fallará, un título premonitorio que en dos palabras parecía anticipar su trágico y cercano fin.

 

“En la villa donde vive Marilyn, en Hollywood”, escribía Gerosa, “la luz permanece encendida toda la noche, la actriz no la apaga nunca, ni siquiera cuando duerme, porque tiene miedo, pánico hasta de las sombras”.

 

La oscuridad le recordaba las largas y solitarias tardes de invierno que había vivido en su infancia. Además, la casa estaba literalmente vacía: apenas un dormitorio elemental y, en la cocina, un frigorífico disimulado tras un biombo de estilo colonial español del siglo XVI. Sus habitaciones desérticas y aquellas paredes caleadas de blanco, a la espera de un color definitivo, amenazaban con revelar la presencia de fantasmas ocultos que no presagiaban nada bueno y que estaban preñados de recuerdos amargos y viejos sinsabores.

 

“Es una casa deprimente, como una pesadilla”, contaba el periodista: “El viaje a México para descansar unos días y al mismo tiempo comprar los muebles que han de llenar aquel insoportable vacío, se ha convertido en un proyecto de importancia vital para la actriz”.

 

Marilyn y Bolaños se conocieron el 22 de febrero de 1962, a mediodía, en una tienda de muebles de la ciudad, ubicada en las lomas de Chapultepec, una zona residencial creada a partir de los años treinta para la burguesía adinerada de la capital mexicana. Aquella misma noche, en compañía de varios amigos, cenaron y bebieron vino hasta bien entrada la madrugada.

 

Carlos Velo no estaba entre los que asistieron a aquella velada, pero tuvo ocasión de conocer buena parte de su contenido gracias a las confidencias de su antiguo alumno y de otros invitados a la mesa.

 

El hecho es que Marilyn se sintió a gusto al compartir las durísimas críticas que sus contertulios lanzaron aquella noche contra la poderosa e intransigente industria cinematográfica norteamericana. En especial contra la cúpula de la fábrica: 20th Century Fox, la compañía creada por William Fox en 1915, que desde hacía tiempo le asignaba sus cada vez más menguantes salarios y que

—a veces, de un modo caprichoso e injusto— la humillaba y menospreciaba en relación con algunas de sus compañeras de la brillante galaxia del celuloide.

 

A pesar de todo, sí, estaba animada. La posibilidad de empezar enseguida el rodaje de una nueva película como Somethings go to give le proporcionaba un alivio, un acicate que la animaba a seguir adelante en su lucha contra la espiral de depresiones y soledades que la acechaban, en ocasiones, con una maliciosa y destructiva intensidad. Era una puerta abierta hacia un espacio mejor, libre de aquellos temores.

 

Estaba tan ilusionada con aquel proyecto que incluso invitó a Bolaños a que la visitase en Hollywood durante una jornada de rodaje, tras su regreso a los Estados Unidos. Sentía que tomaba de nuevo interés por las cosas, que volvía a los entusiasmos infantiles de las primeras películas, que redescubría el divertido encanto de su modo especial de mirar que había hecho de ella la wonderful dumb blonde —“la maravillosa rubia tonta”, se decía en España— o el secreto de conseguir que su piel se mostrase cálida y luminosa.

 

Llegar al Stage 14, en los estudios de la Fox, sería algo así como renacer. Saludar a los técnicos, compartir momentos de ocio con su maquilladora, charlar con los cámaras a la busca de los ángulos más atractivos de su rostro.

 

Algunos eran caras nuevas, pero otros ya trabajaban allí cuando ella protagonizaba sus primeras películas: La jungla de asfalto, Niágara, Los caballeros las prefieren rubias, gente que le recordaba sus comienzos, cuando la timidez le causaba un insólito y gracioso balbuceo, cuando su piel era de seda con manchas de color en las mejillas, los dientes blancos en un rostro ligeramente oscuro, un tono de espléndido dorado en sus cabellos y los ojos alegres que iluminaban la escena. Bolaños y sus amigos la escuchaban absortos, mientras bebían sin límite vino tinto de las más añejas bodegas europeas.

 

Sus dos últimas películas —Vidas rebeldes y El multimillonario— habían sido dos fracasos sin paliativos y la habían llenado de rencor hacia todo aquello que su exmarido Joe di Maggio llamaba “el circo”: el burdo, aparatoso y falso mundo del cine en Hollywood. Pero ahora sería distinto. Tenía por fin su propia casa y había encontrado los magníficos muebles de la tradición mexicana que iban a llenar todos los vacíos en la inmensa y solitaria casa que la esperaba.

 

Es cierto que por Somethings got to give solo recibiría seis millones doscientas mil pesetas de la época, unos ciento veinte mil dólares USA en 1962. Es decir, poco, muy poco si se pensaba que Elizabeth Taylor se llevaba diez veces más por Cleopatra. Pero bueno, así eran las cosas en la maldita cabeza de los ejecutivos y avariciosos contables de la 20th Century Fox.

 

Ya se había leído dos o tres veces el guion de Somethings, hundida en el único diván de su casa vacía, junto a su perrito Maf, y la verdad es que no era ninguna maravilla de la literatura cinematográfica mundial. Al contrario, era una comedia con poca gracia, basada en gastados golpes de efecto y, para colmo, en sus páginas había una escena que no le gustaba en absoluto, porque la presentaba completamente desnuda mientras se bañaba en una piscina bajo los focos ardientes del plató.

 

Tras aquella velada, Marilyn y Bolaños se vieron varias veces más, y a Hollywood, cuyas publicaciones estaban sedientas de morbo, no tardó en llegar la presunta historia del último y exótico romance de la actriz a la que los críticos sentenciaban a muerte desde su separación de Arthur Miller dos años atrás: “Otra locura de la impredecible Monroe”, titularon algunos medios. “El ídolo caído”, sentenciaba el periodista Guido Gerosa en una de sus crónicas para Madrid.

 

En México, durante las casi dos semanas que compartió con Bolaños, Marilyn se alojó en una residencia de Cuernavaca, una vez optó por abandonar el hotel al que llegó el primer día y del que tendría que marcharse veinticuatro horas después en medio de una nube de fotógrafos y reporteros mexicanos que acudían a la caza de sensaciones yanquis para sus lectores.

 

 

La fotografía de un secreto

 

El hotel Continental Hilton, derruido tras el espantoso terremoto que asoló la capital federal mexicana en 1986, estaba situado en la esquina de la avenida de los Insurgentes con Reforma. Era un buen hotel, sin duda, pero aquella rueda de prensa que Marilyn Monroe decidió celebrar en uno de sus salones nada más llegar a la ciudad, lo había convertido en un lugar quemado e inhóspito, incapaz de proporcionarle la más mínima tranquilidad e independencia.

 

Fue una rueda de prensa multitudinaria. Y allí, en medio de los flashes, estaba un veterano fotógrafo gallego de 45 años llamado Julio Souza Fernández, nacido en A Coruña e integrante del grupo Hermanos Mayo, con estudio fotográfico en la gran ciudad mexicana: “Soy inocente”, recordaría Julio cuatro décadas más tarde, ya en Galicia, cuando le preguntaron por aquella fotografía de Marilyn, realizada en el Hilton y en la que, al fondo, entre sus piernas, tras la copa de champán francés que la actriz sostenía en su mano derecha, se adivinaba el oscuro vello púbico de la estrella. “Me agaché un poco”, dijo Julio en una de sus últimas visitas a Galicia: “No tenía ninguna intención especial; simplemente trataba de evitar que saliese el entorno, la gente que rodeaba a Marilyn. Lo que yo quería era que saliese ella y solamente ella. Pero, sinceramente, no vi nada especial, nada raro mientras la fotografiaba”. La sorpresa surgió cuando, ya en el estudio, reveló los negativos de su trabajo.

 

Los Hermanos Mayo hacían fotografías por encargo, desde bodas y banquetes hasta reportajes para los medios de comunicación: “Soy inocente, soy inocente”, insistía en agosto de 2008 un divertido Julio Souza, de vacaciones en Galicia, al ser preguntado por la famosa y espectacular fotografía en la que había conseguido captar uno de los secretos más íntimos de la actriz: Marilyn solía pasearse y asistir a todas partes sin ropa interior.

 

Los actos sociales eran una de las principales actividades que cubrían los fotógrafos del estudio Hermanos Mayo y aquel, en principio, era un trabajo más. “Yo no era un fisgón, ni estaba allí para curiosear y cuando llegué al laboratorio y me puse a revelar, fue cuando me di cuenta de aquella fotografía”. La imagen fue publicada en revistas de todo el mundo y fue esgrimida con malicia e hipocresía por los ámbitos más reaccionarios de la industria cinematográfica americana.

 

Julio Souza sostuvo entonces que el negativo de aquella instantánea no había sido destruido, tal y como se especuló en 1962: “¿Por qué iba a destruirlo? Nunca se me ocurrió tal cosa”, recalcó. Aunque a continuación admitió que no lo tenía en sus manos, que ya no disponía de aquellos originales y que seguramente se encontraba “entre los más de seis millones de negativos fotográficos” que cedieron al Archivo Nacional de México”.

 

Fue un sin querer, pero el leve clic de su Leica causó conmoción en las entrañas de aquel nuevo El Dorado que se  había  alzado  en  Hollywood y proyectó su onda expansiva por todo el planeta. Poco después de la rueda de prensa, celebrada en el hotel Continental Hilton a las 15:30 horas del día 22 de febrero de 1962, los amigos de la actriz —los mismos que la habían animado a comparecer ante los medios de comunicación, en especial Bolaños— le recomendaron que cambiase de hotel si realmente quería disfrutar de algo de paz y libertad de movimientos durante aquellas breves pero tan necesarias vacaciones.

 

 

 

Xavier Navaza es periodista. Ha publicado los libros Disparos, Sumud. Conversa con Palestina y la trilogía El laberinto gallego, formada por La guillotina del centro, La conjura de Raxoi y (todavía pendiente) Crónicas de barones, leonardos y coroneles.

 

 

‘La imposible Lolita que jamás conquistó el mar’ es el primer capítulo de El último amante de Marilyn, que la editorial Alvarellos define como “una crónica del exilio y de las sagas de la emigración gallega y española en su busca del sueño americano”. El nuevo libro de Xavier Navaza comenzará a distribuirse –primero en Galicia, después en el resto de España- a partir del 9 de marzo. Ya se puede adquirir en la web de la editorial.

 

 


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