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ArpaLa madre de Kafka

La madre de Kafka

 

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Ilustración: Raúl

 

 

Tus cartas tardaban una eternidad, a veces más de una semana. El cartero llegaba pasadas las doce, abría la puerta y tiraba al suelo la correspondencia. Al oírlo, bajaba corriendo las escaleras, comprobaba que no había ningún sobre para mí y regresaba a mi cuarto maldiciéndolo. Entendía a los perros que se abalanzaban sobre sus tobillos, hartos de esperar y cansados de correr para nada.

 

Durante siglos, para ser cartero se requería madera de héroe. Desafiaban mil peligros, burlaban a los tártaros, escapaban de las flechas indias, obedeciendo a su sentido del deber. Luego cambiaron los tiempos y para ser cartero bastaba con preparar unas oposiciones y no tener mayor aspiración que un sueldo fijo.

 

Una vez me dijiste que Kafka era tu escritor favorito. Solo habías leído La metamorfosis, pero te atraía su cara de murciélago. En la carta con la que inició su correspondencia con Felice Bauer, su primera novia oficial, Kafka le confesaba que era poco puntual en sus hábitos epistolares, por lo que tampoco esperaba que las cartas le llegaran con puntualidad: “incluso cuando día tras día aguardo con ansia la llegada de una carta, nunca me llamo a engaño si no viene, y cuando al fin llega, con frecuencia me llevo un susto”. Apenas dos meses después, el corresponsal impasible se desesperaba: “Mi amor, ¡este tormento no, este tormento no! También hoy, sábado, me dejas sin carta, hoy precisamente que pensaba tendría que llegar tan inexorablemente como el día sucede a la noche. Pero además ¿quién ha exigido una carta? ¡Solo unas líneas, un saludo, una tarjeta! Por cuatro cartas mías –esta es la quinta- aún no he visto ni una palabra tuya. Vamos, eso no es justo. ¿Cómo voy a pasar los largos días, trabajar, hablar, y todo lo demás que se me exige?”.

 

Cuando se deslizaba alguna de tus cartas, como una pepita de oro entre el montón de facturas, la escondía debajo de la camiseta y corría a encerrarme en el baño. Demasiado nervioso para leerla con detenimiento, la metía en un cajón hasta la noche. Me acuerdo de una noche que la luna estaba roja. Masticaba tus palabras y escupía las cáscaras por la ventana.

 

Kafka leía las cartas de Felice más de veinte veces. Yo no llegaba a tanto, ni siquiera a la mitad.

 

Cómo disfrutabas con los rituales. Comprabas papel reciclado, de algún color pálido, y lo perfumabas discretamente. Escribías a pluma, sin borrones y sin tachaduras, pero con alguna pequeña falta de ortografía. Esos deslices te hacían vulnerable. La ortografía era tu talón de Aquiles. También abusabas de los puntos suspensivos. Creo que dabas demasiadas cosas por supuestas.

 

Tenías tanto que enseñarme. Lo sabías todo de la vida. Pero yo no estaba dispuesto a recibir lecciones. Si hubiera querido recibir lecciones habría contratado a una profesora particular.

 

En tus cartas, como en tus ojos, me veía insignificante.

 

En tus ojos, como en tus cartas, no se veía el fondo.

 

Jugabas a darme miedo. Tus juegos me asustaban: no eran simples juegos. Te reías como las malas de las películas. Con carcajadas de loca. Debía encontrar pronto una salida o nunca conseguiría escapar de tus colmillos.

 

Te hubieras dejado matar antes de escribir una carta de amor convencional, diciéndome que no podías vivir sin mí o cualquier otra vulgaridad semejante. Era imposible que congeniáramos. Nuestros estilos se repelían. Tú eras incapaz de reprimir tus delirios góticos y yo ya practicaba la ironía sentimental.

 

Ni siquiera como escritor me tomabas en serio. No te culpo. El único que ha creído en mí he sido yo, y no siempre.

 

No llevabas bien que mis cartas olieran a humo. Pero si es mi olor, te decía yo. Tampoco soportabas que la nicotina me ensombreciera la sonrisa. Tú, en cambio, tenías una sonrisa deslumbrante. No me fío de las sonrisas perfectas. Algo ocultan.

 

No escribías cartas: tejías trampas. Pero te faltaba la paciencia que les sobra a las arañas.

 

Me dijiste que ibas a denunciar a tu madre, después de sorprenderla fisgoneado en tu correspondencia. Había violado tu intimidad y debía pagar por ello. Eras una exagerada y yo, por precaución, prefería no llevarte la contraria.

 

¿Qué habrías hecho si hubieras recibido una carta de mi madre como la que recibió Felice de la madre de Kafka? La relación entre Franz y Felice no había hecho más que comenzar cuando Julie Kafka decidió extender sus tentáculos maternales. La madre de Kafka era una madraza. Y muy astuta. Para disculpar su entrometimiento, culpaba al azar de haber puesto ante sus ojos una carta dirigida a su hijo, y le aseguraba a Felice que si la había leído hasta el final, sin detenerse a pensar que no tenía derecho a hacerlo, había sido simplemente por lo mucho que le había gustado su forma de escribir. Continuaba con los halagos, diciéndole que le inspiraba tanta confianza como para confiarle las preocupaciones de una madre. A la madre de Kakfa, como a mi madre, le atormentaba que su hijo no comiera ni durmiera como los jóvenes de su edad, y le pedía a Felice, sin pedírselo directamente, que intentara modificar la manera de vivir de Franz. Si lo lograba, le decía, haría de ella el ser más feliz del mundo.

 

Julie Kafka sabía que un hombre puede resistir las presiones de una madre, pero no las de una novia que se precie. Por eso había renunciado a seguir presionando a su hijo y depositado todas sus esperanzas en las habilidades femeninas de Felice. Cuando Franz y Felice rompieron su compromiso por primera vez, en vísperas del matrimonio, la madre de Franz escribió a la madre de Felice reprochándole, con sutileza, que su hija no hubiera sido lo suficientemente inteligente y hábil como para remodelar a su hijo. La había defraudado.

 

Felice conservó todas las cartas, más de quinientas,  que le envió aquel vampiro epistolar, pero nadie sabe qué pasó con las cartas que escribió Felice. Es probable que Kafka las quemara, del mismo modo que yo quemé las tuyas una noche que la luna también estaba roja.

 

Un email nunca será igual que una carta de amor. Los emails no se pueden reducir a cenizas. Y cuando tardan en llegar, no es por culpa del cartero.

 

Tus cartas aún habrían ardido mejor si el papel no hubiera sido 100% reciclado.

 

 

 

Julio José Ordovás nació en Zaragoza en 1976. Su último libro es Una pequeña historia de amor (La Isla de Siltolá, 2011)

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