La mascarilla

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No era amarilla.

Compramos dos, de colores diferentes, al inicio de la pandemia. De tela, tejidas por una mujer del pueblo. Costaron cinco euros cada una. Muy cómodas. Las llevábamos por la calle, en interiores, transporte público; yo por debajo de la nariz, ella por encima. No pude ver su boca, ella no podía ver mi boca. Tenemos algunas fotografías con las mascarillas, juntos. Recuerdo una en la playa, frente a una pequeña iglesia, cerca de una rotonda de coches, los dos.

Todavía tengo la mía.

Y la suya.

Porque la guardé.

Para estar con sus labios e ideas me pongo su mascarilla, en los pocos espacios que todavía hay disponibles, obligatorio el uso.

Cada vez quedan menos.

Me miro en los reflejos de los túneles y los cristales para ver su imagen bajo la mía. Solo reconozco mis ojos.

O era amarilla.