La querida. La batalla para salvar Juárez

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En el mundo del narco, tener amantes y queridas y dejar mujeres con hijos repartidas por toda la ciudad era parte de su cultura. Los narcocorridos a menudo alababan el hecho de que los grandes capos dejaran a tantas mujeres embarazadas

 

Elena (un seudónimo) sabía perfectamente hasta qué punto el cártel de Juárez dominaba a las policías local y estatal, controlándolas y tratándolas como a meros empleados de la estructura a los que mandaban cumplir sus órdenes; desde las más humanas a las más terroríficas. Elena entró en ese mundillo a través de Hernán, su amante y futuro marido de facto (si no hubiera sido porque él ya estaba casado y con familia). Hernán tenía un trato muy cercano con muchos oficiales de policía, a algunos de los cuales manejaba como a una tripulación. También tenía un socio que poseía un taller de reparación de coches. Hernán enviaba allí a sus agentes en sus coches patrulla donde los empleados del socio se encargaban de extraer la gasolina de los depósitos hasta que quedaban casi vacíos. Entonces, vendían la gasolina del distrito y Hernán y su socio se repartían las ganancias. Hernán ingeniaba ese tipo de cosas, pero eran solo pequeñas argucias, trabajillos extra. Transportar cocaína río abajo era su auténtico negocio.

 

Elena conoció a Hernán con veintipocos, en un bar frecuentado por gente del mundillo de la droga de Juárez. Los narcos tenían toda una reputación. Desbarraban y tenían pasta. Las chicas de Juárez los perseguían como si fueran celebridades. La noche en que se conocieron, Elena vio a Hernán al otro lado del local y le pidió a una de sus amigas que les presentara. Elena era así de arrojada. También era increíblemente atractiva, y gastaba una vena provocadora y respondona que extraviaba cualquier atisbo de interés en hombres de orden, con carreras en contabilidad o ventas o cualquier otra cosa que oliera mínimamente a convencional.

 

El carácter salvaje de Elena sorprendió a Hernán. Estaba acostumbrado a mujeres dóciles, a las que usaba y luego desechaba. Solía salirse con la suya y no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria. Elena era diferente. Le retaba. Si él la empujaba, ella le empujaba a él, y no tenía miedo de su carácter violento, un rasgo que le resultaba muy familiar en los hombres: desde su autoritario y abusivo padre a aquellos con los que había estado desde que descubriera su sexualidad con la llegada de la adolescencia. Ese descubrimiento le proporcionó un poder que nunca antes había experimentado. Se volvió una mujer muy segura de sí misma en ese terreno, como si algo desconocido e inesperado se hubiera abierto dentro de ella. No sentía miedo ni aprensión aquella noche en el bar cuando atravesó la estancia para conocer a Hernán, solo la sensación de hallarse ante una oportunidad.

 

Me encontré con Elena por primera vez en una pequeña reunión que se había organizado para ver un partido de la liga de fútbol mexicana. Aquel era el primer evento social al que me invitaban en Juárez, y sentía de forma muy consciente la tensión entre la violencia que se librababa en las calles y la familiaridad de beber cerveza, comer tacos y disfrutar de un evento deportivo en la tele. Ya había experimentado esa misma contradicción con anterioridad, por ejemplo al asistir a una carrera ciclista en el Parque de El Chamizal, con los ciclistas vestidos con llamativos atuendos de colores, sabiendo que durante un tiempo el gran parque había sido uno de los vertederos de cadáveres favoritos de los cárteles. También lo había sentido en El Parque Central, donde un hombre mayor regentaba una pequeña noria y los niños, riendo, me hacían el signo de la victoria desde llamativas góndolas. Incluso en medio de la muerte, pensé para mí, la vida continúa.

 

Nos habíamos reunido en una pequeña casa familiar de clase media. A ratos, la mala calidad de la señal de televisión le daba al partido un aspecto como de otro mundo, por las formas distorsionadas que parecían bailar en la pantalla. Muchos de los que se habían juntado para ver el partido de fútbol eran amigos, aunque era obvio que Elena no conocía a muchos de ellos. Al igual que yo, ella era una especie de intrusa en el grupo. Elena no dijo nada de su pasado. No fue hasta más tarde, cuando uno de los que estaban allí me contó más cosas acerca de ella, que le pedí que me relatara su historia, incluida su relación con Hernán.

 

Posteriormente empezamos a encontrarnos en sitios apartados –el inmenso parque de Ciudad Juárez; un Church’s Chicken en un pequeño centro comercial en la afueras de la ciudad; en un tramo de El Camino Real (un derroche, capricho del anterior alcalde, Hector Murguía); en un mirador inacabado y por eso poco frecuentado en las afueras de Juárez-, ya que ella temía por su vida si se descubría que había estado hablando conmigo. Hablar con quién sea puede ser peligroso en Juárez, donde es difícil eludir la sensación típica de los pueblos pequeños de que todo el mundo conoce a todo el mundo y todo se ve, se observa y se anota.

 

El problema no era solo la sensación de pueblecito, sino que Juárez vivía sometida a un código de silencio. Era muy difícil conseguir que alguien hablara del mundo de los cárteles de Juárez. Alguna gente incluso se negaba a mencionarlo por su nombre. Había quien sí hablaba de la historia del cártel, reconocidos expertos extraoficiales a los que periodistas de visita, por ejemplo, recurrían en busca de información. Pero conseguir a alguien que supiera de primera mano sobre el cártel para hablar de él, alguien que lo hubiera vivido desde dentro, eso llevaba tiempo, confianza y suerte. La pena por violar el código de silencio –y no es una hipérbole- era la muerte. Esa amenaza era algo tan presente y real como las arenas del desierto que vuelan por todos los barrios de la ciudad. Todo el mundo en Juárez asume ese código como una verdad.

 

Dentro de la cultura del cártel, el código tenía un carácter diferente. Ahí había una buena dosis de actuación. En un mundo donde el fanfarroneo es la lengua franca, y la ostentación y la presunción a menudo enmascaran la sustancia, Elena pensó que Hernán era auténtico. Por todas sus innumerables poses de narco –la abundancia de dinero en efectivo, la omnipresente pistola, las joyas de oro, la vestimenta occidental-, había pruebas suficientes de su estatus como narco en los mandos intermedios del cártel de Juárez (y en el mundo del que venía Elena intermedio podía perfectamente significar gran capo, ya que procedía de una familia pobre, de un barrio pobre y había crecido, literalmente hablando, sin nada). En lo que a Elena se refería, Hernán era todo un partido.

 

Elena vio los primeros indicios que la convencieron del estatus de Hernán durante un encontronazo con la policía municipal. Aquella tarde paseaban a toda velocidad en su nueva camioneta por la Avenida de las Américas abajo, una de las principales de Juárez. Las ventanillas estaban bajadas y el equipo de sonido emitía narcocorridos a todo volumen. Elena y Hernán se lo estaban pasando en grande. Estaban inmersos en una maratón de juerga que duraba ya varios días. De repente, un coche patrulla de la policía salió en su persecución con las luces encendidas. Hernán les soltó unos cuantos tacos, pero paró. Cuando el oficial se acercó a la camioneta y reconoció a Hernán al volante, toda su actitud cambió. “Lo siento, señor”, recuerda Elena que dijo el oficial. “¿Le escoltamos a alguna parte?”. Este incidente le dejó claro que Hernán no era un farsante.

 

La niñez de Elena en Juárez se desarrolló en una sucia pobreza, pero su personalidad era abierta y atrevida, y durante mucho tiempo tuvo un optimismo interior que transcendía la realidad de las circunstancias económicas de su familia. Ella lo explicaba por el hecho de que había sido una auténtica niña de papá (era la única chica de la familia). En primaria, incluso se imaginaba a sí misma siendo arqueóloga o astronauta, lo segundo después de la muerte de Christa McAuliffe, la maestra astronauta que murió en la explosión del Challenger de la NASA cuando Elena tenía diez años. La tragedia se había apoderado de la imaginación de los escolares de Juárez tanto como de la de los niños estadounidenses.

 

Fuera cual fuera el origen, aquellos sueños brillantes e inconmensurables se habían evaporado hacía mucho tiempo. Los duros golpes que da la vida a una mujer, aplastada en lo más profundo de los peldaños más bajos de la sociedad de Juárez, se cobraron un alto precio en ella. La chispa hacía tiempo que había desaparecido de los ojos de Elena cuando la conocí.

 

El padre de Elena fue duro con los hijos y un maltratador con la madre. Bebía y salía de juerga con los amigos, y nunca sabían si volvería a casa por la noche. Apenas mantenía a la familia. Fueron los hermanos mayores de Elena los que ayudaron en casa, aunque no eran más que adolescentes y tuvieron que dejar la escuela para hacerlo. A Elena se le perdonaron esas obligaciones. Ella era la favorita de su padre y eso le daba libertad, a pesar de que también le creaba continuos conflictos con su madre.

 

El desarrollo de Elena la llevó a estar siempre por ahí. Los chicos y hombres que la deseaban se contaban por legión, y ella lo sabía. Había noches en las que Elena no volvía a casa, y aparecía por la puerta cuando le daba la realísima gana, al día siguiente, sin ninguna vergüenza, exigiendo que la alimentaran. Su madre la creía incorregible, hasta que finalmente acabó recurriendo a unas monjas católicas con la esperanza de que la ayudaran a domarla o a hacerla entrar en razón. Pero solo un mes después de ingresar en la residencia religiosa para adolescentes con problemas, Elena convenció a otra chica para que se escapara con ella. Durante casi nueve meses su familia no supo dónde estaba. Dormía en casa de sus amigas o se quedaba en moteles baratos donde se hospedaban los hombres con los que pasaba la noche. Elena no sentía miedo de este abandono. Era salvaje y ardiente y estaba llena de esa seguridad en sí misma que otorga la belleza imponente.

 

Para cuando tenía quince años, Elena ya trabajaba de camarera en un restaurante y visitaba a su familia solo esporádicamente. En su barrio, la mayoría de los chavales habían dejado la escuela y había bandas por todas partes. Su mente ya estaba llena de la cultura narco que la rodeaba. Estaba en la música que escuchaban, la forma en que vestían, la jerarquía social en la que vivían. La única gente con poder eran los narcos. En el mundo de Elena, todos tenían amigos y vecinos que se ganaban la vida, al menos en parte, con el negocio de las drogas: transportándolas, almacenándolas, empaquetándolas y, a veces, llevándolas río abajo hasta El Paso. La única gente con dinero que conocía estaba relacionada con el cártel de Juárez.

 

En una de sus raras vivistas a su casa, Elena encontró pensativa a su madre. Se sentaron a beber una taza de café en la pequeña mesa destartalada, en la desnuda habitación que les servía tanto de sala de estar como de cocina de la apretada casa familiar de tres habitaciones. La conversación derivó hacia la familia y hacia cómo les iba a sus hermanos y, al final, hacia la profunda infelicidad de su madre, casada con un hombre a veces violento, cuya falta de interés por los suyos era más que evidente. Elena podía contar con los dedos de una mano las veces que ella y su madre habían hablado así. Nunca la había sentido cerca. Ese vínculo entre madre e hija era totalmente extraño para ella. Sentadas en aquella mesa, una de las cosa que su madre le dijo es que durante el embarazo de ella había pensado en abortar por lo agotada que estaba de los abusos de su padre. La revelación abrió en Elena una ventana hacia los siempre conflictivos sentimientos entre ellas.

 

La conversación fue un raro momento de franqueza entre las dos mujeres, facilitado por lo fortuito de un encuentro inesperado en el que cada una se sintió receptiva hacia la otra. Mientras sorbían su café, la madre de Elena le dijo que esperaba que ella tuviera una vida mejor que la suya, y que encontrara a un hombre mejor que su padre, un marido que no fuera un borracho que pegaba a su mujer y sus hijos. En ese ambiente de confesiones, Elena respondió algo que ella misma no había expresado hasta ese momento, pero que, al decirlo en voz alta, inmediatamente supo que era verdad: le dijo a su madre que ella no tenía interés en casarse nunca. “Quiero ser una amante, no una esposa”, dijo. Lo que quería decir, me contó luego, es que quería ser la querida de un narco. Había mucha más honradez en eso que en un matrimonio convencional, pensaba ella. Un arreglo como ese también le daría la tranquilidad de saber que no le pertenecía a nadie, que podía irse en cuanto quisiera. Al acabar el café, Elena le pidió a su madre que la perdonara por todos los años de malas contestaciones y sarcasmos, de cabezonería y de llevarle la contraria, por añadir al peso de las penas de su madre el no venir a casa por la noche y escaparse. Se abrazaron y Elena salió por la puerta adentrándose en el polvo de Juárez. Pasarían meses antes de que volviera, y fue una de las pocas veces en la que sintió cierta calma en relación a su casa y su familia.

 

Elena descubrió que estaba embarazada cuando ella y Hernán todavía no llevaban juntos ni un año. Él reaccionó comprándole una casa y metiéndola en ella. La casa no estaba en un barrio ostentoso. Era un vecindario de clase obrera donde la mayoría de la gente trabajaba en las plantas de ensamblaje de la zona. Pero en comparación con el resto de las casas, la suya sobresalía. Tenía dos plantas y una valla de hierro forjado con un patio del tamaño de una caja de cerillas en la parte de delante, además de un gran patio trasero con un alambre de espino a todo lo largo de la valla que lo rodeaba. Cuando el niño nació, un chiquillo al que llamaron Pedro, Hernán asistió al bautizo, lo que asentó en Elena la idea de que mientras no fuera la esposa de Hernán, ella era importante. Si tenía otras novias, que era lo que ella sospechaba (todos las tenían), ella se creía la primera entre iguales.

 

“Tienes que venir todos los días a ver a tu niño”, le insistía Elena a Hernán. “No me importa si son solo cinco minutos”. Y él iba, según ella. De hecho, muchas noches se quedaba. “No sé cómo se las apañaba con su mujer, pero sabía cómo salirse con la suya con ella”, decía Elena.

 

 

*    *     *

 

Sin saberlo, Elena y Hernán eran los beneficiarios involuntarios de las políticas anti-drogas de Estados Unidos. En la década de 1970, los traficantes de drogas colombianos tenían muy poco que temer de la Guardia Costera de Estados Unidos. Eran tan atrevidos que les dio por amontonar toneladas de marihuana en las cubiertas de las embarcaciones, con la carga a plena vista. Esas naves nodrizas navegaban hacia aguas estadounidenses, donde se encontraban con de diez a doce lanchas motoras. Todavía en aguas internacionales, los barcos quedaban fuera del alcance de las autoridades americanas. Las drogas ilegales se descargaban de las naves nodrizas a las embarcaciones más pequeñas, las cuales volvían entonces a la costa de Florida. Incluso cuando eran detectadas, las lanchas motoras dejaban atrás a las embarcaciones de los guardacostas (las patrulleras de los éstos alcanzaban una velocidad máxima de 20 a 25 nudos, mientras que las lanchas de los narcos casi doblaban esa velocidad). En el mejor de los casos, los guardacostas interceptaban una o dos lanchas mientras que el resto los eludía y conseguían llegar a la costa. La cocaína era incluso más difícil de interceptar. Si los guardacostas cogían uno de los botes que la transportaban, la tripulación simplemente tiraba la carga por la borda.

 

Para la década de 1980, la cocaína colombiana inundaba ya Estados Unidos, con Miami como la capital mundial de esta droga, seguida de cerca por Nueva York y Los Ángeles. La cocaína era producida y controlada por los grandes cárteles colombianos, como los de Medellín o Cali, y el 80% entraba en Estados Unidos por el Caribe y el Golfo de México hacia la Costa Este, sobre todo Florida (gran parte del resto llegaba a bordo de vuelos comerciales), ya que los colombianos continuaron usando las flotillas de pequeñas, medianas y grandes embarcaciones para cubrir la relativamente corta distancia entre Colombia y el mercado norteamericano. Las exportaciones mexicanas de droga que suministraban al mundillo de la droga de Estados Unidos eran sobre todo marihuana, heroína y pequeñas cantidades de medicamentos. La cantidad de cocaína procedente de México era insignificante.

 

Impotentes, los americanos cambiaron su estrategia. En 1981, el Congreso estadounidense purgó ciertas restricciones legales al uso del ejército para fines relacionados con el cumplimiento de la ley. Para 1984 y 1985, la Guardia Costera ya estaba lanzando complejas y enérgicas operaciones, tales como Hat Trick I y Hat Trick II, que incluían al Servicio Aduanero, la armada, las fuerzas aéreas, el ejército y a los marines, en operaciones para interceptar a las naves nodriza en su tránsito por las principales rutas marítimas del Caribe. Antes de 1984, la mayor incautación de cocaína había sido de 20 kilos. En 1984, las incautaciones de cocaína se dispararon hasta los 892 kilos y en 1985 hasta los 2.950 kilos. La evidencia del éxito de las operaciones de incremento de la presión sobre el contrabando de cocaína colombiana era irrefutable: las incautaciones de cocaína se estaban disparando.

 

Los siguientes obstáculos a la interceptación de los barcos de la droga eran las leyes internacionales y la Enmienda Mansfield, la cual prohibía a la guardia costera y a las fuerzas armadas de Estados Unidos ayudar directamente a agentes extranjeros en la aplicación de sus leyes. Esto significaba que si la guardia costera descubría una embarcación cargada de cocaína en aguas colombianas, no había nada que pudieran hacer aparte de informar a las autoridades de ese país y, luego, que fuera lo que Dios quisiera. Estados Unidos tenía que confiar en los colombianos para que sacaran su infantería, los apresaran y los encarcelaran. Lo mismo ocurría con cualquier otro país suramericano que fuera el punto de origen de drogas destinadas al mercado estadounidense. No fue hasta 1985 que la Enmienda Mansfield se modificó para permitir a las fuerzas de seguridad americanas colaborar directamente con la ejecución de leyes extranjeras.

 

La ley marítima internacional suponía un problema aún más espinoso. Toda embarcación navega bajo la bandera del país al que pertenece. De acuerdo con las leyes internacionales, esto significa que toda acción contra un barco extranjero se considera una acción contra el “país de la bandera”. Al ser un asunto de soberanía nacional, la mayoría de los países no estaban dispuestos a que los estadounidenses abordaran sus barcos a voluntad en mar abierto. El abordaje de embarcaciones extranjeras originaba situaciones delicadas con gobiernos de otros países, pero el gobierno de Estados Unidos encontró una forma de sortear este impedimento. En 1986, cuando la guardia costera abordaba una embarcación extranjera en alta mar, estos podían contactar con el gobierno del país correspondiente a través del Departamento de Justicia para solicitar poder apresar al barco. El proceso era extremadamente engorroso y lento. Implicaba conferencias internacionales entre los guardacostas, el Departamento de Estado y el Departamento de Justicia cada vez que la guardia costera se encontraba con una embarcación sospechosa en el mar. Entonces, se emitía una petición al país de la bandera para que comprobaran el registro y dieran permiso para abordar, revisar y, si procedía, apresar el barco. La frustración de la Guardia Costera con el procedimiento se hizo más que evidente cuando su comandante, el almirante Paul Yost, testificó ante el Congreso en 1986: “La respuesta a esas peticiones varía dependiendo del país y, a menudo, del día de la semana o en relación a una fiesta nacional”, informó Yost con frustración evidente, añadiendo que a menudo muchos países tenían pobres sistemas de archivos y registro de embarcaciones.

 

Al final, Estados Unidos consiguió engatusar a los países implicados para que firmaran acuerdos bilaterales que permitieran a los guardacostas y la marina interceptar embarcaciones bajo su bandera en alta mar. Esto resultó en un drástico aumento de las incautaciones de cocaína y fue el golpe final al Caribe como ruta preferida de la cocaína sudamericana hacia suelo estadounidense. Así, los cárteles colombianos se volvieron hacia México, y la cocaína que había estado fluyendo hacia Estados Unidos a través de Florida y la Costa Este empezó a llegar a través de los pasos fronterizos mexicanos, dando una gran ventaja a los cárteles de allí y allanando el camino para que se convirtieran en los principales actores del negocio del tráfico de cocaína.

 

Casi toda la cocaína estaba entrando en México por la Costa Oeste, a través de los puertos de Manzanillo, Lázaro Cárdenas, Acapulco o Salina Cruz, además de una docena de pequeñas ciudades y pueblos pesqueros a lo largo de la costa entre Oaxaca y Sinaloa. Parte también venía por tierra a través de Guatemala. Ya en suelo mexicano, la cocaína se abría paso hasta Tijuana, Mexicali, Ciudad Juárez, Nuevo Laredo y Matamoros, dependiendo del cártel dueño del cargamento. Los cargamentos podían llegar a México en cantidades de hasta una tonelada o más, pero en seguida se dividían en cantidades más manejables a medida que se acercaban a los puntos de tránsito clave de entrada al mercado estadounidense. Los cargamentos que llegaban a Juárez variaban de tamaño en función de cómo habían sido enviados a la frontera. Allí, se dividían aún más dependiendo de los operarios del cártel y de cuánta cantidad tenían la capacidad de mover.

 

 

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En el mundo del narco, tener amantes y queridas y dejar mujeres con hijos repartidas por toda la ciudad era parte de su cultura. Los narcocorridos a menudo alababan el hecho de que los grandes capos dejaran a tantas mujeres embarazadas; semejantes expresiones de virilidad eran un elemento esencial del demuestra al mundo lo macho que eres de la cultura narco. Los hermanos de Hernán y demás familiares sabían de Elena y Pedro. De hecho, algunas veces Hernán y Elena se iban de vacaciones con los hermanos y primos de él o con sus socios. A veces los hombres traían a sus mujeres y otras traían a sus novias. Incluso la madre de Hernán sabía de Elena. Todo era laxo, sin límites, y dictado por los caprichos de unos machos que se creían con el derecho a hacer lo que quisieran.

 

Hernán podía ser encantador, efusivo e indulgente. Solía satisfacer los caprichos de Elena. A su hijo nunca le faltaban juguetes y Hernán le traía regalos constantemente. Consentir y mimar a Pedro era uno de sus placeres. También podía ser así con otros. “Podía llegar a ser muy noble”, era la forma en que lo describía Elena. Una tarde que habían estado comiendo fuera, volvían a casa, en coche, del restaurante cuando se pararon en un semáforo donde había una mujer pidiendo dinero para alimentar a sus hijos. Hernán se llevó la mano al bolsillo y sacó un billete de 20 dólares. Bajó la ventanilla y le hizo señas a la mujer. “Toma”, le dijo. “Ahora vuelva a casa, señora, y esté con sus niños”. La mujer se echó a llorar y le dio las gracias.

 

Esos gestos emocionaban a Elena. Le hacían confiar en Hernán, le hacían creer que tenía buen corazón. También veía esas cualidades en la forma en que se relacionaba con Pedro y con su propia familia. Sentía devoción por sus padres, por ejemplo. En uno de nuestros encuentros, al reflexionar sobre el carácter de Hernán, sobre el tipo de hombre que era, ella lo resumió de forma contundente: “como hijo, amigo y padre, era muy noble y bueno. Como hombre, era un hijo de puta”.

 

Lo último hacía referencia a un lado más oscuro de Hernán, un hombre autoritario y violento que ella calificaba simplemente como “el macho de los machos”. Por todas y cada una de las maneras en que podía ser indulgente, era igualmente capaz de ser cruel, agresivo y controlador. Podía llegar a casa de un humor sociable y frenético cuando las cosas iban bien, pero cuando no lo iban, podía aparecer como una furia divina, exigiendo, provocando y atacando ante la más leve perturbación. Y la naturaleza de Elena era cualquier cosa menos sumisa. Cuando creía que se estaba comportando de forma irracional, ella se mantenía firme. No lo mimaba o se afanaba en esfuerzos serviles para aplacar su temperamento. Eso iba totalmente en contra de su naturaleza. Ella respondía. Gritaba tan alto como él. Le decía que se fuera a la mierda.

 

En esos momentos, Hernán solía insultarla y, a veces, pegarle, lo que solo servía para alimentar la furia de Elena todavía más. Le lanzaba cosas o intentaba hacerle daño. En una ocasión casi le saca un ojo y tuvieron que ir a urgencias para salvárselo. El maltrato de Hernán también consistía en la necesidad de tener a Elena bajo control. Mandaba a policías a su servicio a aparcar en su manzana y delante de su casa. Quería saber dónde estaba a todas horas. No le gustaba que ella saliera de la casa ni siquiera para comprar comida. Cuando ella salía, la controlaba obsesiva e insistentemente, llamándola al móvil constantemente. Pero su relación también tenía un lado tierno, siendo Hernán capaz de confiarle cosas y compartir aspectos de sus negocios con ella. Era una de las cosas de su relación que hacían que Elena supiera que ella le importaba.

 

Hernán y Elena vivían vidas de una desesperación explosiva dentro de los peldaños intermedios del cártel de Juárez. Los agitados instintos de Elena y su naturaleza combativa se contraponían a la disposición de macho de Hernán, generando un equilibrio entre ellos inesperado del que, a veces, ni siquiera se daban cuenta. En aquel momento, y dentro de su campo de visión, había poco que Elena pudiera desear más allá de lo que ya tenía. Su vida ya superaba las expectativas más de los que muchos en su entorno podían esperar.

 

 

 

Extracto de La batalla para salvar Juárez: la vida en el corazón de la guerra contra el narcotráfico en México, de Ricardo C. Ainslie (Copyright © 2013 de The University of Texas Press), usado con permiso de la University of Texas Press.

 

 

 

Ricardo Ainslie es psicólogo y catedrático en la University of Texas en Austin. 

 

 

Traducción:  Inés Guerrero Congregado

 

 

English version

Autor: Ricardo C. Ainslie