Dedicado a todos los escritores españoles
que fingen al recibir un premio
bien dotado económicamente no tener idea de que serían los ganadores
En los últimos años me he acordado a menudo de un episodio de mi infancia al que se me ha ocurrido titular Las dos cestitas. Es un episodio moral, pero es de una moral cínica si el lector conserva algún idealismo; de una moral realista si es de los que saben pescar en río revuelto.
Tenía yo unos siete años y estaba interna en un colegio de monjas de Valencia del que nuestras familias sólo nos sacaban en vacaciones. Las monjas no eran de clausura y salían a hacer típicos recados de monja como ir a comprar hilos de coser o visitar a enfermos en hospitales y acostumbraban a llevarse de compañía a una niña. Las salidas tenían muy buena publicidad porque la cría en cuestión merendaba dos veces, en el cole y donde la llevaran. Enzarzada en mi particular boicot al colegio, mi menda prácticamente no comía, así que me importaban un rábano los paseos y la doble merienda. Pero una tarde la monja paseante me eligió a mí como su carabina.
Recuerdo muy bien el programa previsto, que era apasionante, pues consistía en visitar a una enferma ya muy vieja que estaba en las últimas, interna en el Hospital Militar cercano a Mislata, y en comprar el single ¡Viva la gente! del grupo de moda ¡Viva la gente! En el hospital, la vieja encamada me obsequió con un pedazo de pan con queso y una manzana ácida. Para mí me recelé que se deshizo con falsa caridad de su propia merienda de hospital porque estaba tan cerca de las puertas del Paraíso o del Infierno que ya apuraba cuanta ocasión se le ofreciera de meterse en el bolsillo a San Pedro. No sé cómo me deshice yo del pan y del queso, pero sé que había dos cosas en el mundo que no tragaba: las manzanas y ver la tele. Los berridos que daba yo cuando a la hora de la siesta mi tía proponía que viera la televisión con mis primos pueden sugerir un precoz intelectualismo o incluso que apuntaba maneras de joven crítica airada, pero lo que quería yo era salir a saltar y brincar en la calle y a pasear por la acequia con mis primos y sus amigos del barrio, o quedarme a ver cómo capturaban ranas y volaban las libélulas. Pasaba nueve o diez meses encerrada en el cole, ¡no iba a derrochar el verano delante de una pantalla en blanco y negro! En cuanto a las manzanas, tras un empacho de ellas en una tormentosa tarde de lluvia irredenta sin poder salir al patio, quedé servida para los siguientes veinte años. Así que acompañé a la monja por Valencia llevando en la mano la manzana.
Influida a todas luces por el ambiente del colegio, por la España de mujeres de luto de edad incierta con mantilla sobre la cabeza y rosario entre los dedos, por las procesiones de Pascua, por la serie de bodas, bautizos y comuniones a los que la familia en pleno acudía de punta en blanco todos los años, y sobre todo, por la digna convicción con que los curas portaban sus sotanas y casullas, yo creía firmemente en Dios. Y como no sólo creía sino que además estaba de Su parte, solía fantasear con la escena de Eva y la serpiente y a mí misma en lugar de Eva, negándome heroica, tercamente, a caer en la Tentación mientras el ofidio enroscado al tronco de un manzano insistía durante siglos enteros para que mordiera el fruto prohibido (y empezara de una vez la historia de la civilización con su orgía de plagas y milagros y castigos seculares protagonizada por tipos de barba luenga y desaliñados folladores, mucho más divertidos que una nena de siete años). Por supuesto, las monjas nos martirizaban a cada rato pidiendo que nos portáramos bien y en premio nos prometían el Cielo. Convenientemente aleccionada, esa tarde me la tomé como uno de esos días en que acumulas miles de puntos positivos para el día del Juicio Final: portarse bien significaba aburrirse, así que di por seguro que, si las cosas no se torcían desde esa hora en adelante, aquella tarde me había ganado el Cielo porque me estaba aburriendo de lo lindo.
Después de comprar el disco de ¡Viva la gente!, la monja quiso recompensar mi buen comportamiento y, al ver una feria de las que entonces se montaban en cualquier festividad, se detuvo delante de una caseta de tómbola. “¿Cuántos boletos me da por un duro?”, le preguntó a la chica que atendía el puesto. “Dos”, le respondió acercando una mano a una de las cestitas de mimbre llenas de boletos que tenía encima del mostrador. “Pues déme dos, ¡pero de los que llevan premio!”, exigió la monja.
Entonces la chica de la tómbola detuvo el gesto para mirarnos. Con recelo, más enigmática que una sardina. ¿Y qué vio? Pues vio a una monja con toca gris, bajita y con el labio superior adornado con un espeso bigote, de cara tersa y con los fríos ojos de las vírgenes a su pesar, clavándoselos amenazadora. Y a su lado vio a un renacuajo bronceado de ojos chinos, con minifalda y con flequillo a lo Beatles, manzana en mano. Vio a dos matonas de Dios, a dos emisarias del Mal Rollo. A dos extorsionistas, a la Yakuza valenciana. La que la miraba fija, acusadoramente, era la adelantada de Jesús Extorsionador en Valencia; la otra, su (muy pequeño) brazo armado (con una manzana).
Entendió el mensaje. Desplazó la mano hacia la cestita de al lado y la arrastró hasta ponerla debajo de su nariz. La monja cogió dos boletos y me los dio. Aunque contuve mi alborozo con cristiana circunspección (con fariseísmo interesado, me espetó el Diablo), por dentro daba saltos de contento: ¡una preciosa muñeca de pelo rubio y un paquete de galletas María! (así que era verdad que se merendaba dos veces).
Durante unos segundos me quedé mirando cavilosa la cestita de los boletos para la gente vulgar, ésa que tras gastarse venga duros y más duros en papeletas que terminaban sembrando el suelo podía ganar un peluche. Ni pórtate bien ni sé buena, el sermón de la monja paseante era elocuente, plástico, definitivo como todo lo que se aprende en la calle. Que si tienes padrino te bautizas. Que más te vale dar miedo que pena. Que la suerte para el que se la trabaja, porque tu suerte empieza cuando sabes que hay dos cestitas y que en una de ellas todos los boletos llevan un buen premio y en la otra han dejado la pedrea, los premios de consolación.
María José Furió (Valencia, 1962) es escritora, traductora, crítica literaria y aficionada a la fotografía. Licenciada en Filología Hispánica, especialidad Literatura. Trabajó en la CCRTV (Tv3) y colaboró en el suplemento Culturas de La Vanguardia. Ha publicado la novela La mentira (Mondadori) en 1997. Desde entonces ha publicado ficción y crítica literaria en las revistas Renacimiento (Sevilla), Letra Internacional (Madrid), Turia (Teruel), La Tempestad (México) y las revistas digitales MundoCaribe (Milán), Otrocampo (Argentina), Numerocero Periodismo Humano, Liberia y El Rinconete del Instituto Cervantes. En Estados Unidos ha publicado en la revista Galerna (Universidad de Montclaire) y Dissidences (Bodwoin Collage). Es miembro de la Asociación de Traductores Literarios de Francia (ATLF). En FronteraD ha publicado Ficciones de Rimbaud, y lo que piensa Gimferrer sobre su decisión de dejar de escribir y Fernando Blanco. Del exilio francés a Calaceite.