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Mientras tantoLas maras nomás son la parte visible del iceberg

Las maras nomás son la parte visible del iceberg


 

Este año tendrían que asesinar en España a más de 27,000 personas para igualar la tasa de homicidios por cada 100,000 habitantes de El Salvador; pero en 2013 solo asesinaron a 302. Son números, siempre fríos y asépticos, pero de un sonoridad tal que quizá me ayuden a que se hagan una ligera idea de lo que supone vivir en Triángulo Norte de Centroamérica (integrado por El Salvador, Honduras y Guatemala), la subregión que Naciones Unidas etiqueta sin pudor como la más violenta del mundo.

 

 

La violencia nos define. Hay quienes lo expresan con menor facilidad o con más sutileza; hay incluso quienes viven sin ser conscientes del grado de violencia implícita en nuestras relaciones interpersonales; hay también un crisol de burbujas de primermundismo que permiten a algunos sentirse diferentes; pero si me preguntan a mí, yo juzgo un hecho irrefutable que la violencia se ha convertido en elemento distintivo de la salvadoreñidad.

 

Y si hablamos de violencia y de El Salvador, su expresión más dolorosa en el último cuarto de siglo son las maras o pandillas. En función del ministro de Seguridad Pública que tengamos, las maras representan el 20%, el 50% o el 90% de los homicidios que se cometen; y las oenegés y universidades también pecan de parcialidad o de ignorancia a la hora de dimensionar el fenómeno. Certezas absolutas no tenemos pues, pero mi sensación personal es que sí, que las pandillas hoy día son el principal problema de convivencia en infinidad de comunidades y cantones sobre las que mantienen un verdadero estado de terror.

 

Ahora bien, y me van a permitir el sarcasmo, pero ojalá las maras fueran el único problema de violencia que afecta a El Salvador. No. Basta estar pendiente de lo que sucede en los juzgados –como me tocó hace unos meses– para inferir que el país tiene un problema de convivencia y de orden social que va mucho más allá de la existencia de pandilleros.

 

Les comparto quince casos elegidos sin malicia, casos con escaso o nulo eco en la agenda mediática salvadoreña. En ninguno de ellos hubo pandilleros involucrados, y todos fueron judicializados en un país en el que se sabe que a los tribunales solo llega una fracción mínima de los delitos que se cometen. Son historias extraídas de los comunicados de prensa que en el último trimestre de 2013 y en el primero de 2014 elaboró el gabinete de comunicaciones del centro judicial más importante de la capital, tan solo de la capital. Son quince pinceladas de una sociedad que supura violencia porque los hijos aprendieron a ser violentos de sus padres; y sus padres, de sus abuelos.

 

***

 

Caso I. El veintidós de marzo de 2014 Walter Alexander Mineros, de dieciocho años, llegó borracho a su casa, en el barrio El Calvario de Panchimalco, y con un machete asesinó a su hijo Fernando Vladimir, de tres años, y quiso hacer lo mismo con su pareja, Ercilia, de veinticuatro. De ahí se fue a casa de su madre, a cuatrocientos metros de distancia, y se echó a dormir.

 

Caso II. El diecinueve de febrero de 2014 el Tribunal Quinto de Sentencia de San Salvador condenó a nueve años de cárcel por maltrato infantil continuado a Héctor Antonio Henríquez Hernández, un padre de cuarenta años de edad. Las víctimas, sus tres hijos. Durante el juicio, los tres detallaron con crudeza la violencia con la que su padre los corregía, maltratos físicos y psicológicos que había comenzado un lustro atrás. Los testimonios de los hijos contra su padre fueron respaldados con exámenes corporales y psicológicos. Uno de los peritajes era del propio día de la captura de Héctor Antonio, ya que cuando la Policía Nacional Civil lo detuvo, estaba moliendo a golpes la espalda de uno de los tres hermanos. El tribunal dispuso que los niños quedaran bajo el cuidado de familiares maternos, mientras se decide su futuro.

 

Caso III. El vigilante Amílcar Humberto Hernández, de 47 años, estuvo de turno el seis de enero de 2014. Trabajaba desde hacía algún tiempo en el Centro Internacional de Ferias y Convenciones, en la zona noble de San Salvador, uno de esos lugares que todo vigilante agradece cuando se lo asignan, por tranquilo. Quizá demasiado para Amílcar. Aquel seis de enero desenfundó la pistola de su equipo y se fue hacia su compañero de turno, un joven de veintitrés años recién llegado al rubro de la vigilancia privada. A punta de pistola Amílcar sometió a su compañero y lo violó con tanta violencia que la víctima terminó en el Hospital Rosales, no sin antes amenazarlo de muerte si abría la boca. Pero esta violación, para variar, sí terminó en los tribunales.

 

Caso IV. El treinta de diciembre de 2013 cuatro hombres secuestraron a un empresario y a la persona que lo acompañaba. Ocurrió en el kilómetro 57 de la carretera que de Zacatecoluca conduce hacia San Luis La Herradura (La Paz). Los detuvieron, los cargaron en un pick-up y los llevaron al rancho de uno de los secuestradores. Quedaron en custodia de los hermanos Orlando y Raúl Ernesto Mejía, y los cuatro llamaron a los familiares para exigir un rescate. Pero algo se salió del guion. El empresario fue trasladado al municipio de Tamanique (La Libertad) y lo asesinaron. El otro secuestrado logró escapar y denunciar a sus captores. Los cuatro secuestradores resultaron ser cuatro miembros de la Policía Nacional Civil asignados a las sedes policiales de Zacatecoluca, San Pedro Masahuat, San Luis La Herradura y Tamanique: el subinspector José Concepción Marín Lozano, de 36 años; el sargento Juan Antonio Laínez Valencia, de 40; el agente Juan Carlos Anaya López, de 29; y el también agente William Alberto Alfaro, de 32 años.

 

Caso V. El trece de diciembre de 2013 el Tribunal de Sentencia de Santa Tecla condenó a 42 años de prisión a Salvador Acevedo Ibarra por violación y agresión sexual. La primera vez que violó a su víctima ella tenía ocho años de edad, y lo hizo de forma continuada hasta que cumplió los catorce. El tormento terminó cuando un familiar se percató de que estaba embarazada, y denunciaron al violador. Salvador era el padrastro de la niña y, en un país en el que cualquier tipo de aborto está prohibido, será el padre del fruto del vientre de su hijastra.

 

Caso VI. El cuatro de diciembre de 2013, a eso de las cuatro y media de la tarde, Sipriano T. y Melky S. dos agentes de la Policía Nacional Civil de 33 y 29 años respectivamente, detuvieron a un joven mientras hacían ronda por el parque de la colonia La Rábida, en San Salvador. Sumiso, el joven al que llamaremos Óscar hizo confiado cuanto los policías le pidieron. No era la primera vez que lo registraban, algo habitual en El Salvador cuando se es joven y se vive en zonas complicadas. Óscar no cargaba dinero pero sí un teléfono celular. Si querés volver a la casa, tenés que darnos algo, le amenazaron Sipriano y Melky. Ante la amenaza de verse encerrado por gusto en las bartolinas policiales, verdaderas mazmorras, accedió a irse sin su teléfono. Cuando entró en la casa, Óscar, poco más que un niño, le detalló a su padre el motivo por el que no cargaba su celular. El padre, cosa rara, tuvo el valor de presentarse en la delegación policial y denunciar a los agentes Sipriano y Melky.

 

Caso VII. El miércoles veintiuno de agosto de 2013, pasadas las diez de la noche, Edwin Linares, de 42 años y camarógrafo de Telecorporación Salvadoreña (TCS, el principal grupo mediático televisivo), se ofreció a dar rai a la casa a una compañera de trabajo, hasta el enjambre de residenciales situado más allá de Los Chorros. Edwin Linares pidió el carro prestado a otro compañero, manejó como un rayo por la carretera recién pavimentada, y dejó a la comunicadora sin contratiempos en su vivienda. Llovía fuerte. De regreso, Edwin Linares atropelló a un hombre en Lourdes, Colón. Se lo llevó por delante con la parte frontal izquierda del vehículo. No se detuvo. Telefoneó al compañero que le había prestado el vehículo, le dijo que había golpeado a alguien y colgó sin dar más detalles. Manejó sin detenerse hasta el parqueo de TCS, seguramente bajó para evaluar los daños en el carro, pero lo que vio le asustó tanto que huyó del lugar. Cuando un vigilante se acercó, vio al hombre en los bajos del carro. Aún se movía y llamó a su jefe y a la Policía Nacional Civil. Edwin Linares lo había traído a rastras desde Lourdes, más de diez kilómetros. El hombre falleció. El informe de Medicina Legal reveló que el cuerpo presentaba “aplastamiento de hemicara izquierda, en región de tórax, abdomen y muslos, así como múltiples fracturas en costillas y múltiples áreas excorativas”. Se llamaba José Antonio Chicas y tenía 42 años, la misma edad que la persona que en su huida le provocó la muerte.

 

Caso VIII. Entre enero y julio de 2013 Tulio Gudiel García, de 46 años de edad y vecino de Mejicanos, supo que violaron a su hija –de catorce años– en repetidas ocasiones. Y lo supo porque él era quien la estaba violando. Separado de la madre, Tulio exigía que fuera la hija quien llegara sola a casa para darle el dinero que le correspondía, y se aprovechaba esa situación de dependencia. Cuando la violaba, colocaba su pistola cerca de la cabeza, para intimidarla, algo que logró durante más de medio año, pero la niña terminó por contárselo a su madre y lo denunciaron.

 

Caso IX. El veintinueve de junio de 2013 una estudiante a la que llamaremos Claudia salió de la escuela y tomó uno de los microbuses de la Ruta 33, rumbo a su vivienda en un cantón de Mejicanos. La unidad la manejaba Mario Heriberto Gómez, de treinta y dos años, y el cobrador era Álvaro Bladimir Cabezas, de veintiuno. Claudia vivía casi al final del trayecto. Los pasajeros fueron bajando uno a uno, hasta que solo quedaron tres personas a bordo. La estudiante veía por el retrovisor cómo Mario y Álvaro la miraban, hablaban sobre ella, reían. El microbús no se detuvo cuando Claudia lo pidió. La llevaron a un predio. Álvaro la sometió con facilidad por el desbalance de fuerzas. La desnudó y la violó. Mario vigilaba. Consumada la violación, la dejaron cerca de la casa no sin antes amenazarla de muerte para que callara. Claudia entró en casa llorosa y le contó a su madre. Claudia tenía catorce años. Juntas fueron a la delegación a interponer la denuncia.

 

Caso X. El doce de junio de 2013 Manuel Antonio Bermúdez Molina, de 48 años, quemó viva a su pareja, Silvia Dinora Rivera Riveras, once años menor que él. Once eran también los años de convivencia. Once años de continua violencia intrafamiliar. El homicidio sucedió en un asentamiento ubicado junto al bulevar Venezuela que todo mundo identifica como comunidad Trujillo, en la capital. Manuel Antonio, que vivía de recoger latas y envases de plástico, se pasó con los tragos ese día. Discutió con Silvia Dinora, como de costumbre. La golpeó, como de costumbre. La amarró con una cuerda en el sillón de la casa. La roció con combustible. Prendió fuego. Los gritos de Silvia Dinora se escucharon en toda la Trujillo. Familiares y vecinos rescataron con vida a Silvia Dinora. La trasladaron al Hospital Rosales. Tenía el 95% de su cuerpo con quemaduras de segundo y tercer grado. La hospitalización solo sirvió para prolongar su agonía once días más.

 

Caso XI. El veintiocho de marzo de 2013 Luis Ernesto González entró furioso en uno de los cíber de la residencial Altavista, en el sector que pertenece a Ilopango. Sentada frente a una computadora estaba Yuridia Catalina Herrera, de veinticuatro años. Él era doce años mayor pero habían mantenido una relación algún tiempo, hasta que ella se cansó. Luis se encaminó directo hacia Yuridia. Comenzó una discusión de gladiadores que terminó cuando Luis sacó su pistola y la descargó sobre Yuridia, no menos de seis disparos. A un par de cuadras pasaba por casualidad una pareja de agentes. Corrieron al escuchar las detonaciones. Al llegar al cíber solo tuvieron que esposar a Luis y llamar a una patrulla. Varios de los clientes ya lo habían neutralizado.

 

Caso XII. El seis de marzo de 2013 el autobús de la Ruta 92 placas AB-78377, manejado por un hombre de 32 años llamado Ricardo Antonio Morales, se aproximó al redondel del Árbol de la Paz, el que está abajo del Estadio Cuscatlán. Rosa María Calero, de 57, tuvo la desgracia de llegar en su pick-up al mismo redondel a la misma hora, con la idea de tomar la calle Antigua a Huizúcar. El bus golpeó el pick-up por detrás apenas lo suficiente para marcarlo. Ricardo y Rosa María sintieron y bajaron. Él juzgo intrascendente el choque; ella, un accidente en toda regla. Discutieron. Él regresó a su asiento del bus; ella se puso delante de la unidad para impedir su marcha. Él aceleraba y frenaba para asustarla; ella, necia. Después de unos segundos eternos de tensión, el autobús avanzó poderoso, ruta a Zacatecoluca. A los pocos minutos, una patrulla de la Policía Nacional Civil lo detuvo en el kilómetro doce de la carretera que termina en el aeropuerto. Ricardo durmió aquella noche en bartolinas. Rosa María falleció junto al Árbol de la Paz, arrollada por un bus.

 

Caso XIII. El diez de febrero de 2013 una niña de ocho años a la que llamaremos Karla iba a la tienda de su colonia, ubicada en Cojutepeque. Emetilio de Jesús Echeverría, de 41 años, salió, tomó con fuerza a Karla del brazo y la introdujo en la casa. Emetelio la toqueteó con lascivia, la golpeó en el rostro, le metió los dedos en los ojos. Ante la resistencia de Karla –los gritos–, la levantó y la tiró en la fosa séptica. Pero esos gritos lograron revolucionar la colonia y, primero la madre y luego un grupo de vecinos, detuvieron al agresor, lo golpearon y lo amarraron hasta que se presentó la Policía Nacional Civil. Emetelio aceptó los hechos y el Tribunal de Sentencia de Cojutepeque lo condenó, en procedimiento abreviado, a quince años de prisión. Karla recibió un intenso tratamiento médico y también psicológico.

 

Caso XIV. El quince de septiembre de 2012, José Gustavo Arévalo y José Luis Miranda, dos jóvenes de 18 y 19 años, decidieron que era el día para ejecutar lo que desde hacía semanas venían maquinando: asesinar al jefe de José Gustavo, un modesto empresario llamado Carlos Armando Rivera, y robarle cuanto pudieran en su casa de la urbanización San Miguelito, en Santa Ana. La primera parte –el asesinato– resultó lo más sencillo: aprovechando que estaba dormido, José Gustavo se acercó con un bate de béisbol y le destrozó la cabeza a golpes. Con el cuerpo sobre la cama ensangrentada empezaron los nervios y las torpezas. Ese día el jefe estaba con su hijo de cuatro años. Los improvisados asesinos cargaron el cadáver en un carro, sentaron al niño lloroso en los asientos de atrás, y manejaron hasta un predio baldío en el cantón Monteverde, en Candelaria de la Frontera. José Gustavo solucionó el inconveniente del niño degollándolo ahí mismo. Padre e hijo fueron enterrados con urgencias pero juntos. La pareja de asesinos regresó hasta la urbanización San Miguelito, robaron el dinero que el jefe guardaba en casa, el magnífico televisor pantalla plana y otras pertenencias llamativas, y se retiraron satisfechos y confiados en que habían dado el golpe perfecto. Aquella fue su particular manera de sumarse a la fiesta salvadoreña por excelencia: el Día de la Independencia.

 

Caso XV. El dieciséis de julio de 2008 se presentó la denuncia, pero los abusos habían ocurrido tres años atrás, cuando la víctima apenas tenía seis años de edad. La niña llegaba a casa de los que llamaba sus abuelos, aunque él, Nicolás Martínez, de 72 años, no era el padre biológico de su madre biológica. Para entendernos, el septuagenario Nicolás era el abuelastro. En repetidas ocasiones a los largo de 2005, siempre que se presentaba la ocasión cuando se quedaban solos, el septuagenario Nicolás desnudaba a la niña y la toqueteaba lascivo. La aberración se volvió rutina. Con el paso de los meses fue remitiendo hasta desaparecer, el septuagenario Nicolás confiado quizá en que la niña estaba demasiado tierna para recordar. Pero recordó. Cuando tenía nueve se lo contó a una prima algo mayor. La prima a su vez se lo dijo a su tía –la madre de la niña–, y esta no dudó en denunciarlo. En abril de 2014 el Tribunal Sexto de Sentencia de San Salvador condenó a doce años de cárcel al septuagenario Nicolás por agresión sexual continuada en menor e incapaz.

 

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Lo dicho: ojalá las maras fuera el único problema de violencia que afecta a El Salvador.

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