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Las marcas de los pinchazos: Del desencanto al neoliberalismo en la España de provincias

El mono de Teresa Vilarós es también un mono de un proceso de compresión más preciso sobre nuestra historia reciente. No busca solo un acercamiento crítico cultural al período de la Transición, sabe que esta, como toda la sociedad española, estuvo atravesada por la adicción al franquismo. Con acierto Vilarós expuso que la sociedad española estaba atada emocionalmente al régimen que Franco había levantado, y que esa losa seguía pesando y mucho en el país. Es más, 40 años de franquismo alteraron todo el funcionamiento normal del sistema nervioso español, creando una dependencia emocional, a la que el cuerpo social del país se adoptó psicoactivamente. El franquismo fue somatizado. De tal manera que, cuando Franco murió, sus efectos siguieron operando. Por eso, nos dice Vilarós, a través de su juego de metáforas: “el Mono performatiza la necesidad del cuerpo por las substancias; no pudiendo, a su pesar, ni negarla, ni olvidarla, el cuerpo, recuerda físicamente aquello que le abandonó y que se mantiene ahora encriptado” [1]. Así, con el fin la dictadura, cayó el franquismo, pero quedó el síndrome. Y lo malo del síndrome, en este caso de abstinencia, es que los consumidores siempre dependerán de la sustancia utilizada. Si se trata de grandes bebedores los síntomas van desde las debilidad, el temblor a la ansiedad o el delirium tremens; si se suspende el consumo de cocaína se produce un derrumbamiento casi inmediato del individuo, aumenta el deseo de más cocaína, la ansiedad, la somnolencia y en algunas ocasiones la paranoia o la sospecha extrema; y si se ha consumido heroína, a veces, hay procesos de desintoxicación que inducen al paciente al coma durante un período de tiempo hasta que organismo esté limpio. Pero sobre todo, la heroína debe ser sustituida por otra sustancia, ya que si el consumidor se ve privado de sus dosis de forma frecuente puede provocar un shock y la muerte. De nuevo, con atino Vilarós recogió los distintos tipos de mono: de la Movida a Panero, de Marsé a Halevi, de Berlanga a Almodóvar, pasando por Albiac y otros tantos intelectuales de este período, que pasaron el síndrome y el desencanto.

 

Si bien esto puede resultar evidente ahora en su momento no lo era tanto. Hay que recordar que Vilarós publicó El mono en 1998, dos años después de la primera mayoría del Partido Popular en España, y que en aquellos años difícilmente se podía encontrar una lectura crítica con lo que más tarde se llamó CT o Cultura de la Transición [2]. Para Vilarós, el aparato narrativo de la transición había llevado a cabo un proceso muy parecido al procedimiento conocido en arquitectura como wrapping o envoltura, llevado a cabo por Frank Gehry en la remodelación de su casa y que consiste en una reubicación espacial y temporal de las relaciones entre la realidad presente y el pasado, de modo que queda envuelta por ella [3]. En España, el wrapping oficial de la “posdictadura” fue el del relato del consenso, que consistió en un procedimiento narrativo que suponía hacer borrón y cuenta nueva, implantar el olvido, limar asperezas y limpiar la sangre con la función aséptica de ser útil a la nueva arquitectura institucional y social. La Transición suponía, por tanto, una fisura, un espacio entre, un “tiempo lapsado” [4], un relato, un mito de paso, que permitía celebrar la muerte del dictador, la salida del anticuado y autoritario estado franquista y la entrada definitiva de España en el Mercado Común Europeo y en la globalización. No es para nada casual que Vilarós prolongue la transición española de 1973 a 1993. En aquel año, se celebraron elecciones generales en España y aunque el PSOE volvió a ganar por cuarta vez consecutiva, perdió la mayoría absoluta. El PP se consolidó como opción de gobierno y obtuvo un resultado superior a los ocho millones de votos. Nuevamente una fuerza de derechas, estaba en posibilidad de hacerse con el Ejecutivo español.

 

Con Vilarós, hay que reconocer que la Transición de la dictadura a la monarquía parlamentaria le correspondió a las mismas élites franquistas, o a una parte considerable del franquismo. Herrero de Miñón cumplió bien su trabajo dándole forma legal y cuerpo jurídico a la Transición [5]. Y que, como todo proceso hegemónico, supuso la asunción de buena parte de las demandas de la oposición. Esto es, por un lado, el régimen incorporaba nuevas élites –aquí el PSOE dio buena cuenta de ello– pero por otro, las reformas posibilitaron la incorporación de los sectores populares mediante el avance en los derechos sociales. En este sentido la exigencia del olvido fue acompañada de otro relato que lo hizo posible, el de la modernización, que facilitó el olvido. La naciente clase media se convirtió en la base social del llamado régimen del 78.  El nuevo régimen se articuló, a la italiana, sobre dos grandes partidos nacionales. Si Suárez pretendió que el rol lo jugara Carrillo Europa determinó que fuera Felipe.

 

En este proceso, el PSOE jugó un papel fundamental. Como vio el historiador Juan Andrade, el Partido Socialista tenía que propiciar el pacto social [6], debía reducir el nivel de conflictividad laboral e integrar al país en Europa [7]. Para ello, lo que se hizo fue construir un relato que presentaba a los españoles como un gran pueblo, que por la vía de la moderación y la integración nacional conseguía recuperar las libertades e integrarse en Europa. Detrás del relato estaba el mono. La promesa de modernización, de futuro y mejora de condiciones y expectativas de vida que ofrecía la Transición, que el PSOE significaba, sin embargo, abrió el camino al desarrollo neoliberal, que en el fondo era de lo que se trataba. Los Pactos de la Moncloa, la victoria del PSOE en 82, la entrada en la OTAN, la incorporación a la Comunidad Europea, la Expo de Sevilla y la Olimpiada de Barcelona del 92 no solo consolidaron la Transición hacia un nuevo régimen político, sino también el cambio en el sistema productivo español, que era lo que realmente se buscaba. El mono seguía operando, pero la heroína fue sustituida en los noventa por la metadona, y más tarde, ya llegados los años 2000, por el Diazepam, un ansiolítico. A ello apuntó toda la producción cultural de país, como Vilarós dio cuenta, con El País a la cabeza, “el periódico que en España mejor ha representado el hacer y el quehacer de la transición” [8]. El relato debía ser consolidado y consentido, y para ello el diario de Polanco fue llamado a la tarea de ejercer de intelectual orgánico, como ha recordado Morán [9].

 

No obstante, el mono dio buena cuenta de cómo la apertura democrática escondía también cierta parte ingobernable, “una fisura inscrita en lo más profundo”, silenciada de representaciones, afectos y efectos, fantasmas y ausentes, restos y ruinas, gritos y cuerpos. Pero también de desencantos, que Vilarós presente desde el inicio, a través, precisamente y en primer lugar, del análisis de El desencanto (1976) de Jaime Chávarri, una película que narró la decadencia de los Panero. Vilarós otea que la familia Panero es España, como hicieron todos los espectadores de la época, parangona la muerte de Panero con el dictador, así como la ruina, la fractura, la falta de identidad y la suerte de la familia con la suerte de una España sin rumbo durante la Transición del franquismo al neoliberalismo, PSOE mediante. Si bien hay que recordar que después del estreno público los espectadores y críticos relacionaron el tema de la muerte del padre con la muerte de Franco. Tanto que Chávarri se vio obligado a asegurar que la vinculación no debía ser tan evidente: “había pretendido hacer una película sobre los Panero, pero la gente veía otras cosas aparte de ellos. No sé si están o no esos elementos, aunque reconozco que me encantaría que estuvieran” [10]. Sin duda, teniendo a los Panero de fondo, Chávarri no podía tener no planeado ese objetivo, pero el paralelismo era evidente. Tanto que cuando Michi Panero habla de la propia familia, no duda en señalar: “todo lo que yo sé sobre el pasado, futuro y, sobre todo, el presente de la familia Panero es la sordidez más puñetera que he visto en mi vida”. Tampoco es casual que Nacho Vegas, ya en 2005, le dedicará una canción, cuando tras la segunda victoria del PP, el desencanto parecía aún mayor [11].

 

Sin embargo, como vio Vilarós, quién mejor narró el desencanto con el proceso, fue Miguel Espinosa, un escritor caravaqueño, nacido en 1926 y que murió en Murcia en 1982. Desde la periferia, desde la llamada la España de provincias, la “narración desesperada” de Espinosa dio cuenta del desencanto de la Transición. Es más, los textos espinosianos testimonian casi un desengaño barroco. Desde Escuela de mandarines (1974), como buen conocedor de los engranajes del régimen en provincias, Espinosa cuestiona moralmente las convenciones y falsedades sobre las que montaba su existencia misma la “Feliz gobernación” (el franquismo), al mismo tiempo que nos advertía de la imposibilidad de abolir el reino del error y de la jerarquías representadas en la “Feliz Gobernación”. La propia Vilarós lo indica con rudeza: “Espinosa, no hace más que darnos de bruces con la realidad, emplazarnos en el abismo, en el límite pasmado que la nueva historia o el fin de la historia nos ha colocado” [12]. De tal manera, cuando Escuela de mandarines termina, el ciclo se ha cerrado. Espinosa sabe bien, porque conoce de primera mano, que el sistema está acometiendo una transformación, radicalmente distinta a la que el joven escritor hubiera esperado. La “Feliz Gobernación” que olía a “cohecho, malversación, componenda, reparteo, añagaza, contubernio, rapacidad, escamoteo, unto, quebranto y fraude” continuaba, pero con otra forma. Azenia se transfigura en Clotilde, “burguesa cotidiana”, que dice Vilarós [13]. Y, con ella, la Feliz Gobernación da su paso a la entrada a una nueva fase del capitalismo. De esto modo, Espinosa vio claro que la Transición venía a significar un cambio en la forma, pero no en el fondo. Si se quiere, una patada adelante, una transformación en el sistema productivo pero no un avance democrático. La Feliz Gobernación iba a seguir operando, iba a seguir funcionando por lo bajo, con su régimen de mandarinato, de corruptelas y de clientelas. Es más, concluye Espinosa: “La Corrupción no tiene relevo […] La Corrupción solo puede ser sustituida por la Corrupción o la anarquía” [14].

 

En La fea burguesía nos relata netamente ese tránsito, ese no-tránsito. Escrita entre los años 70 y 1980, permanecerá inédita hasta 1990, quince años tras la muerte del dictador. Centrará su relato en la sociedad burguesa murciana de los últimos años del dictador y los primeros del tardofranquismo. Es también una fisura entre la España franquista y la capitalista, una diatriba despiadada contra la clase dominante que está protagonizando el proceso denominado de “transición democrática”. Muestra con esmero el tránsito de la clase dirigente respecto al poder y la economía. Muestra el surgimiento de la “clase gozante” a través de 46 relatos breves en torno, algunos de ellos, a los objetos simbólicos del nuevo régimen: los jóvenes, el hogar, el automóvil, el jardín, etcétera. A través del personaje de Camilo, Espinosa evocará la figura de los nuevos empresarios de los primeros años de la Transición. Un empresario que, como Vilarós sostiene en El mono, “quiere y exige la alianza de la izquierda intelectual, representada por Godínez” [15]. Sin embargo, la intelectualidad ya no tiene su hueco en el postfranquismo o si lo tiene, pasa por adaptarse. A modo de exorcismo literario, escribe Espinosa al final del libro: “Un hombre fue tentado, por otro hombre, a inclinarse por lo que no podía alcanzar dada su naturaleza, lo cual entraña la más alta tentación, pues conduce a la desesperación. El tentado, empero, resistió la seducción mediante la acción de escucharla y transcribirla, retratando con ello al tentador y apartándolo de sí” [16].

 

La negación de Espinosa a la claudicación revela su profundo desencanto. No hubo cambio, el mandarinato, la clientela y la corrupción siguió presente. Desde luego, Espinosa pudo ver cómo lo que existía de intelectualidad pasaba a formar parte del PSOE, que comienza a reorganizarse con fuerza en la región en torno a 1979. De hecho, parte de esa cuerpo de intelectuales y técnicos engrosaría la primera administración regional socialista con la victoria en la elecciones a la Diputación Provincial de Murcia de Carlos Collado Mena en 1979. El régimen que trasmutaba su cara, que se abría a la acumulación flexible del capitalismo requería una nueva herramienta para cerrar todo intento de ruptura. El empresariado murciano lo demandaba. El turismo y el aumento de la superficie de regadío que prácticamente se duplicó entre 1953 y 1980 planteaban un nuevo cuadro económico, muy distinto a de la primera mitad del franquismo [17]. La herramienta que lo hizo posible fue el PSOE, artífice de la integración de las clases populares y las nuevas clases medias al Estado de 1978 a través del relato del modernización. El PSOE cerraría de este modo el espacio político por la izquierda y estabilizaría el régimen.

 

Vilarós tiene mucha razón, por tanto, cuando habla de un tiempo lapsado. En verdad el régimen siguió operando, como describió de modo iterativo Espinosa. Jugó con acierto sus cartas parando cualquier posibilidad de ruptura democrática. Lo que sucedió fue que utilizó una herramienta para la integración de las clases populares y para que se pudiera acometer con relativo éxito los cambios sociales, políticos y económicos que demandaban para pasar de un sistema en la práctica autárquico y poco eficiente al modelo de acumulación flexible y a las propuestas neoliberales. La Región de Murcia fue el claro ejemplo de ello.

 

Con las elecciones generales del 1 de marzo de 1979 comenzaba en la región, un período, que se alargaría hasta 1993, en el que el PSOE iba a ser el primer partido en la consideración de los murcianos. Obtuvo la victoria primero en las elecciones a la antigua Diputación Provincial y en las municipales, en donde fue el partido más votado en 21 municipios. De esta forma, el Partido Socialista se convertía en la primera fuerza en la región en sustitución de la UCD de Suárez. Tras las elecciones, con la formación del Consejo Regional, dominado por el partido de Hernández Ros, el 8 de mayo de 1979, el PSOE de la Región de Murcia presentaba a la opinión pública su proyecto de Estatuto de Autonomía que se aprobaría en 1981 [18]. El Estatuto vino significar la constitución de Murcia como comunidad autónoma, la puesta en marcha de las instituciones regionales, fundamentalmente de su órgano legislativo, la Asamblea Regional, pero también la reorganización del poder económico regional en torno al nuevo ente autonómico de acuerdo a las competencias definidas por la Constitución del 78. Así, el 21 de julio, Hernández Ros fue elegido como el primer presidente de la Comunidad Autónoma de la Región. Alcanzando un gran triunfo con posterioridad en las elecciones autonómicas de 1983, impulsado por el triunfo de Felipe González, un año antes. A pesar del asunto de la dimisión de Hernández Ros, los murcianos siguieron apoyando firmemente al PSOE, que volvió a reeditar victoria en las elecciones generales de 1986 y 1988, en las europeas de 1987 y 1989 y en las autonómicas de 1987 y 1991.

 

Sin embargo, el año que estaba determinado para ser un gran escaparate internacional para mostrar los logros de la nueva España democrática se convirtió en un punto de inflexión determinante para el futuro de la región. La entrada de España en la Comunidad Europea y la consiguiente reconversión  del tejido público industrial demandada por Europa negociada con el Gobierno del PSOE tuvo graves consecuencias para la comarca de Cartagena. En realidad, la reconversión del modelo productivo español significó el desmantelamiento de las industrias patrias en Ferrol, Sagunto, Cádiz, Asturias, Vigo, Huelva, Cataluña y en la propia ciudad portuaria. Los costes sociales fueron enormes. La recesión se instaló en España y para el año en que Teresa Vilarós cierra su libro, 1993, había en el país 3.545.950 parados, el 24% de la población activa. Lo que se vendió como una salto a una economía más productiva se tradujo en paro, precariedad laboral, descomposición del tejido social y urbano, etcétera. Tal y como ha sostenido el historiador cartagenero y trabajador de la Bazán José Ibarra: “se hablaba de terciarización, se hablaba de que había que modernizarse; pero ello traía las contrapartida de convertirnos en un país de camareros y no de fabricantes. O peor aún: un país con ciudades habitadas por una masa enorme de parados y jubilados” [19].

 

En Cartagena, la reconversión, aunque llegó con más demora, fue igual de dura. Se concretó en los expedientes de regulación de empleo de la Empresa Nacional Bazán, en los cierres de la Sociedad Minera y Metalúrgica Peñarroya España S. A. y Fertilizantes Españoles S. A. Lo que supuso la pérdida de más 15.000 empleos en la comarca iniciando un duro ciclo de movilizaciones que tuvo su momento álgido el 3 de febrero de 1992, el día en que ardería la Asamblea Regional. Ante al situación de desesperación y la inacción del Gobierno regional del PSOE para frenar el proceso de crisis industrial, social y laboral, los trabajadores se manifestaron nuevamente en las calles. En lo que fue una auténtica batalla campal, sobre las 17 horas, un cóctel, de manera fortuita o interesada, fue arrojado contra el parlamento murciano, prendiendo en el interior. Después fuego y humo. Era el primer parlamento democrático que ardía en Europa tras el alemán.

 

La quema de la Asamblea simbolizó icónicamente el fin de la hegemonía política del PSOE en la región. A nivel electoral, incluso, como ha descrito Ibarra, “la Cartagena roja se hizo pepera”. En las elecciones municipales y autonómicas de 1995 el Partido Popular obtuvo el 52,3% de los votos. El PP pasó a contar con 26 diputados regionales de 45, mientras que el PSOE consiguió 15, 9 menos que 1991. Comenzó una etapa de dominio conservador que duraría hasta nuestros días. No obstante, la quema del parlamento simbolizó algo más, fue el momento de desenganche, de desencanto, entre las clases populares y sus instituciones. Por un lado, representó la transición definitiva hacia una nueva economía basada en los servicios, el turismo y en la baja productividad, fue el cierre simbólico que indicaba el papel asignado a España, y a la Región de Murcia, como periferia, dentro de la CEE. Por otro lado, se puso de manifiesto lo que escondía. Bajo la reclamación del olvido, solo se escondía una transición hacia un modelo de economía precaria con escaso crecimiento y valor añadido, dispuesto a las burbujas e insuficiente para hacer frente a las crisis estructurales. El mito del progreso de las clases populares se disolvió como la heroína en el amoniaco. El PSOE cumplió su función de catalizador: permitió una transición sin sobresaltos. Las clases populares se desengancharon del dictador para someterse gustosamente a la precariedad de la acumulación flexible, pasando de la disciplina a la biopolítica o a la clase gozante, que diría Miguel Espinosa.

 

Pasado el lapso, con la victoria del PP en 1995 comenzó el experimento del neoliberalismo en las provincias de España. Combinado con el populismo hidráulico, y bajo el mandato de Madrid, el Gobierno del popular Valcárcel apostó por un modelo productivo basado en el ladrillo y, por un sistema económico y social que fomentó la cultura del pelotazo y la corrupción y que cayó de manera dramática para la población española en el año 2008. Sin embargo, la crisis no hizo mucha mella en Partido Popular regional que, en la actualidad, sigue gobernando la comunidad sobre la base de “construir en Murcia el mayor espacio de libertad económica del país”. Los murcianos arrastran una deuda que ronda ya los 10.000 millones de euros y que va fundamentalmente destinada a pagar terciarizaciones ineficientes, concertaciones, privatizaciones, infraestructuras como aeropuertos o ferrocarriles que, como ha puesto de manifiesto diversos informes técnicos y de la UE, ni son viables ni son rentables para el conjunto de la sociedad, que las termina pagando.

 

En definitiva, la victoria del PSOE no sirvió parar incorporar a las clases populares a la gestión política de la comunidad, tampoco para modificar, dicho en términos gramscianos, la correlación de fuerzas heredada del franquismo. Al contrario, se mantuvo, y se acentuó, una estructura clientelar basada en una economía poco productiva sobre la base la acumulación por desposesión. Si la heroína pasó a segundo plano, y quizá también el mono, quedaron las marcas, del antiguo modelo, en los brazos y el valium, como sustituto –más neoliberal– para la hora de cenar.

 

 

 

 

David Soto Carrasco es profesor asociado de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Murcia (España). Doctor en Ciencias Políticas y licenciado en Filosofía. Su publicación más reciente es España: historia y revelación. Un ensayo sobre el pensamiento político de María Zambrano (Círculo Rojo, 2018). En Twitter: @dsotocarrasco

 

 

 

 

Notas

 

1. Teresa Vilarós, El mono del desencanto. Una crítica cultural de la transición española (1973-1993). Madrid, Siglo XXI Editores, 1998, 107.

2. Véase: VV. AA., CT o la cultura de la transición: crítica a 35 años de cultura española, Barcelona, Mondadori, 2012.

3. Vilarós, 172.

4. Vilarós, 21.

5. José Luis Villacañas, Historia del poder político en España. Barcelona, RBA, 582-585.

6. Juan Andrade Blanco, El PCE y el PSOE en (la) transición. La evolución ideológica de la izquierda durante el proceso de cambio político. Madrid, Siglo XXI, 2012, 17.

7. Véase: Emanuel Rodríguez, Por qué fracasó la democracia en España. La Transición y el régimen del ’78. Madrid, Traficantes de sueños, 205.

8. Vilarós , 42.

9. Gregorio Morán, El cura y los mandarines. Historia no oficial del Bosque de los Letrados. Cultura y política en España. 1962-1996. Madrid, Akal, 41.

10. En su momento Chávarri señaló que “si yo hubiera puesto un cartel que dijera: ‘los acontecimientos narrados en esta película atañen exclusivamente a la familia Panero y no deben relacionarse con otras personas o situaciones,’ la gente no habría podido inventarse su propia película, que fue lo que ocurrió” (Alvares, Rosa y Antolín Romero, Jaime Chávarri: Vivir rodando. Valladolid: Semana Internacional de Cine. 1999. Cfr. K. David, “El desencanto de Jaime Chávarri: Los reflejos de la (post)dictadura en los espacios privados familiares”. Véase también la conversación entre Germán Cano y Jorge Alemán en Del desencanto al populismo. Encrucijada de una época. Barcelona, NED Ediciones, 2017.

p. 71.

11. Ver «El hombre que casi conoció a Panero», de Nacho Vegas: https://www.youtube.com/watch?v=cfl8OyjIUiQ.

12. Vilarós, 89.

13. Miguel Espinosa, Escuela de Mandarines. Barcelona, Los libros de la Frontera, 1987, 693.

14. Espinosa, 665.

15. Vilarós, 93.

16. Miguel Espinosa, La fea burguesía. Madrid, Alfaguara, 1990, 292.

17. José Miguel Martínez Carrión, Historia económica de la Región de Murcia. Murcia, Editora regional de Murcia, 2002, 478-479.

18. J. García Escribano, “El PSOE de la Región de Murcia: un recorrido a través de las elecciones”, en: VV.AA., Los socialistas en la política de la Región de Murcia. 1910-2010. Murcia. PSOE-PSRM, 2010, 679; y A. Martínez Ovejero, “Los socialistas en la política murciana (1975-1995)”, en: VV.AA., Los socialistas en la política de la Región de Murcia. 1910-2010. Murcia. PSOE-PSRM, 2010, 679.

19. José Ibarra, Cartagena en llamas. La crisis industrial de 1992. Cartagena, Editorial Corbalán, 2016, 20.

 

 

 

 

Este artículo es el tercero de una serie dedicada a revisar un libro crítico sobre la transición española:

 

Fisura y momento populista. Crítica cultural de la transición española. Relectura de ‘El mono del desencanto’, de Teresa Vilarós, por Gerardo Muñoz

 

“Veinte años no eran nada”. ‘El mono del desencanto’, de Teresa Vilarós, como profecía generacional, por Ignasio Gozalo-Salellas

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