El desayuno es el paraíso de las comidas. Para Faba resulta íntimo y solitario. Se trata de los primeros tragos y mordiscos del día, comiéndolos casi a escondidas, mientras los demás duermen en la casa. O paleteando como un piragüista las galletas dentro del té caliente, a toda prisa, luchando contra el tiempo, para no malherir el horario.
Aunque al final de la semana llegan como un regalo los desayunos del sábado y el domingo, que son auténticos oasis de ocio y sensualidad. La casa vacía, todos en la calle consumando sus ritos dominicales, mientras uno goza a solas como un califa, rodeado de teteras, mermeladas, jarras de leche, pastas, tostadas, y otros arropes y mieles. ¡Santísimo Sacramento del desayuno de los fines de semana! limpio de grasas, higiénico, comestible en el rincón más sofisticado de la casa o la terraza, a prueba de irreparables manchas. Auténtico Wallalah de la desconexión y el asueto, a través de un rosario de frugales alimentos.
El desayuno es una comida niña, comparada con los onerosos almuerzos y las grandes cenas, que son tan complicados de digerir como la vida de un adulto. Por eso se lamenta Faba de que una ceremonia tan íntima tenga un nombre tan poco delicado: des-ayuno, o sea, salir del ayuno del sueño. En italiano tampoco suena demasiado poético: Prima collazione, la primera comida. La palabra inglesa breakfast (parada rápida, se supone que para comer) ya implica la aceleración propia de un desayuno de a diario.
Menos mal que nos queda la lengua francesa (que fue capaz de cambiar en plena Revolución los nombres de los meses del calendario, honrando en vez de a dioses o a emperadores, a los fenómenos de la naturaleza: Brumario, Nivoso, Ventoso, Floreal…) para pintarle a la comida más hermosa del día un nombre a la acuarela: Le petit dejeuner, el almuercito; como si en vez de una colación, fuese un pequeño príncipe.
Fotos y montaje: Gabriel Faba