Cuánto me hubiese gustado aceptar un viaje en el tiempo, por el que habría podido asistir nada menos que al estreno, aún en la ciudad sitiada, de la sinfonía Leningrado de Dimitri Shostakóvich. La historia es magnífica. Shostakóvich comenzó a componer su séptima sinfonía durante el cerco a Leningrado (hoy San Petersburgo), en tan duro sitio, y rotuló esa soberbia composición con el simple título del nombre de la ciudad consagrada al fundador bolchevique. La pieza avanzaba. Pero acosado el músico por el terrible entorno de la urbe quejumbrosa, Joseph Stalin lo sacó de allí. Y en otra urbe, más tranquila y paciente, pudo acabar el músico su excitante obra. Stalin, el que poco antes había reprochado a Shostakóvich una abominable tendencia formalista, contraria a las rectas intenciones para educar al sagrado pueblo soviético.
Los alemanes establecieron una fecha concreta para apoderarse de Leningrado. Pero Stalin sabía, por la marcha de los acontecimientos, que el anhelo del poder germano no se cumpliría. Y planteó un auténtico desafío: estrenar en Leningrado la sinfonía de Shostakóvich, ya concluida. El espionaje alemán se cercioró de las intenciones de Stalin, como Stalin quería, atizando la propaganda; de modo que los alemanes se propusieron bombardear la sala de conciertos. Pero los rusos, consecuentemente, instalaron en el exterior del edificio visibles y potentes baterías antiaéreas, recargadas de un gran dispositivo militar. Al ser imposible que la partitura de Shostakóvich llegase a Leningrado por tierra, un paquete que contenía el texto musical viajó en un avión que lanzó el fardo al vacío haciéndolo posarse en una prefijada esquina, convenido y protegido rincón de la villa.
Todavía hubo más dificultades, pues músicos en ese arriesgado solar soviético, músicos quedaban pocos, y los pocos que quedaban se mostraban famélicos y muy débiles para soplar, para frotar con el arco en las cuerdas suspendidas de esas vistosas y elocuentes cajas de madera de arce, incluso para percutir el triángulo con el pulso debido. Hubo que apresurar la copia de las particellas. Al cabo, los signos se exhibían a través de una escritura inestable, insegura, trabajosa. Stalin ordenó que a esos heroicos músicos se les donase, durante el tiempo de los ensayos, con una dieta extraordinaria y muy nutritiva que les permitiese reponerse para realizar una ejecución impecable. Cierta leyenda refiere que después de interpretada la sinfonía, los músicos fueron obsequiados con una espléndida y copiosa chocolatada.
Dimitri Shostakóvich y el arte amordazado por la autoridad. Identidad artística y represión política
Nota bene.- Este músico, prolífico, el más importante compositor ruso del siglo XX (como destaca la biografía escrita por el periodista alemán Bernd Feuchtner, cuyo título coincide con el epígrafe de esta nota), tuvo que tratar siempre de equilibrar su sinceridad artística y su independencia musical con la tremenda presión recibida por parte del férreo entorno, manteniendo, a pesar de todo, una fe en los traicionados ideales del socialismo. Shostakóvich fue un hombre agobiado por unas siniestras circunstancias y que, sin embargo, se mantuvo incólume, sin venderse, utilizando unas estrategias que preservaron su identidad en medio de esa sociedad tan difícil en la que tuvo que sobrevivir. Un creador que fue “testigo de toda una era”. Espectador, aunque sólo con once años, de la Revolución de Octubre, conoció el maremagno de los primeros tiempos, el sangriento “reinado” de Stalin (le afectó muy de cerca, aunque pudo salvar, no como tantos otros, su libertad y su pellejo); ya era el mayor compositor soviético en los años del impotente empeño aperturista de Jruschov, y su último período vital coincidió con la “vuelta al orden” bajo el mandato de Brezhnev. Integrado en la política cultural del régimen, ostentó cargos y obtuvo diversos y prestigiosos galardones; miembro del Soviet Supremo, era muy popular, fue premio de la Paz y genuino representante del arte de su país en el extranjero. Debido a su fama y a su posición, mucho se dejó ver en las tribunas, pronunciando discursos que él no había escrito, leyéndolos con la cabeza un tanto gacha y en tono neutro. En la primera fase de los radicales cambios, con Lenin y los comités bolcheviches, la mayor parte de los artistas permanecieron en el territorio manifestando un gran entusiasmo ante una situación que les favorecía otorgándoles un gran protagonismo. La expresión era libre y abiertamente se plasmaba en la vanguardia. Algunas cortapisas no se crearon precisamente por parte de la organización política, sino desde algunos artistas fanáticos, como el poeta futurista Maiakovski, que panfletariamente quería imponer una estética militarizante, y que, como aclara Feuchtner, “convencido de su propia misión, se proclamó a sí mismo generalísimo del ejercito de los artistas”. En ese momento histórico, loable por su dinámica de planteamientos autocríticos, hasta el “bueno” de Lenin tuvo problemas en orientar ciertas directrices. Pero con Stalin todo cambió, y se impuso, como receta estética obligada, el llamado realismo socialista, y las libres manifestaciones precedentes se consideraron opciones de un arte burgués, contrarrevolucionario, sumamente nocivo para el pueblo. Shostakóvich, que hasta entonces era un artista consecuentemente experimental, decidió sumarse a esa tendencia realista, mas a su manera, con la honradez que le dictaba el espíritu de su capacidad creativa. Había sufrido sucesivos reproches de la crítica musical hasta el punto de pensarse si seguir componiendo u orientarse en la interpretación pianística, campo que dominaba. Pero entonces compuso e hizo llevar a la escena la ópera Lady Macbeth del distrito de Mtsensk, inspirada en una novela de Nikolái Leskov. Sus numerosas representaciones cosecharon un gran éxito de público. En esta ópera, Shostakóvich se suma a los planteamientos “revolucionarios” propugnados por el sistema. “Si alguna vez —subraya el biógrafo— hubo una obra que de verdad encarnó el realismo socialista, ésa fue Lady Macbeth de Shostakóvich”. Sin embargo, a causa de la textura de la obra, su planteamiento escenográfico, la indoblegable efusión de la música y hasta las abiertas carcajadas que su humor suscitaba, los vigilantes vieron en ella una faz peligrosamente negativa. El propio Stalin asistió, en el Bolshói, a una de sus representaciones, retirándose del teatro antes de finalizar la obra; días más tarde, el 28 de enero de 1936, el Pravda publicó una durísima crítica, anónima, que se dice fue escrita por el propio Stalin, en la que, con el título de “Galimatías en lugar de música”, se acusaba a la ópera de vergonzante formalismo y a su autor, entre líneas, de enemigo del pueblo. Para la tajante ideología del régimen, «formalismo» era sinónimo de reaccionarismo imperdonable. Naturalmente, las representaciones fueron interrumpidas de inmediato. Shostakóvich acató toda reprimenda, entonando la palinodia en su Quinta Sinfonía, subtitulada “Respuesta creadora de un artista soviético a unas críticas justas”, al parecer a instancias del Partido. No cayó en una de las terribles purgas del sanguinario Stalin porque el desaprensivo dictador adoraba su música. Lo cierto es que Shostakóvich no era ni vanguardista ni formalista; sin embargo, se propuso que su producción musical se desarrollase con honestidad. Atendió a la evolución del folclore y las populares melodías rusas, mirando especialmente a Chaikovski, y sobre todo fue influido por Gustav Mahler, anatemizado en la Unión Soviética por la supuesta decandencia burguesa (¡y dale!) del soberbio creador alemán. Su penúltima sinfonía, la Decimocuarta (sobre textos de Lorca, Apollinaire y Rilke), se estructura como La canción de la Tierra mahleriana; ambas agrupan unos lieder con acompañamiento orquestal y no de piano, como es lo acostumbrado. En definitiva, el ciudadano Dmitri Dmítrievich Shostakóvich adoptó una máscara eficaz que le sirvió para desarrollar su arte con integridad sin corromperse. Y allí donde se suponía que su música conllevaba una proclama heroica, en realidad ocultaba un cúmulo de angustia y de dolor; buena fe de ello lo da el lenguaje críptico de su Cuarteto de Cuerda nº 8 (1960), oficialmente dedicado “a las víctimas del fascismo y la guerra”. Muchas de sus piezas están sobrecargadas de un fuerte componente irónico que pasó desapercibido a los censores y su (¡bendita!) ignorancia. Su Concierto para Violonchelo nº 2, de los últimos años, dedicado a Rostropóvich, electo intérprete del genio, potencia esa ironía hasta el punto, como afirma Feuchtner, que “su grotesco universo apela musicalmente al oyente de forma directa, pero de entrada le oculta su verdadero significado”.
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