La década de los noventa es la etapa de mayor fuerza creativa y, sobre todo, de producción de las obras más impactantes así como el surgimiento de los temas que más tarde repetirá con variaciones hasta la saciedad.
A raíz de la primera exposición individual en Oslo, en 1889, exposición que pasará sin pena ni gloria entre el público, Munch consigue una beca del Estado para estudiar pintura en París a partir de ese otoño. Durante el verano, la familia alquila una casita en Åsgårdstrand, en el fiordo de Oslo, un lugar que se convertirá más adelante en uno de los ejes de su vida durante largo tiempo. En 1897, Munch se decidirá a comprar allí una pequeña casa de campo, a la que volverá casi todos los veranos, durante veinte años. Es el lugar que añora mientras está fuera de su país, y en los momentos de mayor depresión. “Caminar por Åsgårdstrand es como caminar entre mis pinturas”, dice el pintor.
En otoño, pues, se desplaza a París. Condición de la beca ganada es que debe estudiar dibujo en vivo, por lo que formaliza matrícula como alumno en las clases de Léon Bonnat, que utiliza modelos del natural, y donde otros artistas noruegos ya han estudiado antes. Alterna horas de trabajo en el taller con visitas a la exposición y a los múltiples museos y galerías parisinos. Las clases le aburren un poco, pero le gustan los comentarios de Bonnat cuando analiza obras clásicas en los museos.
En noviembre recibe la noticia de la muerte de su padre, noticia que le impacta hondamente, ya que no puede desplazarse para asistir al funeral. Recibe la carta de su tía justo el día en que aparece en la prensa noruega el anuncio del funeral, lo que le provoca un verdadero estado de shock. Entra a partir de ahí en un periodo depresivo, melancólico, en el que rememora las muertes de la familia: la madre, Sophie, y ahora el padre. De su estado emocional sabemos por los escritos del momento:
Y estoy viviendo con la muerte… todos los recuerdos, las cosas más pequeñas siguen emergiendo.
Un ave de presa está desgarrando mi alma
Sus garras destrozan mi corazón
Su pico hurga en mi pecho
Y el batir de sus alas oscurece mi juicio.
Reflexiona sobre el sentido de la vida, comenzando a relacionarlo con un nuevo sentido para el arte y una concepción vagamente panteísta, un panteísmo personal, que va a reemplazar las nociones de religiosidad inculcadas por su padre. Su amigo Christian Schreiner, le escuchaba teorías como estas: “Hay vida y voluntad y movimiento en todo, en las piedras y los cristales lo mismo que los planetas, cada uno en su órbita, son prueba de voluntad”. En sus manuscritos, Munch escribe:
¿Hay espíritus? Nosotros vemos lo que vemos porque nuestros ojos están construidos para ver así. ¿Qué somos? Energía unida a movimiento, una luz que arde con una mecha: una vez, la llama interior; otra, la llama exterior, y detrás de eso todavía otro anillo invisible de llama.
De escritos posteriores y notas de los amigos queda la idea de que Munch ve en el mundo físico la expresión de una gran fuerza vital que quiere plasmar en la pintura. La impresión debe dejar paso a la expresión, el mundo exterior al interior, que lucha por salir rompiendo las cadenas que lo atan en nuestro subconsciente.
En enero de 1890 traslada su residencia al suburbio de St. Cloud, alquilando una habitación con vistas al Sena, paisaje que le motiva muchas de sus obras. Allí se encuentra más aislado, no se reúne con el grupo de artistas escandinavos que habitualmente viven en París. Prefiere la soledad, donde rumia sus visiones, y es entonces, aún bajo la fuerte impresión de la muerte paterna, cuando formula el llamado Manifiesto de Saint Cloud:
Pensé que debería hacer algo. Sentí que sería fácil: tomaría forma bajo mis manos como magia. ¡Entonces verían! Un fuerte brazo desnudo –el bronceado cuello de una joven mujer reposa su cabeza sobre el pecho arqueado. Ella cierra sus ojos y escucha con trémulos labios entreabiertos las palabras que él le susurra entre su larga y vaporosa melena. Debo pintar esta imagen exactamente como la vi –pero en una niebla azul. Ambos, en aquel momento, ya no eran solo ellos mismos, sino simplemente un enlace más en la cadena que une generación tras generación. La gente debería entender el significado, el poder de esa imagen. Deberían quitarse el sombrero como en la iglesia.
Ya no se deben pintar interiores con hombres leyendo y mujeres cosiendo. Deben ser pinturas sobre seres humanos reales que respiran, sufren, sienten y aman. Me siento obligado –sería fácil– a pintar una serie de estos cuadros: en ellos es preciso entender lo sagrado. La carne y la sangre tomarían forma, los colores cobrarían vida.
Hubo un intervalo. La música paró. Me sentí un poco triste. Recordé cómo muchas veces había tenido pensamientos similares y que, una vez que había acabado la pintura ellos habían sacudido sus cabeza y sonreído. De nuevo me encontré en el Boulevard des Italiens.
Una de las primeras pinturas que comienza bajo ese influjo, Noche en St. Cloud, está trabajada toda en tonos azules; una figura masculina –para la que posa su amigo E. Goldstein–, está sentada junto a la ventana, meditando en la soledad oscura de la habitación, con la alargada sombra del crucero del ventanal. Obra de muchas lecturas, sugiere una reflexión sobre la muerte paterna (la cruz reflejada en el suelo) y transmite una fuerte emotividad. Resucita el motivo romántico de la ventana, con todo su potencial simbólico, metáfora del mundo subjetivo y el objetivo.
En este periodo francés Munch percibe el cambio que se está produciendo en el arte, la evolución del impresionismo, que empieza a disgregarse, el paso al post-impresionismo y las distintas vías que surgen a partir de esa ruptura. En la primavera de ese año, conoce nuevos pintores y descubre la emergente corriente del simbolismo, que, más adelante, dejará fuerte impronta en su pintura. El movimiento simbolista presenta un punto de vista más subjetivo y sugerente sobre el misterio de la humanidad y desarrolla una iconografía basándose en diversas fuentes: mitología, medievalismo, religiosidad difusa, misticismo y espiritualismo, todo ello reelaborado con grandes dotes de imaginación. Sin embargo, aún las técnicas impresionista y puntillista se muestran preponderantes en la mano y la mente de Munch. La obra que mejor lo manifiesta, pintada ese verano al volver de París, es Día de primavera en Karl Johan (1889) obra que venderá a un zapatero a cambio de un nuevo par de botas que necesitaba, y de la que comentó:
Un día soleado de primavera escuché la música bajando por la calle Karl Johan y me llenó de alegría. La primavera, el sol, la música mezclados hacían brotar mi placer. La música aumentaba los colores. Pinté un lienzo haciendo que los colores reverberasen con el ritmo de la música, tal como los vi en aquel momento. […] Al pintar colores, líneas y formas de ese modo tan rápido, buscaba que vibraran como un fonógrafo.
El cuadro es, en efecto, toda una sinfonía de color, pintada a la manera impresionista y puntillista. Pequeños apuntes de vistas del Sena, Vista del río en St. Cloud y las vistas de calles Lafayette y Rivoli, así como pinturas que realizará al año siguiente en Niza, son otras pruebas de la persistencia aún del impresionismo en su paleta.
Durante cuatro meses asiste asiduamente a las clases de Bonnat, pero al mudarse a St. Cloud prefiere trabajar en la soledad de su habitación. En mayo, tras participar en la Exposición con un cuadro, De mañana/Madrugada (1884), vuelve a Noruega, inquieto sobre el futuro que le espera y preocupado por los aspectos económicos de su manutención y la de la familia, que está pasando bastantes estrecheces tras la muerte del padre. Parte del verano lo pasa en la casa de Åsgårdstrand, pintando, y parte en Oslo. Pinta entonces Inger en la playa (1890), un delicioso retrato de la hermana menor, sentada de perfil sobre unas rocas apenas marcadas por sus volúmenes, y con un fondo de aguas tranquilas sin horizonte, como una versión casi literal de los maravillosos paisajes románticos de Friedrich en los que contemplativas figuras sentadas ante un bello atardecer o un rumoroso mar paralizan el tiempo. Munch acentúa el contorno de las formas, aplanándolas, tendencia que desarrollará más adelante con la serie de variaciones de Melancolía, aunque previamente irá explorando otras alternativas pictóricas. La llegada del barco correo (1890) es una imagen idílica, veraniega, de lasitud y espera. El juego de líneas del muelle marca la profundidad y la perspectiva, señalando al correo, mientras que las horizontales de los barcos a la derecha, equilibran y dan sensación de calma.
En octubre de ese año regresa a París para continuar sus estudios. Viaja por vía marítima, pero cae enfermo a bordo y tiene que ingresar en un hospital de El Havre porque es incapaz de continuar, quedándose allí un mes. Aún no le ha llegado el dinero de la beca y pasa momentos angustiosos. Tras algunos días de intenso frío en París, viendo que no acababa de reponerse, decide desplazarse al sur, buscando para su convalecencia los climas más cálidos del Mediterráneo. El resto del invierno lo pasa en Niza, pintando. Promenade des anglais es ejemplo de la derivación puntillista de su obra en esos meses. Continuos problemas económicos le inducen a probar fortuna en la ruleta de Montecarlo, lo que se traduce en días de excitación incontenible por el juego, cuyo ambiente también reflejará posteriormente en diversas pinturas y grabados.
En mayo de 1891 deja Niza para volver a París y ver el Salón. Las pocas semanas que pasa en París durante esa primavera son, sin embargo, intensas y de gran aprovechamiento para el desarrollo de una pintura cada vez más personal. Regresa a Noruega para pasar el verano en su amado Åsgårdstrand. Las obras de este periodo exhiben aún, como ya hemos destacado, una gran influencia del impresionismo, Monet, Pisarro, Seurat y Caillebotte, cuyos cuadros Un balcón en el Bulevard Haussmann y Hombre en el balcón, ambos de 1880, inspirarán directamente los que Munch realiza bajo los títulos Rue de Rivoli y Rue Lafayette (1891). Un día primaveral en Karl Johan (1891) tiene una fuerte influencia de Seurat y el puntillismo, como hemos comentado antes.
Debido a los largos periodos de enfermedad sufridos solicita una prórroga de la beca, que le es concedida otro curso más. Embarca de nuevo en otoño del 91, esta vez en compañía de Skredsvig, un amigo pintor, repitiendo la experiencia invernal en Niza. Skredsvig relata cómo surge la primera idea (Desesperación, 1892) que más tarde le llevará a El grito. “Durante largo tiempo (Edvard) había querido pintar su recuerdo de una puesta de sol especialmente impactante… Anhela algo imposible y su religión es desesperación, pensé –confiesa Skredsvig– pero le sugerí que pintase, y él pintó El grito”.
[…]
De este mismo año es, además, el espléndido retrato de cuerpo entero de Inger, en el que su hermana posa, mirando directamente al espectador, con un sobrio traje oscuro a manchas rosadas. Un broche cierra el cuello, las manos están unidas en el regazo, el pelo oscuro partido en dos, toda una imagen de serenidad, con un diluido fondo vacío de pinceladas gruesas y desteñidas de clara inspiración manetiana.
En septiembre de 1892, con veintinueve años, agotado el dinero de la beca y ante algunas suspicacias en el medio artístico noruego sobre el aprovechamiento del curso en Francia –sugerían algunos que había pasado unas largas vacaciones–, Munch organiza una exposición individual retrospectiva para mostrar el trabajo realizado estos años, sin demasiado éxito de público. Oslo sigue siendo una capital provinciana y conservadora. El público mira sus obras entre perplejo y, a veces, enfadado. Sin embargo, un artista noruego afincado en Berlín, Adelsteen Normann, ve los cuadros y le propone mostrar esta obra en la capital alemana ese mismo otoño, en la Sociedad de Artistas de Berlín de la cual es miembro Normann. Munch se lanza inmediatamente a este nuevo reto. Y descubre Alemania.
Los años de Berlín
La exposición berlinesa que abre el 8 de noviembre de 1892 es un completo desastre: provoca tal reacción entre el público que al cabo de una semana la clausuran, escandalizados. Los periódicos, ocupados todos con el caso Munch publican que “insulta al arte”, refiriéndose no tanto a los temas cuanto a la manera de presentarlos. El día de la inauguración, los respetables y conservadores miembros de la Unión, encabezados por el pintor Anton von Werner, proclaman que la muestra debe ser cerrada al público, basándose en que es inmoral exponer un arte tan degenerado: ¡Ni siquiera están bien tensados los lienzos! Es un insulto al espectador de la capital imperial.
Pero, por otra parte, Munch se ve catapultado a la fama. Nunca he disfrutado tanto –escribe a la familia–. Es increíble que algo tan inocente como la pintura pueda causar tal alboroto. Se convierte en comentario de todas las reuniones y encuentros sociales. Todo el mundo quiere conocer a aquel pintor maldito y ver las obras que tanta impresión han causado en la exposición clausurada. Además, el mundo artístico toma postura, creándose una abierta división, lo que lleva a un grupo de artistas a fundar la Sezession berlinesa, a la manera en que los vieneses lo harán después, en 1897 y que los muniqueses lo habían hecho unos meses antes.
Tras el escándalo en Berlín, el marchante alemán Edouard Schulte le contrata para que la exposición viaje a otras ciudades alemanas –Colonia y Dusseldorf– donde, si bien despierta controversias, no llega a niveles alarmantes. De hecho, tiene un cierto éxito, no tanto en ventas de cuadros como de entradas. Todo ello, además de recientes nuevas amistades alemanas y suecas, convencen a Munch de que puede ser interesante quedarse una temporada en Berlín. Pasará en esa ciudad cuatro inviernos seguidos, mientras los veranos retornaba a su querido Åsgårdstrand.
Colabora con la revista Pan, donde publican algunas de sus obras. Igualmente en esta primera estancia alemana colabora con Max Reinhardt, y conoce a personas que le ayudan en su carrera artística con importantes encargos, como Gustav Schiefler, Max Linde, Albert Kollmann y Ernesto Thiel. Entre las nuevas amistades que hace por entonces cabe citar al dramaturgo y también pintor sueco August Strindberg, catorce años mayor que él y cuya inestabilidad mental era en cierto modo paralela a la del propio Munch; el escritor y poeta Richard Dehmel; el pintor y poeta danés Holger Drachman, Julius Meier-Graefe, destacado crítico alemán –que escribirá el primer estudio sobre su obra, publicado en 1894; el poeta y dramaturgo polaco Stanislaw Przybyszewski, Staczu (1868-1927) que, por aquellos años, aún es estudiante de arquitectura y medicina, y convive con su amante Martha Foerder. Personaje excéntrico, aficionado al satanismo y de una exacerbada sexualidad, que calificaba de “sustancia primaria de la vida”, Staczu atrae, inevitablemente, al inestable Munch, reflejando en muchas pinturas su trastornado rostro, como en Celos (1895) y La enredadera roja (1898), por ejemplo.
Estos artistas habían hecho suya la idea nietzscheana de que la creación artística ha de producirse en un estado de excitación y perturbación, por lo que ellos mismos buscan situaciones en las que se alienta este estado, con diversas sustancias excitantes y provocando entre ellos relaciones perturbadoras, triángulos amorosos, pulsiones diversas que llevadas a una tensión extrema les colocan en una especie de trance creativo. Suelen reunirse en la taberna berlinesa El cerdo negro, donde discuten de arte, de literatura, de la vida y de la muerte. La vida personal de Munch durante esos años es frágil y quebradiza, con grandes altibajos, dominada por apasionamientos y una cada vez mayor afición al alcohol.
Más adelante, en un texto de 1930, Munch escribirá: “Este miedo a la vida me ha perturbado desde que penetró en mi mente. Como la enfermedad que he padecido desde el comienzo de mi vida, ambos heredados. Parece como si un injustificado maleficio me haya estado persiguiendo. Sin embargo, a menudo parece que dependo de este miedo a la vida, que me es necesario, y no quisiera perderlo. Con frecuencia siento que mi enfermedad también es necesaria. En los periodos en los que no tengo este miedo a la vida y sin enfermedad, me he sentido como un barco navegando con fuerte viento pero sin timón. Me he preguntado ¿Adónde voy? ¿Dónde desembarcaré?”.
Sin darse cuenta de las posibles consecuencias, Munch introduce en el grupo a una bella y sugestiva escritora y compositora noruega, a quien conoce desde su adolescencia. Dagny Juel, que cual moderna Pandora abre el cofre de los males: ocasiona una larga lista de corazones rotos y no pocas perturbaciones entre los varones, y tiene como consecuencia el matrimonio de Dagny con el escritor polaco Staczu, que a su vez abandona hijos y amante; aunque también tendrá un triste final: Dagny, que se trasladará tras su matrimonio a Varsovia, será abandonada por su marido en 1899, se mudará a París y en 1901 morirá asesinada en Tiflis por un joven amante, W. Emeryk.
El círculo secesionista berlinés le trae a Munch ecos de los Bohemios de Kristiania, y Dagny Juel parece una vívida reproducción de Oda Krahg. Jappe Nilssen, amigo personal del artista es uno de los que sufre con el triángulo amoroso de Oda, y Munch lo hace protagonizar una serie de pinturas en las que trata el tema de los celos y la tristeza del amante abandonado, entre ellas, Melancolía, barca amarilla (1891), que ha sido expuesta en Berlín. De Melancolía, escribe en sus notas: “Paseaba junto al mar, la luna brillaba a través de oscuras nubes. Las rocas emergían sobre el agua místicamente, como seres marinos. Eran como grandes cabezas blancas que sonreían y reían. Unas estaban en la arena, las otras bajo el agua. El oscuro violeta azulado del mar, aumentó y cayó. (Estoy) Suspirando entre las piedras”.
[…]
En otoño de 1895 realiza la –hasta ese momento– mayor exposición individual en Oslo, en la Sala Blomqvist, muestra a la que asiste Ibsen, que acababa de fijar su residencia en la ciudad, tras muchos años autoexiliado, y le hace ver su interés por la pintura Mujer en tres estados, de la que Munch sugiere más tarde que podría haber inspirado la escritura de la obra ibseniana Al despertar de nuestra muerte (1899). Arne Eggum, sin embargo, indica otra posibilidad: que, por el contrario, sea Munch el que se inspire en los estados fluctuantes de las mujeres tras la lectura de Las Mujeres en los dramas de Ibsen, escrita por Lou Andreas Salomé y traducida al noruego por Hulda Garbord con prólogo de Arne Garbord, amiga de Munch.
El crítico Thadée Natanson, traductor de Ibsen y co-fundador de La Revue Blanche, reseña la exposición al tiempo que la revista cubre el estreno de la nueva obra de Gunnar Heiberg. En su reseña habla precisamente del interés mostrado por Ibsen ante los cuadros, y de las detalladas explicaciones que le prodiga Munch. En esa muestra expone Autorretrato con cigarrillo (1895), en donde se pinta a sí mismo envuelto en las brumas azules, casi espectral, surgiendo en la oscuridad azulada iluminado desde abajo, como si la luz emanase del propio cigarrillo, y donde pinta la mejor mano de toda su carrera artística (Munch no gusta de pintar las manos; de hecho suele hacerlas completamente desdibujadas).
El friso de la vida
Para descansar de este ambiente que a la vez de atractivo le resulta demasiado perturbador a su equilibrio emocional, al llegar el verano Munch se retira a Åsgårdstrand, refugio de tantos veranos. Allí comienza a trabajar en las pinturas que posteriormente incluirá en el llamado El friso de la vida, conjunto de obras que tiene como tema los puntales básicos humanos: la vida, el amor/desamor, la muerte. Y su paleta empieza a derivar hacia cierto simbolismo, no solo en los temas sino también en la forma estética: las líneas reforzadas expresivamente, las perspectivas forzadas, las sombras alargadas, los primeros planos cortados. El reflejo de la luna, como un pilar fálico, sugiere connotaciones eróticas a la vez que una atmósfera melancólica. Las alargadas sombras añaden un sentido aterrador, un dramatismo al tema, como en Pubertad o Vampyr. Las líneas curvas y sinuosas son habituales en el estilo de Munch, no sólo en los paisajes, sino en los fondos o en las eternas cabelleras envolventes que pueblan la iconografía femenina. Los colores con los que viste a la mujer también tienen simbolismo: la pureza del blanco, la sensualidad del rojo, la amargura y resignación del negro… El uso del color es simbólico en Munch, por lo que resulta muy subjetivo y a veces difícil de interpretar. Una cara verde sugiere sufrimiento o angustia, mientras que una cara roja simboliza ira o muerte. Otro modo de crear tensión que utiliza con frecuencia es el de introducir en la composición una figura que mira directamente al espectador, mientras ocurre algo en el fondo, algo dramático o terrible, como en La madre muerta y su hija (1897-1899) en la que la niña con un vestido rojo violento se sujeta la cabeza, aterrorizada, mientras al fondo tiene lugar la agrisada escena mortuoria.
La obra de Munch de estos años supone un despegue importante respecto al trabajo anterior, cumpliendo un deseo expresado por el artista en 1892: “si uno pudiera al menos ser el cuerpo por donde fluyeran los pensamientos y sentimientos de hoy…”. Peter Schjeldahl afirma que 1893 –año, por otra parte, en que muere Maupassant, al que ha conocido en París–, es clave en la realización de la mayor parte de lo que llama El friso de la vida, compuesto por aproximadamente veintidós cuadros –aunque es difícil saber el número exacto– y que cobra definitiva forma hacia 1902, aunque trabajará en ello durante toda la vida. En opinión de Schjeldahl: “La obra de Munch en este período fue sin duda una de las empresas más notables del arte moderno, un desbordamiento simultáneo del alma del artista y del Zeitgeist, la expresión resumida de una vida y una época en el idioma pictórico más avanzado de su tiempo”.
El friso de la vida aglutina, pues, un conjunto variable de temas pintados en los años noventa, al que Munch se refiere como “un poema de amor, ansiedad y muerte”, con el que quiere explicar la vida y su significado “para ayudar a los demás a clarificar sus vidas”. Expondrá el conjunto en Berlín, en 1902, en las salas del grupo Sezession. En su intención de mostrar una “sutilísima visión del alma”, Munch establece una serie de continuas imágenes y símbolos para sugerir fuertes y a veces complicados sentimientos. De hecho, el proyecto de Munch, que a través de sus cartas podemos conocer, será publicar una compilación de textos y pinturas, con las Notas del diario de mi alma unidas así a las imágenes plásticas en una “obra única”. Pero esta idea no llega a materializarse.
Entre las obras de este periodo podemos destacar el magnífico y sugerente Retrato de Dagny Juel (1893), en el que la conflictiva dama es presentada con una mirada directa, sonriente, concentrando toda la atención en su expresiva y sugerente faz, surgiendo de un fondo impreciso de pincelada muy transparente. La tormenta (1893), es una obra inquietante en la que apreciamos un grupo de fantasmales figuras femeninas, destacando una, vestida de blanco luminoso, que avanza hacia el espectador sujetándose la cara –o quizá el sombrero– con las manos; al fondo, en la oscuridad de la tarde tormentosa, los cipreses se comban por el viento y las ventanas iluminadas de una mansión surgen como ojos que atisban desde el interior.
En Manos (1893) una figura femenina –presumiblemente, Dagny–, con las ropas caídas sobre el pubis, y los brazos enlazados tras la nuca, ofrece su sensualidad, rodeada de unas manos pintadas a trazo grueso, lujuriosas, morbosas, en dirección al cuerpo de la mujer. Realizará también versiones de este tema en grabado. Muchacho y prostituta, como Rose y Amelie, ambas de 1893, representan típicos personajes de burdel, muy en la línea de Lautrec. En La voz (1893), una mujer –en este caso, se trata de Milly Thaulow– en la penumbra de un primer plano, nos dirige una penetrante y sugerente mirada mientras en un fondo marino la luna se refleja con un violento trazo blanco, casi fálico. Fondo que también ha utilizado ya en Claro de luna sobre la costa (1892). Munch lo describe así: “Una columna dorada se estremeció de arriba abajo sobre las aguas, fundiéndose en su propio resplandor, derramándose por el agua. Cuando nuestros ojos se encuentran, manos invisibles tejen hilos delgados que van desde tus grandes ojos a los míos, anudando nuestros corazones”.
[…]
Desesperación (1891) y Ansiedad (1894), en las que los personajes parecen salir del desfile nocturno por la calle Karl Johan, son ambas variantes –la estructura diagonal es la misma, el fondo también– de una de las más famosas y terroríficas pinturas suyas: El grito, de la cual hizo muchas versiones en distintas técnicas: óleo y grabados.
Sobre esta obra, El grito (Skritet) (1893), se han escrito una gran cantidad de reflexiones y análisis. La primera de las diversas versiones la hace con témpera y pastel sobre tabla. Luego realiza una litografía en 1895. Más tarde, un óleo. Muchos factores acentúan el dramatismo de esta imagen: la perspectiva tan forzada del puente; la síntesis de la asexuada figura en sus más elementales líneas, que la hace asemejarse a una momia peruana del Museo de L’Homme en París (y que, probablemente, tanto Munch como Gauguin pueden haber contemplado en la Exposición Universal de París en 1889); el gesto de llevarse las manos/garras a los oídos, gesto repetido en otras pinturas suyas como una imagen de terror, de pánico, y a la vez, de defensa, una postura casi fetal, sujetándose la cabeza que amenaza con desprenderse al cuerpo; el uso de esas líneas de color violentas y retorcidas; todo ello es muy propio del simbolismo, a la vez que la gestualidad lo es del expresionismo. También le une esta pintura al pintor belga James Ensor –contemporáneo suyo–, que usó mucho de máscaras y gestos violentos, plasmando en sus obras estados emocionales inquietantes, expresados con formas y colores agresivos, pastosos, cargados de materia. La experiencia que se cuenta como origen de este tema, le llega a Munch en un paseo por Ekeberg, al este de Oslo, al atardecer. El principal matadero de la ciudad estaba en esa zona, como también lo estaba el sanatorio para enfermos mentales donde Laura estaba recluida. Quizás ha ido a visitarla, no lo sabemos, pero, como nos sugiere Sue Prideaux en su biografía, el chillido de los animales del matadero bien podría haberse fundido en su mente con el griterío de los esquizofrénicos en el sanatorio. Es conocido el texto que el propio Munch escribe –en varias ocasiones, de hecho– contando la motivación que le lleva a realizar esta pintura:
Caminaba con dos amigos por la carretera; entonces se puso el sol. De repente el cielo se volvió de un rojo sanguinolento, y sentí un estremecimiento de tristeza. Un angustioso dolor me oprimía el pecho. Me detuve, me apoyé en la valla, increíblemente cansado –lenguas de fuego y sangre se extendían sobre el fiordo negro azulado y sobre la ciudad. Mis amigos siguieron caminando, mientras yo me quedaba atrás, temblando aterrorizado– y sentí el grito inmenso, infinito de la naturaleza.
Como muy certeramente lo expresa Octavio Paz en un artículo sobre el artista:
La mujer es uno de los ejes del universo de Munch. El otro es el hombre o, más exactamente, su soledad: el hombre solo ante la naturaleza o ante la multitud, solo ante sí mismo. […] Munch fue uno de los primeros artistas que pintó la enajenación de los hombres extraviados en las ciudades modernas. Su cuadro más célebre, El grito, parece una imagen anticipada de ciertos paisajes de The Waste Land. El grito de Munch, palabra sin palabra, es el silencio del hombre errante en las ciudades sin alma y frente a un cielo deshabitado.
[…]
Mirándose a los ojos (Øye i Øye) es una obra claramente simbolista, en la que hombre y mujer se miran ante el árbol de la vida; la mujer está pintada con sensualidad salvaje, la melena rojiza esparcida por los hombros y un encendido color en la mejilla, mientras que el hombre tiene un aspecto enfermizo y agotado, exangüe; la mira con tristeza. La bifurcación de las ramas del árbol, punto central en el cuadro, puede simbolizar el sexo femenino, o una herida, o incluso un ojo. El paisaje, todo en tonos oscuros y verdes, sólo muestra una casa roja al fondo. Esta imagen se volverá a repetir en la pareja central de La danza de la vida, que pintará en 1900.
El tema de la muerte está presentado de modo muy teatral en Muerte en la habitación de la enferma (1894-1895), cuadro basado en la propia experiencia familiar, la muerte de Sophie, la hermana mayor; en el grupo de la derecha, la figura que nos mira directamente, implicando al espectador, es Inger, y él mismo se pinta, de perfil. Laura es la figura sentada y encogida del primer plano. Si nos fijamos, los personajes de estas escenas familiares o domésticas, no sólo encarnan a las personas reales sino también, como señala Prideaux en la biografía, el papel que cada uno realiza en el conjunto de la familia. Laura, en todas las pinturas, es representada como una figura encogida, ensimismada; Inger suele ocupar poses centrales, mirando al espectador, afrontando la realidad, diríamos. Edvard aparece siempre en un lateral, como un figurante, sin importancia. Y Andreas casi siempre está al lado de una puerta, a punto de salir, como si la escena familiar no fuera con él. Pero esta magnífica pintura refleja no solo la parte personal, sino la idea universal del sufrimiento y la muerte, de un modo frío, desolador; esos tonos verdosos y planos del fondo, los lúgubres vestidos oscuros, delimitados linealmente, y compensados por el siena anaranjado y plano del piso. Es una obra equilibrada y de gran serenidad, en la que la mirada pasa del grupo del primer plano al grupo del fondo, que es donde ocurre la acción principal: la muerte. La silla de la enferma, reproducida por Munch innumerables veces, es realmente la silla donde la madre, y después la hermana mayor, solían sentarse. Aún se conserva en el Museo Munch de Oslo.
Madonna (1894-5), tema que el artista desarrollará en múltiples versiones, sobre todo en obra gráfica, es otro motivo central: la mujer en pleno clímax, en el momento crucial de la concepción, momento triunfante para ella, aunque percibido como pérdida para el varón que, cumplida su misión, queda relegado al papel de consorte. El lienzo tiene un tamaño casi natural, cortada la imagen justo por el pubis, los brazos hacia atrás, la barbilla orgullosamente alzada y la cabellera flotante y desparramada, envuelta toda la figura en un cálido halo ondulante, vaporoso, y un nimbo rojizo, como una media luna, resalta su cabeza. La mirada turbia, los ojos hundidos, habituales en las pinturas de Munch. El modelo es Dagny, o más bien el recuerdo de esa mujer, que despierta en él una pasión diferente a la de Milly. En uno de sus poemas, lo interpreta el propio artista:
La pausa en que el mundo entero se detiene en su órbita/ Tu rostro encarna toda la belleza del mundo/ Tus labios, carmesíes como fruta en la sazón, se entreabren como en un gesto de dolor/ La sonrisa de un cadáver/ Ahora la vida y la muerte se dan la mano/ Se ha engarzado la cadena que une los miles de generaciones pasadas a los miles de generaciones por venir.
En obra gráfica posterior del mismo tema, la imagen de la mujer en éxtasis está rodeada de pequeños espermatozoides y dos fetos esqueléticos. Según Schjeldahl, la mujer se nos presenta no solo como símbolo del encuentro sexual, sino el símbolo de la humanidad: la imagen de una mujer entera en el cénit de su naturaleza y función biológicas. Esta obra coloca ante el espectador la trasposición de una obsesión personal del artista en una imagen de significación universal.
El beso (1895) es otro más de los temas que va a explorar con distintas técnicas. La primera versión es un aguafuerte, posteriormente usará la xilografía, y finalmente el óleo. De hecho, creo que las versiones gráficas tienen más consistencia plástica que el óleo, salvo un lienzo en el que la pareja está colocada lateralmente junto a una luminosa ventana abierta, con el movimiento del viento entre las cortinas azuladas. Tema muy tratado, en general, por los artistas: recordemos Klimt (El beso, 1907-1908), Picasso (El abrazo, 1903), Steinlen, El beso (1895), incluso el maravilloso Beso escultórico de Rodin. En el caso de Munch, la imagen está más en la línea de Steinlen: las dos figuras están ligadas hasta el punto de formar una única forma, un único cuerpo. También Félicien Rops tiene un aguafuerte con el mismo tema y formato, que probablemente Munch ha podido, probablemente, contemplar. Apenas si advertimos una finísima línea entre ambos, que en el óleo de 1897 desaparece, sumidos ambos en una oscuridad profunda en la que la luz solo entra por la ventana entreabierta del fondo, y las carnaciones anaranjadas de manos y caras fundidas dan los toques de color. En las diversas xilografías cambia por completo los fondos: en una aprovecha el propio dibujo vertical de la madera, en otra horada profundamente toda una serie de líneas onduladas, sinuosas que siguen el contorno de la pareja, como creando un nimbo, un movimiento envolvente. En todas ellas, la explosiva pasión amorosa; la fusión de ambos cuerpos queda patente y nos transmite el fuego erótico y la fuerza de la atracción entre los sexos.
En 1899 comienza a pintar La danza de la vida, que acabará al año siguiente y de la que hablaremos más adelante.
De nuevo París. Técnicas gráficas
A finales de febrero de 1896 –acaba de morir Verlaine, uno de los pilares del simbolismo, y Puccini estrena La Boheme en Turín, mientras Cezanne pinta Los jugadores de cartas– Munch vuelve a París, por tener la convicción de que allí podría desarrollar mejor las técnicas gráficas, y también porque una gran parte de sus amigos berlineses o suecos se han desplazado a esa ciudad. Tiene el propósito de publicitar más su obra allí. Cumpliendo con los encargos recibidos, diseña los decorados y carteles para las funciones de Peer Gynt, de Ibsen, en el Théâtre de l’Oeuvre. Al siguiente año diseñará el cartel de John Gabriel Borkman. Curiosamente, colabora en esa obra con Frits Thaulow, su antiguo benefactor, que está viviendo allí por esa época.
Por medio de su amigo el compositor Frederick Delius, va a entrar en contacto con un círculo artístico que se reúne en casa de la familia Molard, asistiendo a tertulias, donde viene a conocer, entre otras muchas nuevas amistades, a los poetas simbolistas Obstfelder y a Mallarmé, al que retrata en una litografía. Durante esta estancia parisiense, se dedica de lleno al grabado, realizando –en estrecha colaboración con el célebre y muy competente grabador Auguste Clot– una larga serie de litografías y xilografías con temas para El friso de la vida, obras que expondrá esa primavera en el Salon del Art Nouveau. También consigue introducir una de sus litografías, Ansiedad, en el portafolio que publica ese año Ambroise Vollard, el famoso marchante y galerista parisino. Ansiedad se estampa en el taller de Clot, a dos tintas, negro y rojo, pero usando una sola piedra, dividiendo dos zonas para cada color, lo que agiliza el proceso.
A poco de llegar a la ciudad francesa, La Revue Blanche publica la litografía que Munch ha realizado sobre El grito (1893), junto al artículo de Thadée Natanson sobre él. En primavera expone diez pinturas en el Salón de los Independientes; en ellas se puede ver aún la influencia de Van Gogh, Gauguin, Manet, Touluse-Lautrec, así como de los simbolistas Redon, Moreau y Rops. París es una sopa de artistas bullendo de ideas y de novedosas propuestas. Sólo hay que sumarse al desfile y ponerse a trabajar, cosa que Munch hace con ganas; está viviendo un momento dulce, vertiginoso en su trabajo; poco después de participar en el Salón inaugura una exposición individual en la galería Bing, donde no sólo exhibe óleos sino también la obra gráfica en la que ha estado trabajando intensivamente esos últimos meses. Esta muestra tiene bastante resonancia en la ciudad del Sena, y es ampliamente comentada en la prensa; Strindberg, a la sazón en París, escribe sobre ella en La Revue Blanche. Muchos de los cuadros de esa época, dibujos y grabados, guardan una estrecha relación con la obra de Lautrec y de Steinlen, sobre todo en los temas de cabarets; esto es evidente en, por ejemplo, la litografía Tingel-Tangel. De hecho, también Picasso tiene obras semejantes, incluso Degas, Maurice Denis, etcétera; en el magma hirviente del arte parisino de finales de siglo, las influencias mutuas son casi inevitables, sobre todo entre los artistas emergentes. Tanto la estampa como el óleo Al día siguiente, de Munch, tiene muchas similitudes con La mujer echada: pereza, de Lautrec. O con La morfina, pintada por el modernista español Santiago Rusiñol.
El mismo esquema diagonal usado en La rue Lafayette (1891), es reutilizado para la construcción de las diferentes versiones de Desesperación, El grito o Muchachas en el puente: se trata de contraponer una figura en primer plano con un fondo que se aleja, mediante la línea dirigida, hacia el infinito, creando una punta de flecha entre la vertical de la figura y la diagonal del fondo.
La producción gráfica de Munch está en estrecha ligazón con su pintura, como hemos dicho anteriormente, pues en la intención del artista está el deseo de popularizar la obra pictórica mediante la gráfica, de más sencilla difusión, y de modo indirecto, transmitir ideas y emociones sobre la vida; aun así, la importancia que Munch concede a los grabados que realiza les convierte en piezas casi únicas. No suele numerar las ediciones, y muchas veces trabaja sobre grabados, coloreándolos a mano. Se reserva el derecho a realizar tantas tiradas (estampaciones de una misma plancha) como desee, lo cual explica que muchas veces se aprecien grandes diferencias entre una tirada y otra. Cuando la matriz desaparece o se estropea, Munch hace transferir una estampa para construir una nueva matriz y editarla a su vez.
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Para la edición de litografías cuenta con la inestimable ayuda de Auguste Clot y su taller; sin esa colaboración no hubiera podido hacer la difícil transferencia de composiciones a la piedra litográfica. En los talleres litográficos es ya bastante conocida la técnica de creación de distintas matrices, que evita el incómodo sistema de la madera fraccionada en trozos, y se consigue un efecto similar con el color. En Claro de luna podemos apreciar la sutil superposición de tintas, y la conservación del grano y la textura de la madera al trasladarlo a la piedra.
En una carta a Meier-Grafe, Munch hace referencia a las entalladuras transferidas a la piedra para estampar en color, lo que hace pensar que es allí donde empieza a trabajar sobre la mixtura de madera y piedra para Vampyr. No está muy claro qué técnica usa para Madonna, pero parece posible que emplee la plancha de cinc.
Sin embargo, a pesar de su frenética actividad parisina, Munch siente la necesidad de volver a Noruega. En otoño de 1897 organiza una nueva exposición individual en Oslo, que esta vez va a tener un éxito mayor. Animado por ello, junto al pintor Alfred Hauge, alquila un estudio en Universitetgaten, donde malvive durmiendo en un colchón sobre el suelo junto a la estufa de parafina. En 1898 le encargan ilustrar la cubierta de la revista alemana Quickborn, en la que Strindberg dirige la edición de artículos, aunque la relación entre ambos está algo fría tras los sucesos que provocan en Strindberg un fuerte trastorno nervioso (psicosis persecutoria) que le hace necesario retirarse a Suecia. Munch realiza una xilografía para la portada, cuyo motivo es la creatividad y el sufrimiento, viejo tema ligado a los grupos bohemios nórdicos.
Fuensanta Niñirola es licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de Valencia y en Bellas Artes por la Universidad Politécnica de Valencia, desde hace años se dedica a la práctica y la docencia de las artes plásticas. Practica la crítica literaria en revistas culturales y en webs y blogs literarios, además de mantener su propio blog La hora azul
Este texto corresponde al capítulo IV del libro Edvard Munch. El alma pintada (‘Los años viajeros. Etapas parisina y berlinesa: 1890-1900 / 1889-1891. Segundo y tercer viaje de estudios a París. Obras de este periodo’), de Fuensanta Niñirola, publicado por ártica editorial. Información y pedidos aquí