
Recibí el mensaje de audio con cierta sorpresa.
Alguien me había sugerido como autor de un posible libro sobre Mario Vargas Llosa. Me explicaron que, desde su perspectiva, yo sería capaz de completar en un plazo de 45 días una biografía sobre el escritor arequipeño.
A la sensación de halago, siguió la duda. ¿Por qué yo? Todo peruano con ambiciones literarias, de algún modo se mide con él. Yo era apenas uno más de los (¿cientos de?) escritores que se han imaginado capaces de hazañas como La casa verde o Conversación en la Catedral.
Es verdad que había vivido pendiente de su carrera. Por ejemplo: el Premio Nobel.
La mañana en que desperté en el Bronx, con el locutor de NPR anunciando que el comité sueco había decidido otorgárselo al escritor peruano, me dejé llevar por una emoción infantil que me puso a dar saltos sobre la cama.
En Nueva York lo había visto por primera vez en una ceremonia de los PEN. Sobre un escenario, compartía mesa con otros escritores. Desde mi asiento podía ver los pies de Vargas Llosa moviéndose debajo de la mesa. Años antes, en un auditorio de Lima, había intentado entrar a una ceremonia similar y fue imposible. Los protocolos ponían al escritor a mucha distancia del peruano común.
Acabada la ceremonia pude conversar con Vargas Llosa, apelando a mis ancestros arequipeños. Me sorprendió la sencillez con la que me interrogaba acerca de mi vida neoyorquina. Años después, en el local de la America’s Society de la Quinta Avenida, le puede hacer unas preguntas. Respondió junto a su traductora, Edith Grossman.
En Guadalajara, en el marco de la FIL de 2009, lo seguí mientras deambulaba por las salas del Hospicio Cabañas, en una muestra dedicada a su vida. Vimos juntos las imágenes de un mitín en el que se dirigía a los peruanos, desde un estrado adornado con la parafernalia del Movimiento Libertad.
En el Perú, incluso quienes no lo leyeron, suelen conocer a sus personajes. Yo sabía de las desventuras de los cadetes del colegio militar antes de leerlas, gracias a un filme de Francisco Lombardi. Los peruanos de mi tiempo se hicieron partidarios del Poeta o del Esclavo; jueces de Cava, del Teniente Gamboa y del Jaguar. Algo similar sucedería una generación después cuando estrenaron Pantaleón y las visitadoras.
–Nunca me había reído tanto como cuando leí esa novela– me decía una fotógrafa española, hace una semana, en un café de la calle 13 en Nueva York. Por esos días econtré en un artículo de homenaje que una escritora argentina decía lo mismo.
Al irme de mi país, al principio sin mucho dinero, la única manera de acceder a sus libros fue desde las bibliotecas públicas. Así como me entretuve de niño bajo un enramado en la chacra de mis abuelos leyendo La guerra del fin del mundo, fui feliz leyendo en diferentes ciudades El pez en el agua. Ese también fue el libro que pedí cuando me senté por primera vez en la sala de lectura de la New York Public Library en Bryant Park.
He vivido bajo su sombra.
Sobre todo en los ciclos inciertos de nuestra democracia, en las crisis, cuando el escritor respondía a los halagos y a las críticas, casi siempre con las mismas palabras, muy generosas: el Perú soy yo.
