
UNIDAD 1.
QUIJOTE Y SANCHO
Estaba mirando la jaula, junto a la puerta cuando llegó mi señor.
–¿Qué haces aquí fuera? –Me preguntó.
–Estoy esperando al veterinario.
–¿Al veterinario?
Le expliqué que tenía que tenía que venir el veterinario para sedar a los leones. Son animales salvajes. No se puede entrar en la jaula hasta que les disparan un dardo al culo y los duermen.
–¿Qué leones? –Preguntó mi señor.
–Estos que tengo delante, en esta jaula a la que tengo que entrar muy a pesar mío.
Mi señor se rio. Una risa fuerte y arrogante.
–Pero Sancho –Dijo al fin–, no son leones ni esto es una jaula. Son alumnos y esto es una clase.
–No, mi señor –Me atreví a responder, con tono apocado–. Vuestra merced es experto educativo y ha leído muchos libros, pero sabe poco de la vida y yo le aseguro que mis ojos no me engañan. A lo que nos enfrentamos no es otra cosa que a leones feroces.
Mi señor me miró con desdén y sentenció:
–Vaya, Sancho, no sabía que tenía un escudero tan cobarde. Pero no temas que voy a dar un paso para demostrarte que son inocentes chiquillos y no hay peligro alguno.
Horrorizado, antes de que pudiera reaccionar, contemplé como, efectivamente, mi señor entraba en la jaula. Fue un simple saltito, pero fue la última vez que su cuerpo obedeció a su cabeza.
UNIDAD 2. EL MAESTRO
El último día antes del fin del mundo el maestro decidió que no iba a dar clase.
Anunció:
«Niños, ya que mañana acaba el mundo, hoy os dejo jugar en el patio».
Los alumnos se pusieron muy contentos y salieron corriendo al patio. Jugaron y jugaron y luego jugaron más. Al final se cansaron de jugar, pero para entonces ya era hora de volver a casa.
Al llegar les contaron a sus padres, emocionados, que habían estado todo el día jugando en el patio. Los padres les preguntaron porqué y sus hijos no supieron que responder. «Qué pregunta más tonta», pensaron todos a la vez, cada uno en su casa, «lo importante es que hemos estado todo el tiempo jugando en el patio, el motivo es lo de menos». Como los padres no preguntaron más, pronto se olvidó el tema y cada cual siguió a lo suyo.
El maestro volvió a su casa y siguió con su rutina. En la tele ya habían dado la notica y un periodista preguntaba en la calle a los transeúntes qué iban a hacer para celebrar el último día de sus vidas. El maestro apagó la tele después de comer y se sentó en el sofá. Estaba medio dormido cuando el sonido de un mensaje lo alteró. Era la inspectora, que estaba muy enfadada. Le había llegado una información que le parecía muy preocupante:
«¿Es verdad que hoy no has dado tus clases?», le preguntaba.
El maestro comprendió que era mejor no mentir:
«Sí, pero es que mañana es el fin del mundo», se defendió.
Era un argumento muy débil, que no convenció a la inspectora.
«Eso no importa. Tú deber es dar las clases».
El maestro mostró su arrepentimiento, bastante molesto porque sabía que la inspectora tenía razón.
«Bueno, por esta vez no lo tendré en cuenta, pero que no se repita o te tendré que abrir un expediente», concluyó la inspectora.
El maestro le dio las gracias y se levantó. El sofá era cómodo pero lo mejor para una buena siesta era la cama.
UNIDAD 3. EVIDENTEMENTE…
Volví de vacaciones y me habían dejado un nuevo uniforme en la taquilla. Es el mismo disfraz de payaso de toda la vida, solo que más nuevo y reluciente que el otro, que la verdad sea dicha, ya estaba para tirar. A mí me gustaría algo más moderno, más adaptado a los nuevos tiempos, ya no en el traje propiamente dicho sino en los complementos. En lugar de una regla y un cartabón, por ejemplo, un pequeño ordenador portátil. Pero lo cierto es que a los alumnos les gusta el uniforme tradicional, con todos los complementos tradicionales. Se parten de risa cuando voy a usar la calculadora y se me caen las pilas, y les da igual que repita la actuación una y otra vez. Todas las veces se ríen igual de bien. La verdad, no quiero pecar de vanidoso, pero lo cierto es que son muchos años entrando a las clases y tengo un buen repertorio de chistes y de gags preparados, así que normalmente no tengo problemas y mi actuación siempre es un éxito.
Menos hoy… Sí, es muy extraño, pero tengo que decirlo: Hoy ha sucedido algo horrible: Un alumno no se ha reído ni una sola vez. Mientras los demás se morían de la risa y literalmente se tiraban al suelo gritando cuando hacía como que les explicaba qué era un sufijo y qué era un prefijo, este alumno, el maleducado, ni se reía ni hacía nada, solo me miraba fijamente. ¿Te lo puedes creer? Estaba tan desesperado que hasta he intentado hacer el número de los sintagmas nominales y las oraciones, que eso siempre es un éxito rotundo, y no, ni eso: peor aún, el impresentable este ha sacado una hoja y se ha puesto a… qué vergüenza, me da apuro hasta contarlo… se ha puesto a copiar lo que yo decía. En serio. ¡¡A tomar apuntes!! Hacía más de diez años que no tenía una experiencia tan desagradable en una clase. Como es lógico he tomado medidas. Nunca suspendo a nadie pero a este insensato he tenido que ponerle un cero. Cero patatero. Evidentemente…
Oye, ahora que lo pienso, el viejo skech del profesor que ponía cero patateros estaba muy bien. Lo que pasa es que los alumnos de hoy en día nunca han visto esto, y les sonará increíble. Una pena…
UNIDAD 4. EL COCINERO
Me contrataron como cocinero. Estaba muy contento. El primer día llegué al restaurante y me dijo el encargado: Tienes que hacer una ensalada de tomates. ¡Qué fácil!, pensé. Pero cuando vi la bolsa de tomates que me daba me dio la risa. Estaban casi todos podridos, y los que no estaban podridos tampoco servían, o eran diminutos o estaban muy verdes. Yo nunca he tenido nada contra los tomates, en cualquiera que sea su estado, pero en mi trabajo no se puede fallar. Mucha gente está esperando tu comida… ¿Qué pretendía que hiciera con esos tomates? Por supuesto no dije nada. Disimulé todo el rato. Hice como que hacía algo hasta que llegó la hora de irme a casa. Nadie vino a ver qué ensalada de tomates había hecho. Al día siguiente volví al restaurante y pasó lo mismo: tenía que volver a hacer una ensalada de tomates… con tomates podridos. Volví a disimular y me fui a casa tranquilamente. Toda mi primera semana fue lo mismo: me pedían cosas imposibles y yo disimulaba. El viernes, cuando iba a salir, me encontré a otra cocinera nueva (la habían contratado el mismo día que a mí) llorando en un rincón. Le pregunté porqué lloraba: No sirvo como cocinera, no sé ni hacer una ensalada de tomates. “El problema no eres tú, son los tomates, con esos tomates no se puede hacer nada.” Ella me miró muy sorprendida. “Pero yo creía que era una buena cocinera, hasta que llegué a este restaurante”. Eso nos pasa a todos, pensé. Pero aquí da igual lo buen cocinero o lo mal cocinero que seas, porque no te dan la menor oportunidad de demostrar nada. Se lo expliqué brevemente. Sabía que nada de lo que yo le dijera iba a servir para algo. La semana que viene nos esperaban más bolsas de tomates podridos…
Total, resumo, que al final, después de unas cuantas semanas de no poder hacer absolutamente nada, ni una miserable ensalada de tomates, dejé el trabajo. Pero como tenía que trabajar me hice cazador. Y justo me volvieron a contratar los dueños del mismo restaurante, que por lo visto tenían problemas con leones de la selva que se paseaban tranquilamente por las mesas de la terraza (es lo que tiene montar un restaurante junto a la selva) y asustaban a algunos turistas. Yo no tengo manía a los leones, pero cada uno tiene que estar en su sitio correspondiente. Así que me puse mi ropa de cazador y me presenté a la oficina, a buscar mi rifle para cazar leones. Cuál fue mi sorpresa cuando me dijeron: “no tienes rifle, tienes que cazarlos con las manos”. Bien, vale, ya me conozco el sistema, voy a hacer como que me escondo para esperar a los leones y luego, dentro de unas horas, salgo y me voy a mi casa, cobrando mi sueldo del día. Sí, eso pensaba hacer, lo mismo que hacía con las ensaladas de tomate. Pero mira por donde resultó que aparecieron varios leones, leones de verdad, y venía hacía mí con la boca abierta, y resultó que no tenía rifle…