Llegué a Buenos Aires con dos contactos. Dos mujeres que me pusieron en la órbita porteña: una pintora, Andrea San Martín, y una escritora, Margarita García Robayo. Andrea me ayudó a encontrar casa y me prestó su familia. Margarita me invitó a la inauguración de la Fundación Tomás Eloy Martínez. Me instalé en sus vidas y en las de otros que me fueron abriendo sus puertas. Tenía frente a mí a un gigante, una cabeza de Goliat (como novela Martínez Estrada) y las crónicas me ayudaron a entender; me enseñaron a mirar
Hace un año estuve en Buenos Aires gracias a una beca del Ministerio de Educación español para investigar la crónica argentina. Llevo tiempo trabajando en periodismo literario. Ya he aprendido que no existe eso de la objetividad, de una realidad única y unívoca, y que el artificio de concentrar la información por medio de la pirámide invertida es eso: un artificio. Que, en verdad, a la gente le gusta que le cuenten historias. También sé que la mirada lo condiciona todo y que genera una voz propia y unos focos de interés particulares. Partía, y parto en este artículo, de estos conocimientos, de estos condicionamientos y de, como verán, ciertas marcas identitarias, biológicas y socioculturales antes de adentrarme en lo que desconocía: Buenos Aires y las crónicas literarias que narran esta megalópolis.
Lo primero en mi mirada, me guste más o menos, es mi condición de mujer urbanita y ¿europea?, dejémoslo en española, que no está el horno para europeísmos. Mi idea de urbe, por extensión y distribución, por peso histórico, por número de habitantes y por cuestiones de escasez, de inmovilidad, de homogeneidad, de clase social, por razones económicas (a pesar de la crudeza de la crisis), de derechos y de deberes ciudadanos, por motivos de violencia, de pobreza, estaba a años luz de lo que es una metrópoli globalizada latinoamericana. Ni mi experiencia ciudadana, ni mi cultura libresca previa, es decir, ni mis referentes reales ni los imaginarios (quizá si acudo al cine podría acercarme algo) partían de conceptos y categorías como: “cultura híbrida” de García Canclini; “textos fronterizos o escrituras a la intemperie” de Rosanna Reguillo; “literaturas postautónomas”, “islas urbanas” con un “adentroafuera vital y narrativo” de Josefina Ludmer. La cultura, el periodismo, la política, la vida bonaerense se me presentaba, en primera instancia, inmensa, desbordada, mixta, fragmentada, inquietante: fascinante.
Ahora escribo desde Barcelona, pero he vivido en Zaragoza, en Durham (Carolina del Norte) y, sobre todo, en Madrid. He viajado mucho por España, bastante por Europa y algo por Estados Unidos (la costa Este). En una ocasión pasé unas horas frenéticas en Estambul gracias a un crucero por el Mediterráneo. (Ese es todo mi conocimiento de Asia, ¿Turquía es Asia?) De Latinoamérica, conozco unas playas maravillosas en Santo Domingo, y dos ciudades vertiginosas por diferentes motivos: Lima y México DF. Pero si se suma el tiempo que he pasado en estas dos grandes metrópolis no llegan a doce días. Eso sí, el tufillo de que aquel conglomerado de razas y experiencias, que aquel movimiento frenético y aquellos deseos mal gestionados podían hacerme sentir muy viva, eso sí me lo traje puesto en las dos ocasiones. En Lima, conocí a Julio Villanueva Chang, el director de la revista Etiqueta Negra. Y en México, me topé con Martín Caparrós en la feria del libro de Oaxaca. Coincidencias que, debe quedar claro, no se deben a mis influencias ni a la casualidad, sino a que tengo un novio que es escritor. (A ver si lo que me gusta es mi novio y no Lima o México). Bueno, que empiezo a desviarme. El punto es que mi experiencia de una megalópolis, cuando arribé a Buenos Aires el mes de febrero de 2011, era más bien escasa.
Llegué a esta ciudad con dos contactos. Dos mujeres que me pusieron en la órbita porteña: una pintora, Andrea San Martín, y una escritora, Margarita García Robayo. Andrea me ayudó a encontrar casa y me prestó su familia. Margarita me invitó a la inauguración de la Fundación Tomás Eloy Martínez, que hoy es un enclave fundamental para el mundo de las letras en Buenos Aires, y me presentó a periodistas, cronistas relevantes por su producción y por su humanidad. Ambas me integraron en sus vidas como si me fuera a quedar allá para siempre (en algunos momentos yo también pensé que sería para siempre). Y me instalé en sus vidas y en las de otros que me fueron abriendo sus puertas, como la corresponsal mexicana Cecilia González, como la gestora musical María Zago, como el escritor Juan Mendoza, como la profesora de literatura Natalia Corbellini, como el filósofo Luis Diego Fernández… porque la cadena humana no paró, ni las conversaciones, ni las cenas, ni los tragos, ni las discusiones literarias y periodísticas (allí las Letras están todas mezcladas, no se andan con tantas distinciones como en España, observen si no la producción de Tomás Eloy Martínez: “ficciones verdaderas”, ¡ahí queda eso!) La literatura, la historia, la política, el periodismo en la calle. Una cultura viva y descontrolada, manoseada por todos y producida en todo lugar y en cualquier formato.
Esta es la parte bella, pero no todo fue una “sucesión de asados”, como conciben los argentinos la vida. Tenía frente a mí a un gigante, una cabeza de Goliat (como novela Martínez Estrada) y las crónicas me ayudaron a entender; me enseñaron a mirar. En seguida comprendí, por ejemplo, el sentimiento de culpa que podía desarrollar un porteño cabal y sensible (y educado, como yo, en una moral judeocristiana) ante el desinterés (que a veces desemboca en arrogancia) del capitalino por todo lo que no sea, suceda o repercuta en su ciudad: Buenos Aires.
Cuando leía la crónica de Leila Guerriero sobre las muertes de los jóvenes en una población de la Patagonia llamada Las Heras, en Los suicidas del fin del mundo (2005); cuando atendía a las recriminaciones de sus habitantes a la cronista como representante capitalina (cuando ni siquiera lo es: nació en Junín), entendía el posible agobio de Guerriero ante un sistema de desigualdades evidente, del que aparecía como valedora a ojos de estas gentes. Y desde luego, comprendí el resentimiento de estos pueblos y pequeñas ciudades por la situación de desamparo estatal.
Empaticé con esos suicidios, que de pronto cobraban sentido. Gestos últimos de violencia que se sitúan en un punto intermedio entre lo predeterminado (una suerte de fatum, destino fatal), y el máximo ejercicio de libertad: disponer de tu vida para decidir terminar con ella. Si el Estado te abandona, si el sistema no cuenta contigo, si no puntúas, si nada pasa por donde vives, ni tan siquiera internet, si una sucesión de suicidios juveniles en tu ciudad no despierta el interés mediático, para qué, para qué seguir. Qué lugar tan inhóspito, Las Heras, qué gente tan hostil, qué viento tan pertinaz. Mejor dejarlo así. Mejor ni pensarlo. Mejor leer la crónica de Guerriero.
Y lo mejor… seguir en Palermo o Recoleta tranquilamente: dos estupendos barrios porteños. Esto piensa cualquiera de nosotros; cualquiera de quienes podemos asomarnos a esa ventanita que abren los cronistas, sin sentirnos especialmente interpelados Porque, ¿a quién no le gusta husmear por unas horas en la vida de “los otros”, de los “desheredados”, “de los pobres”, “de los raros”; para atender al “lado B de la realidad argentina. El costado que es tragedia”?
Así denomina Guerriero, en su artículo Sobre algunas mentiras del periodismo, a esta afición de la crónica latinoamericana por contar la extravagancia y la miseria. Hoy por hoy el sentido político, de denuncia, de algunos cronistas no termina de fructificar. Pero hay que confiar en el poder de la palabra narrada, porque estas crónicas son periodismo. Crónicas que tienen la particularidad de confundirse con novelas o con cuentos por su calidad literaria, por su empleo de recursos retóricos y poéticos, incluso por su capacidad de trascendencia, de permanencia, en función del talento de cada cual. Estas crónicas, insisto, cuentan historias reales, muestran territorios existentes y llevan inmersas un compromiso social y político con el entorno. Y no se trata solo de una cuestión estética. Esto no hace mejores a estos textos. No es una cuestión de moralidad, sino de buen ejercicio del periodismo. Los cronistas han de ser tan fieles a la realidad como sea posible. Esa es su ética y en esa dirección, creo, suele ir su apuesta poética.
En ocasiones, su capacidad de intervención social se diluye por los tiempos que requiere la investigación, el proceso de escritura y de edición. En mi estancia en Buenos Aires asistí a la publicación de una crónica de largo aliento (así las llaman a aquellas que por su extensión salen publicadas en libro) cuya edición no llegaba ni a los seis meses desde la muerte del joven sindicalista (que le da título): ¿Quién mató a Mariano Ferreyra?, de Diego Rojas. Un reto, editar tan pronto y lograr algo esencial en el periodismo: denunciar para intervenir con rigor en la sociedad y contribuir a que se produzcan cambios, mejoras. El joven cronista recupera tanto las formas narrativas como las temáticas y el espíritu político de Rodolfo Walsh. Pero ya en pleno siglo XXI, concentra en su crónica dos realidades dramáticas vigentes en Argentina: la violencia obrera y juvenil. Esta crónica aúna el drama que acompaña a la lucha obrera, con el drama de la juventud bonaerense, ligado a una situación de marginalidad y pobreza. Porque la estigmatización actual de la juventud en Argentina tiene su dimensión política, su renovada lucha de clases.
Y siguiendo con las clases, el lector, desde Palermo o desde Recoleta, como desde Retiro o el barrio de Salamanca madrileños, debería cuando menos tambalearse ante las opciones vitales y las condiciones sociales de algunos de los protagonistas de estas crónicas. Como ven, para integrarles en esta argumentación, vuelvo a Madrid, mi punto de referencia. Como le sucede a Martín Caparrós en El Interior, un viaje por el centro-norte de Argentina. El autor, de manera consciente, se convierte en un cronista tilingo (giro argentino que significa algo así como “tontaina pedante”, un chulito), que viene y va del interior a la capital para poder explicar la realidad que se encuentra. Solo desde ese ejercicio comparativo de contrastes puede acercarse al interior de Argentina, como si la capital fuera el patrón, el núcleo, el sentido, el origen. Lo mismo me ocurre a mí con Madrid, lo no marcado, la medida por la que se rige todo, ¿no?
Y ya que estamos con Caparrós busquen y lean crónicas como Una luna, Contra el cambio, Larga distancia, La guerra moderna, y desde luego, El Interior. Leer su producción es por encima de todo un placer.
Hay algo que no funciona. Quiero hablar de Buenos Aires, de la megaciudad que retratan las actuales crónicas narrativas argentinas y, por ahora, he hablado del Sur y del Norte de Argentina y de dos cronistas consolidados: Caparrós y Guerriero. Menos mal que se me ha colado Diego Rojas y los problemas sindicales, claro que completamente vinculados con lo que fue el quehacer periodístico literario de Rodolfo Walsh ¿Qué suerte de digresión es ésta? Dejemos que “fluya la conciencia”, si de Buenos Aires se trata, ciudad psicoanalizada donde las haya. Pues sí, si se trata de maestros-as, no se puede obviar a María Moreno.
Cuando llegué a Buenos Aires, pensé en escribir una crónica que iba a titularse: Tenés que conocer a María Moreno. Cronista al que entrevistaba, cronista que me soltaba esta frase. Parecía como si la llave de todo la tuviese esta mujer. Así que comencé a leerla con avidez: A tontas y a locas, El fin del sexo y otras mentiras, Vida de vivos, Banco a la sombra, La Comuna de Buenos Aires. Relatos al pie del 2001, Teoría de la noche. Salvo La Comuna de Buenos Aires, que salió publicado justo cuando yo paseaba por Baires, el resto de los libros de Moreno, no son fáciles de localizar. Eso acrecentó mí interés por descubrirla. Por las librerías de saldo de la calle Corrientes encontré, en primer lugar, varios ejemplares de El fin del sexo y otras mentiras a 10 pesos el libro. No hago el cambio de moneda porque es ridículo. Tras leer este rompedor conjunto de crónicas, de carácter ensayístico y de marcado signo feminista, entendí por qué era tan admirada por los cronistas, y especialmente, por los escritores jóvenes. Estos conocían a María Moreno aunque no supieran nada del género crónica. Y me “tomé el subte” lo antes posible para comprar el resto de ejemplares para poder regalárselo a mi novio, a mis amigos. Gracias a un invento de internet, Mercado Libre, pude ir localizando el resto de los libros en barrios más o menos periféricos, kioscos y casas particulares. Vida de vivos lo compré en Puro Verso, una maravillosa librería de Montevideo, y pude adquirir finalmente Teoría de la noche ya de regreso a España en una librería del barrio madrileño de Argüelles.
Moreno engancha. Sus textos demuestran una vasta cultura y están plagados de referencias literarias, artísticas, políticas… Hay un pretendido conceptismo en su escritura que subyuga al lector culto. Una intertextualidad palpable. Moreno exhibe este contexto cultural. Parece atender a un lector muy concreto, de amplios conocimientos y lecturas y, en muchos casos, argentino, porque su lenguaje está repleto de giros idiomáticos y de alusiones muy específicas. Moreno es un placer intelectual. Y, con todo, su apuesta refinada y teórica no rechaza lo testimonial, lo emocional, lo subjetivo. Moreno es una pensadora, no recuerdo quién definía su pensamiento como trans, aludiendo a su hibridismo y mixtura escritural, sensorial, sexual: hipertextualidad e hipersexualidad. Todo es hiper en María Moreno, excesivo, profundamente argentino y al tiempo universal.
La Comuna de Buenos Aires es un conjunto de textos periodísticos de diversa índole que dan cuenta del momento crítico que pasó Argentina con la crisis de 2001. La cronista se aleja de su estilo habitual, se oculta bastante como narradora, para que sean otras voces las que cuenten lo sucedido. En este texto nos encontramos con una María Moreno más literal y referencial que nunca. Nos reproduce la transcripción de las grabaciones de las entrevistas que fue realizando a pie de calle, prácticamente sin intervención e interpretación alguna. Este texto, con su narración, con sus declaraciones y diálogos, con su ejemplo de Buenos Aires: una ciudad devastada, sumergida en una profunda crisis económica, social y de valores. Un excelente libro para adentrarse en el mundo de la crónica argentina del nuevo milenio, en los porqués, las motivaciones, los temas, razones y conflictos que preocupan a los cronistas actuales y que en gran medida surgieron con la crisis de 2001.
Habían transcurrido diez años de aquella crisis, del corralito, cuando llegué a Buenos Aires. Tocaron fondo, pasaron por diversos tipos de angustias, de miserias. Por hache o por be aparecía la crisis en cualquier discusión, debate y encuentro que mantuviera. Todo se vino a pique con la crisis. Las secuelas eran evidentes. Por ejemplo, en la arquitectura urbana. Los edificios, aunque señoriales, estaban descascarillados; las calles y las aceras levantadas, llenas de zanjas. Un colega peruano, Jaime Rodríguez, director de la revista Quimera, en medio de la performance que realizó con su esposa y cronista Gabriela Wiener dentro del evento Narrativas de realidad, que organicé en el Centro Cultural de España en Buenos Aires (CCEBA), dio una definición de la megalópolis porteña tan certera como políticamente incorrecta: “parece una ciudad europea que se la hubieran dado a unos paraguayos”. Las risas desbocadas y cómplices del público argentino que se encontraba en ese momento en la sala, y eran muchos, lo dejaban claro.
Buenos Aires se está cayendo a trozos, con una carencia brutal de infraestructuras. En el metro puedes morir por asfixia, apelotonamiento, podredumbre. Los autobuses, si consigues que paren donde necesitas, lo más seguro es que tengas que bajarte sin que llegue a parar del todo. No es una ciudad para viejos, desde luego, ni para impedidos de cualquier índole. Muchos tramos de calles de barrios pijos, o chetos, como dicen allá, como la zona de Palermo Hollywood, no cuentan con alumbrado eléctrico. Y las noches se pueblan de hombres y de mujeres que tiran de carros llenos de restos, de basuras. Son los cartoneros que transitan por la urbe al caer la noche. Gente que hurga en las basuras (¿les suena?), familias al completo que salen de las villas miseria y recorren la ciudad en busca de comida o cualquier cosa que puedan emplear, reutilizar o vender. Argentina se latinoamericanizó con la crisis del 2001, eso decían unos y otros: intelectuales y ciudadanos de a pie. Y latinoamericanizarse no parecía algo bueno porque estaba asociado a la llegada de la pobreza que siempre viene de fuera, nunca es propia, como señala Caparrós, en uno de sus artículos de Pamplinas, del boomerang de El País.
El caso es que los restos de este naufragio del 2001 salen ahora a flote. Y los cronistas más jóvenes están perplejos con la crudeza de esta realidad porteña, con la supervivencia en las villas, con la violencia que no conocían, porque son jóvenes, y la violencia estatal y policial de la no tan lejana dictadura la han leído ya en crónicas pretéritas. Estos periodistas retratan en sus textos las subjetividades nuevas de la urbe globalizada. El Gran Buenos Aires resulta implanificable y les obliga a contar los territorios por partes, a focalizar en experiencias aisladas, a realizar intervenciones concretas en el espacio urbano. Es inevitable olvidarse de la ciudad como algo global para poder hablar de ella. Hay que pensar por partes esta urbe: el barrio de Once, San Telmo, Boedo, Belgrano…
Además, se trata de escapar de los estereotipos que siembra cada día el discurso efectista, amarillista y en ocasiones sectario de muchos medios de comunicación. Un discurso que ha ayudado a difundir e instalar en el imaginario colectivo: al “villero drogadicto”, al “negro violento”, al “boliviano estafador”, al “tano racista”, al “internauta antisocial”, al “gay frívolo”, etcétera. Las crónicas actuales se ocupan y preocupan por desmantelar el discurso monocorde, fabricado, de las víctimas, tan explotado por el sensacionalismo televisivo, y de evitar la manipulación o escudarse en el relativismo y supuesta sobriedad informativa de las grandes agencias y grupos mediáticos.
Los jóvenes cronistas actuales tratan de mostrar las capas que se superponen y entrecruzan en la realidad bonaerense, que se ha convertido en un mosaico territorial complejo. Las fronteras antiguas entre lo rural y lo urbano se diluyen. La ciudad se ha tragado al campo. Esta marea humana conduce con dificultad sus formas de sociabilidad, sus modos de expresión, expuestos a colisiones y violencias. Sus músicas e intereses irrumpen y se imponen con una rotundidad agresiva. Sebastián Hacher describe la importancia de los grupos musicales de la llamada movida tropical en el nacimiento de La Salada, el mayor mercado de la piratería de Latinoamérica. No fue casual que ese fenómeno musical estableciera su cuartel general en este enclave. “La mezcla que proponía el género era la banda de sonido de una identidad nueva” (Sangre Salada. Una feria en los márgenes, 2011: 35). Espacio identitario, mercantil y musical, en el que confluyen los ritmos y el intercambio que cada inmigración ha traído consigo.
La contaminación cultural e hibridación social que constituye la metrópoli globalizada queda retratada en las diversas “islas urbanas” de Buenos Aires, territorios metropolitanos que recoge el periodismo narrativo argentino. Crónicas extensas como:
a) Cuando me muera quiero que me toquen cumbia (2003) o Si me querés, quereme transa (2010), de Cristian Alarcón, que retratan el mundo de los chicos en las villas porteñas, ladrones y traficantes, entre otras muchas cosas. Estos dos libros ponen de manifiesto el dominio de las técnicas del realismo y de algunos de los sacrosantos recursos que reclamaba en su día Tom Wolfe para el New Journalism y que solo podían surgir de una buena y prolongada labor de reporterismo, en primera instancia, y de una control de las estrategias narrativas posteriormente: la construcción secuencial de escenas, la reproducción de diálogos completos y, de manera muy particular en Alarcón, el registro del estatus social de las personas. El multiperspectivismo y el juego de tiempos terminan de construir formalmente dos relatos neobarrocos del mejor periodismo literario existente. Hablar de estos jóvenes, de sus trapicheos con las drogas, del narcotráfico, de los robos, de la vida y la muerte en las villas argentinas es hoy por hoy imposible sin que medie la mirada de Alarcón. (La cronista Luciana Mantero también se ha ocupado recientemente de retratar el mundo de la villa en su crónica: Margarita Barrientos. Una crónica sobre la pobreza, el poder y la solidaridad (2011).
b) Los imprudentes. Historias de la adolescencia gay-lésbica en la Argentina (2007), de Josefina Licitra, que se ocupa de los adolescentes gays y lesbianas de la ciudad de Buenos Aires, una ciudad en teoría entendida como territorio gay-friendly. Crónica de la que ya hablé largo y tendido, como de los otros dos textos señalados de Cristian Alarcón, en un volumen recientemente publicado por la editorial 451, coordinado por Jorge Miguel Rodríguez Rodríguez, Contar la realidad. El drama como eje del periodismo literario (Madrid, 2012).
c) Los Otros. Una historia del conurbano bonaerense (2011), también de Licitra, que cuenta el miedo y la soledad de algunos barrios del conurbano bonaerense. Lugares desprotegidos, sin infraestructuras, en los que emerge con fuerza el rechazo al otro, al distinto, la desconfianza y el racismo entre la miseria y la desigualdad. La apuesta formal de la cronista en este su segundo libro es evidente y fructífera. En la parte nuclear, y más extensa de la crónica, destacan la riqueza de recursos y de narrativas, la hipertextualidad, lo cuidado del lenguaje, de la forma de contar y de mostrar. Destaquemos 5 de ellos: 1) Los monólogos del diario del dolor de la madre del chico asesinado que sirve de motor de arranque de la crónica; 2) Las descripciones: enumeraciones casi caóticas que responden al movimiento y al aparente desorden estructural del extrarradio. 3) Las narraciones con su dosis de acción trepidante. El capítulo de la inmersión nocturna de la cronista en La Salada resulta emocionante y nos conduce de una situación de tensión a otra; 4) Los retratos del poder, como el perfil y la entrevista que hace a Gabriel Gaita en el capítulo titulado ‘Abril 2010’, empresario cuya curtiembre es la segunda más grande del país. 5) Un poema en prosa. Epopeya. Poema histórico. El capítulo ‘Agosto 2010’ recoge el discurso de Adriana Amado, profesora e investigadora de la Universidad de la Matanza. La profesora describe las promesas incumplidas de las políticas pasadas y presentes. Lo que iba a ser el futuro barrio y lo que no fue. El progreso que no llegó y la postergación indefinida. La cronista recoge el testigo de Dino Buzzati en El desierto de los tártaros y transforma las palabras desesperanzadas de Amado en poesía épica. Como Buzzatti, que en su relato decidió contar esa espera infinita con forma de poema y no de narración. Licitra construye también su canto y, en un rasgo más de honestidad, nos da la referencia literaria al final del texto. Formas diversas para realidades complejas que explican este territorio de una violencia y desconfianza endémicas. Este es el mapa político, social y humano de la periferia bonaerense.
d) Sangre Salada. Una feria en los márgenes (2011), de Sebastián Hacher, caso singular de una isla urbana actual, retrato de un territorio de consumo, producción y venta ilegal tan próspero como corrupto, poblado por familias de migrantes que lidian con la muerte y el trabajo a destajo.
d) Sangre Joven. Vivir y morir antes de la adultez (2009), de Javier Sinay, recoge seis historias diferentes de homicidios protagonizados por jóvenes. Este volumen de crónicas recibió en premio Rodolfo Walsh del Festival de Gijón de 2009. Una antología de crónicas policiales que quieren retratar un universo juvenil por medio de un itinerario de vidas. Un viaje que recorre lugares concretos del gran Buenos Aires, como la discoteca Teatro, en el corazón del barrio de Colegiales; las pizzerías baratas y la bailanta S’Combro de Villa Pueyrredón o la llamada Rescate de San Martín; la comisaría de José C. Paz; como la estación de tren de Grand Bourg, la de Hurlingham; la Unidad 8 de la cárcel de Los Hornos y el barrio de Altos de San Lorenzo de La Plata; la Escuela Media Número 2 Islas Malvinas y el Barrio 99 viviendas de Carmen de Patagones; o el All Sports Café de Chascomús. Territorios que se marcan a “trompadas y cadenazos”, como señala el cronista.
e) La ruta del beso (2007), de Julián Gorodischer, que nos lleva de la mano por una biografía sexual colectiva; o nos descubre los distintos rincones de un personal viaje deseante por el itinerario gay bonaerense en La ciudad y el deseo (2011).
f) Del mismo cronista, Orden de compra, con el muestreo de los escenarios de concentración de la producción y del consumo masivo instalado en Buenos Aires; una arquitectura ligada a la globalización, y también al crecimiento, en una ciudad como la porteña, con un urbanismo bastante estancado: los Starbucks que se imponen a los tradicionales cafés y confiterías porteñas, los McDonalds [que desbancan] a los restaurantes, los centros comerciales como el Abasto Shopping frente al pequeño comercio, el Walmart, el devenir consumista que se encierra en Palermo Soho.
g) El Buenos Aires Bizarro (2008), que retrata Daniel Riera, al proyectar su mirada posmoderna (en la “más extraviada de las guías”, según señala) sobre ciertos sectores marginales como el mundo del sumo, del futbolín, del crimen, o la ruta sangrienta del famoso asesino en serie argentino el Petiso orejudo; el Buenos Aires religioso, que acoge figuras como el líder del movimiento raeliano en Argentina; el circuito porteño basado en el conocido cómic del Eternauta de Oesterheld y su particular retrato de la ventriloquia. Asunto que termina por transformar al propio cronista, que se convierte en ventrílocuo con su muñeco Oliverio, como ejemplo singular de la realidad performativa que nos rodea, de las semejanzas y diferencias entre el hombre y el muñeco, entre la verdad o falsedad de las voces, que ha encontrado en Daniel Riera a su cronista. De hecho, acaba de publicar un conjunto de crónicas dedicadas a este tema y a su inmersión personal en el territorio: Ventrílocuos. Gente grande que juega con muñecos (2012).
h) Alta Rotación (2009), de Laura Meradi, que se sumerge en la precariedad laboral de los jóvenes porteños haciéndose pasar por una más, siguiendo el modelo de inmersión divulgado por Günter Wallraff, similar a la ejemplaridad que se recoge en Con los perdedores del mejor de los mundos (2010). Meradi, como el maestro alemán, como el resto de jóvenes con los que compartió abusos e inestabilidad laboral, expone su cuerpo, se transforma y arriesga: “Los trabajos pasaban por nuestra espina dorsal, haciéndonos una cosquilla profunda que dolía y desorientaba”, declara la cronista (2009: 14).
Pequeño muestrario de crónicas actuales sobre el Buenos Aires globalizado, latinoamericanizado, mixto y transcultural que me encontré el año pasado. Una megaciudad rica en matices, extrema en sensaciones, desencuentros, frustraciones, en movimiento permanente, en mutación constante con supervivencias varias que, con el paso de los años, ha dado lugar a guetos. El filósofo y amigo Luis Diego Fernández me decía que vivía en Palermo, no en Buenos Aires, y el escritor Fabián Casas se adscribe al barrio de Boedo. Solo puedo añadir que tengo que volver a Buenos Aires porque no me ha dado la vida, a pesar de estar nueve meses (un embarazo), para disfrutar de todos los territorios que conforman Buenos Aires. Menos mal que siempre están y estarán las crónicas que me cuenten lo que pasa con rigor periodístico y calidad literaria. Pero, sobre todo, menos mal que tengo buenos amigos allá, que me invitan a volver, que me dejan abierta su puerta si la crisis aquí me asfixiase en exceso, ellos ya tienen callo y se asustan menos con estos devenires económicos.
María Angulo Egea es profesora de Periodismo de la Universidad de Zaragoza
Autor: María Angulo Egea