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ArpaMi final de la guerra

Mi final de la guerra

 

El 27 de marzo no hubo gasolina en el sector y los transportes quedaron paralizados. Jamás se había dado tan alarmante anomalía, y todos comprendimos que las horas del Ejército Popular estaban contadas. La envilecida prensa de Besteiro, Casado, Wenceslao Carrillo y demás traidores nos lo estaba diciendo desde que había sustituido la tradicional expresión de “el traidor Franco” por la mucho más respetuosa de “el general Franco”. Se multiplicaban las deserciones hacia la retaguardia, mientras que aparecían sospechosos cantores de la paz, presentada como iluminada de concordia, amor y olvido de todo lo pasado. Escuché conversaciones de jefes y oficiales de mi brigada que hablaban del estado de sus uniformes para participar en el gran desfile de la paz. Asombrosa e increíblemente, estos jefes y oficiales de las antiguas milicias socialistas y anarquistas estaban persuadidos de que Franco les reconocería sus grados, en recompensa por haber destruido a los comunistas. Hasta aquí llegaba el espíritu de traición y de entrega.

 

El 28 de marzo, por la mañana, se supo que la guerra había terminado. ¿Cómo? ¿Mediante un pacto, con un nuevo convenio de Vergara? Un cabo, sospechoso de siempre como fascista, aseguró que sí, que se trataba de un convenio perfectamente aceptable y equitativo. Otros soldados me aseguraron que en las trincheras fascistas había banderas blancas, pero lo único que vi fue un trapo de ese color, quizá ropa lavada y puesta a secar. Transcurrió toda la mañana nerviosamente, sin comunicación con la jefatura de la brigada. Liberino González y Rafael Calzada –jefes respectivos de la división y de la brigada– habían huido ya con rumbo a Valencia o Alicante.

 

A falta de ellos, un coche de menor jerarquía, ocupado por un comandante de Estado Mayor, se acercó a mis dominios y me dio la última y risible orden. Que trasladara mi compañía de ingenieros a Brihuega, donde tendría lugar el acto solemnísimo de abrazos y paces. Naturalmente, por nuestros propios medios, es decir, andando. Formé la compañía, di la orden de marcha, y nos pusimos en camino. El día era hermosísimo. Llevábamos con nosotros el carro de mulas que servía al furriel y al cocinero para el suministro.

 

Iba yo vigilando el buen orden de la marcha, adelantándome o rezagándome, con mis tenientes, para que todo marchase como debía. Los más de los soldados mostraban su pena por el que comprendían injusto final de una lucha gloriosa. Un cabo había abandonado la formación y se comportaba como un tonto o un payaso. Le llame la atención, y el cabo se insubordinó:

 

—¡Ya está bien! ¡Ya no hay guerra! ¡Se acabó la guerra!

 

Mandé hacer alto a la pequeña columna. Me encaré con el cabo, le arranqué los galones y le puse preso entre dos fusileros. Demasiado sabía yo que se había acabado la guerra, pero en tanto hubiera un resto de autoridad republicana, había que ejercerla. El cabo comenzó a creer que aún había guerra, que todavía corría el riesgo de ser fusilado.

 

La compañía llegó hasta el polvorín de la artillería del sector, instalado en una cueva. Los soldados estaban pescando en el río. Pregunté:

 

—¿Qué hacéis aquí? ¿Qué aguardáis?

—Nos han dado orden de guardar el polvorín para entregarlo a los fascistas. Y, mientras tanto, tratamos de pescar peces.

 

Pensé que hubiera sido más práctico volarlo, pero yo no tenía autoridad sobre aquellos artilleros. Proseguimos nuestra marcha, cada vez con mayor curiosidad de lo que nos aguardaba en Brihuega. Y llegamos a Brihuega.

 

Es decir, llegamos al cruce con la carretera principal, algo más abajo del pueblo, y lo que vimos no se nos olvidará en la vida. En las primeras casas de Brihuega, los balcones lucían banderas monárquicas y blancas. Todo muy cerrado y silencioso. Y la carretera y sus inmediaciones mostraban toda una cosecha de gorras de uniforme de todos los grados militares, carnets políticos y sindicales rotos, fusiles, fusiles ametralladores, ametralladoras, pistolas, correajes, autos sin gasolina, algún camión. Este era el pacto, éste el convenio. Instintivamente, muchos de mis hombres se precipitaron hacia los codiciados fusiles ametralladores, para tirarlos inmediatamente. No tenían peines.

 

Era inútil continuar aparentando la existencia de lo que no existía. Mis ciento cincuenta hombres me miraron, aguardando algo, una última orden, una explicación, unas palabras. Las tuvieron. Me subí a un coche y hablé:

 

—Esto se ha terminado, muchachos. La Junta traidora de Besteiro nos ha entregado al enemigo. Se ha acabado la guerra. Dejo de ser vuestro capitán, porque ya no hay compañía. Quedáis en libertad de hacer lo que queráis. Y ya no como capitán, sino como amigo, os aconsejo que no vayáis a vuestros pueblos o a vuestras ciudades, porque os cazarán inmediatamente. Yo me voy a Madrid, con los que quieran seguirme, y es lo que debéis hacer todos. Allí será más difícil encontrar a cada uno. ¡Viva la República! (…)

 

 

 

 

Fragmento del capítulo homónimo del libro Memoria de guerra. Apuntes para una historia del IV Cuerpo del Ejército (Guadalajara, 1936-1939), de Juan Antonio Gaya Nuño, que acaba de publicar Ediciones Cálamo.

 

 

 

 

Juan Antonio Gaya Nuño vivió la Guerra Civil como combatiente republicano en el frente de Guadalajara. Durante este tiempo fue anotando en una pequeña libreta la crónica de los acontecimientos que presenció y padeció. Al acabar la contienda fue encarcelado y el manuscrito permaneció oculto. Nacido en 1913 en Tardelcuende (Soria) fue historiador, crítico de arte y escritor español. Destacan sus estudios monográficos sobre pintores clásicos y contemporáneos, como Murillo, Goya, Velázquez, Zurbarán, Juan Gris, Cossío o Picasso, así como la visión general de sus manuales de historia del arte y sus guías de museos.

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