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Mientras tantoMi tablero de corcho

Mi tablero de corcho

El señor Alpeck va a la ópera   el blog de Andrés Ibáñez

Compré mi tablero de corcho hace unos años. La verdad es que nunca me ha servido para nada. Lo que funciona para mí es mi agenda, desde hace unos años una sucesión de Moleskines, y este año que se inicia una Moleskine roja que dedica una página entera a cada día del año. Pero mi tablero de corcho sigue en su lugar, colgado en la pared de mi derecha mientras escribo. A veces cuelgo allí cosas que tengo que recordar. Pero si quiero recordarlas de verdad, las apunto en mi agenda. De modo que, ¿para qué quiero el tablero de corcho? Pero quitarlo de donde está tampoco tiene sentido. Las cosas adquieren un lugar y ya es imposible echarlas de allí. Ah, la tenacidad de las cosas.

 

Les contaré, pues, qué es lo que sigue clavado en mi tablero de corcho. Clavado con unos alfileres de cabecita redonda, blanca y roja, que venían junto con el tablero. Atravesar con ellos un trozo de cartón, escuchar el sonido sedoso, vagamente doloroso, que exhala el cartón al ser perforado limpiamente, me produce siempre una curiosa sensación de placer.

 

Hay, primero, una foto de una mujer. Mira directamente a la cámara con una ligera sonrisa, lo cual quiere decir que me mira a los ojos directamente y me sonríe cada vez que la miro. Es muy hermosa. Tiene ojos oscuros y con reflejos cristalinos en el iris, y los labios ligeramente pintados y rugosos como los pétalos de algunas flores. Tiene el pelo oscuro y rizado, en un estudiado desorden alrededor de su rostro ovalado. La barbilla reposa sobre su mano.  A su derecha, está Vladimir Nabokov.

 

Sí, como si ella fuera un inmenso coleóptero blanco y negro, Nabokov, con una gorra blanca y pantalones cortos color caki, extiende hacia ella una red de cazar mariposas. Esta es una célebre foto de Nabokov que todo el mundo conoce. Está tomada desde abajo, y Nabokov aparece en ella como en lo alto de una cresta de hierba tras la cual sólo se ve el cielo.

 

A la derecha de Nabokov (a estas alturas, me doy cuenta de que estoy describiendo mi tablero de corcho siguiendo el sentido de las manecillas del reloj) hay una postal de México D. F. que compré en esa ciudad hace algunos años. Está tomada desde el bosque de Chapultepec, supongo que desde el palacio, ya que en primer plano se ve una balaustrada y un ánfora de piedra. Luego se ven las arboledas del parque, y más allá una serie de rascacielos de hormigón y de cristal.

 

No sé por qué tengo tanto cariño a esta foto. Seguramente porque me recuerda el estado en que me encontraba yo en esos días, días de aventura y de intenso descubrimiento.

 

Debajo de la foto de México hay un cartel de una obra de teatro a la que asistí hace unos años. Es una obra de Richard Foreman, una de las leyendas del avant garde neoyorkino, y de su compañía, el Ontological Theatre. El cartel, también en blanco y negro, representa a una niña decimonónica de grandes ojos tristes que lleva un historiado gorrito de dormir atado bajo la barbilla con un pulcro lacito. Y el título de la obra: Wake Up, Mr. Sleepy! Your Unconscious Mind Is Dead! Que podríamos traducir por: «¡Despierta, Dormiloncete! ¡Tu mente inconsciente ha muerto!»

 

A la izquierda de la niña que me dice que despierte y me llama con familiaridad «Dormiloncete», hay varios objetos más pequeños. Un cartón con fotos mías que me hice en un fotomatón no recuerdo para qué, supongo que para renovar el pasaporte. Faltan dos o tres fotos del cartón, y las demás nunca he vuelto a necesitarlas. Hay también una de esas tarjetas con tamaño de postal que sirven para hacer publicidad de un bar, una obra de teatro o una película. Se trata de una película: We Went to Wonderland («Fuimos al País de las Maravillas») dirigida por Xialu Guo. En la foto se ve a dos hombres chinos, uno joven y flaco y otro mayor y grueso, que contemplan un cielo lleno de nubes.

 

Hay también un carné, dibujado y decorado por mis hijos, que me acredita como guerrero Jedi.

 

Otros papeles, carteles y tarjetas van y vienen de mi tablero de corcho, pero durante los últimos años, estos elementos que he descrito han encontrado en él un lugar fijo e inamovible. Representan algo así como un mapa mental de su propietario. Aqui están todos mis amores y todo mi pasado. Está México. Está Nueva York. Está Nabokov, mi autor favorito desde que lo leí por primera vez a los dieciocho años, y está toda la literatura. Está el País de las Maravillas, que me recuerda a Lewis Carroll, y a Haruki Murakami, y a Oriente, y también una fiesta en el Centro Cultural de Hungría de Nueva York donde conocí a su directora, una chica china muy simpática llamada Xiaolu Guo. Está el recuerdo de que estamos dormidos y que tenemos que despertar. Están mi mujer y mis hijos.

 

Faltan cosas en el tablero de corcho. Sin duda faltan la música y la India, y con eso estaría completo el mapa. A la derecha del tablero de corcho, justo detrás de mí, está mi piano, y sobre él una estatua brillante y dorada de Ganesh, el dios con cabeza de elefante. Ahora el mapa ya está completo.

 

Metáfora de la mariposa: atrapada en la red, asesinada al instante, clavada con un alfiler en un tablero de corcho. Los objetos de mi tablero son también como mariposas atrapadas y clavadas allí con un alfiler. Sin embargo, hasta el momento (al menos) nadie ha logrado asesinarlos.

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