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ArpaMientras cae la tarde en Irak y el país se desmembra

Mientras cae la tarde en Irak y el país se desmembra

 

Su localización en el vértice geográfico donde coinciden, ahí es nada, los límites de Siria, Irak y Turquía, ha convertido en los últimos años a la localidad turca de Cizre en una especie de ciudad sin ley. No es necesario ser un gran observador para darse cuenta, al poco de transitar por sus calles, de que el contrabando, en cualquiera de las direcciones posibles, es una actividad floreciente por aquellos lares. Además, la ciudad soporta en los últimos años la constante llegada de refugiados sirios, la mayoría de ascendencia kurda, que llegan huyendo de la terrible guerra que asola su país y que, con todo perdido, intentan sobrevivir como pueden, lo que no ayuda, obviamente, a la tranquilidad del lugar. La gris y ruidosa Cizre no es, desde luego, la mejor de las ciudades turcas para hacer turismo, ni la más segura…

 

Basta con abandonarla y recorrer los pocos kilómetros que la separan de la frontera iraquí para constatar el hecho de que la existencia de Irak como un estado homogéneo es hoy día poco más que una entelequia a la que la realidad se empeña en ridiculizar cada día. Lo primero que llama la atención al viajero que llega al puesto fronterizo es la total ausencia de cualquier símbolo, emblema o bandera que anuncie la llegada a territorio iraquí. La única enseña que allí ondea, orgullosa al viento, es la tricolor roja, blanca y verde –con un brillante sol en el centro– del Kurdistán, y los soldados que allí vigilan, todos con traje de camuflaje y fusil de asalto al hombro, son los peshmergas, esto es, “los que se entregan a la muerte”, los fieros y curtidos soldados kurdos, cuyo apelativo ya lo dice todo de ellos y de lo que son capaces, y cuya fidelidad pertenece única y exclusivamente al gobierno de la Región Autónoma del Kurdistán.

 

Como me comenta, cuando llegamos a la ciudad kurdo-irakí de Dohuk, Bakhtiar, el conductor gigantón de amplias espaldas que me acompaña por esta zona, Irak es actualmente un país dividido y de impensables contrastes. De esta forma, mientras por ejemplo, a apenas unos cien kilómetros al este de donde nos encontramos, en las cercanías de Mosul, las milicias más radicales de Al Qaeda siembran el terror y prosiguen su interminable y sangrienta yihad, aquí, en la kurda Dohuk los taxis tapizan sus asientos con la bandera americana… En realidad, a los occidentales nos cuesta entender a este país, o en realidad, más exactamente, nos cuesta entender al mundo islámico, al que homogeneizamos de forma simplista, sin comprender las grandes diferencias y por qué no decirlo, el odio acérrimo que las distintas corrientes islámicas (sunitas, chiíes, alauíes…) se dispensan entre sí. Un ejemplo ciclópeo de esta ignorancia es la ingenua y tosca imposición por parte del gobierno estadounidense de una democracia al estilo occidental en este país, sin atender al hecho, fácilmente predecible, de que en cada una de las diversas elecciones que se han producido, cada facción religiosa, o cada etnia (en el caso de los kurdos), se ha limitado a votar a los suyos, sin más. Y por último entregando el país al inestable gobierno de los chiíes simplemente  porque demográficamente son mayoría, y condenando al resto de facciones a perder, sistemática y eternamente, las elecciones…

 

—El gobierno chií de Bagdag no hace otra cosa que robar, por eso no vamos a darles más dinero.

 

Me lo dice Bakhtiar en tono serio, mientras nos reponemos en Dohuk de la dura jornada tranquilamente sentados en un pequeño kiosco con vistas al majestuoso puente abasí de Delal, un largo puente de ojos asimétricos construido con inmensas piedras oscuras. Mi acompañante sabe de lo que habla, gracias a la relativa estabilidad de que goza esta zona frente al caos de las regiones que la rodean, y amparándose además en las grandes reservas petrolíferas que atesora. El Kurdistán iraquí está viviendo una época de crecimiento económico y de relativo bienestar, una situación que los kurdos están dispuestos a conservar y que no desean compartir con los árabes del resto de Irak, a quienes siempre han visto como enemigos opresores. Bakhtiar está orgulloso además de –en la medida de sus posibilidades, y a riesgo de su vida– haber colaborado en la construcción de esta nueva realidad.

 

Tras la invasión americana de Irak decidió colaborar con el ejército de Estados Unidos. Sí, durante años, este hombretón de movimientos solo aparentemente lentos, siempre embozado tras sus gafas Ray Ban de sol, luchó contra los llamados “insurgentes” y “terroristas”, codo con codo junto a soldados americanos. Satisfecho, me dice que no solo no se arrepiente de haber luchado del lado norteamericano, sino que, al contrario, se siente feliz por lo que hizo.

 

—Luché por la libertad del Kurdistán y ayudé a detener a muchos ladrones y contrabandistas que se enriquecían con el contrabando de petróleo. Fueron años difíciles, pero cumplí con mi deber.

 

Me explica que el periodo más duro, hasta los terribles acontecimientos actuales de la enloquecida ofensiva del ISIS (Estado Islámico de Irak y el Levante) fue el que transcurrió entre 2003 y 2005.

 

—Había muertos y explosiones a diario. Era muy peligroso.

 

Tanto que finalmente Al Qaeda, debido a su colaboración con el ejército americano, lo marcó a él como un objetivo a eliminar.

 

—En aquellos años no se limitaban a asesinar a la gente, sino que grababan el crimen, como si fuera una ejecución, y lo colgaban en internet. Los asesinos no actuaban solos, siempre les acompañaba alguien que hacía de cámara. Por eso me salvé. El cámara al que asignaron para acompañar a quien debía matarme al día siguiente conocía a mi padre y le avisó. Gracias a eso pude huir esa noche de mi hogar en Mosul. Si no probablemente estaría muerto.

 

Me explica estas cosas casi sonriendo, con calma, como si no le diera demasiada importancia. Mientras le escucho pienso que quien más quien menos, la mayoría de iraquíes debe tener una historia de muerte y guerra que contar. La suya, desgraciadamente, no ha terminado. Todavía no ha podido volver a su casa natal, probablemente no pueda volver nunca. Su vida sigue corriendo peligro más allá de la zona controlada por las milicias kurdas. De hecho, cuatro de sus familiares fueron asesinados en los días posteriores a su huida, y hoy día el resto de su familia vive con él, exiliada en Erbil, capital de facto del Kurdistán iraquí. Aun así, se siente contento, ajeno a los problemas que el voto sectario está produciendo en Irak, y centrado en la única realidad que le importa, el Kurdistán, complacido con la llegada de la democracia a su tierra.

 

—Yo y otros muchos kurdos como yo luchamos y arriesgamos nuestras vidas por la democracia. El Kurdistán ha comprado con sangre su derecho a ser libre y tener elecciones.

 

Le interrogo acerca de por qué, tras haber luchado en la última guerra de Irak, no se ha enrolado en el ejército kurdo, en lugar de trabajar como conductor, ahora que ya son prácticamente un país independiente y las fuerzas armadas una institución más del país. La respuesta de Bakhtiar, siempre filtrada a través de sus sempiternas gafas de sol, me sorprende una vez más:

 

—No quise hacerlo. Durante la guerra siempre traté con oficiales americanos de alto rango. Si hubiese seguido ahora en el ejército kurdo, ¿con quién trataría? ¿Con sargentos y soldados kurdos? No. No tenía sentido.

 

Bakhtiar no solo tiene grande la espalda. Su orgullo también lo es.

 

—Pero y ¿los americanos? ¿No te ofrecieron irte con ellos?

—Sí, por supuesto, y me habrían dado la carta verde. Pero me llevaron primero a Alemania, unas semanas, y renuncié. No quiero vivir en Occidente. No me gustó.

—No lo entiendo Bakhtiar, aquí ni siquiera puedes ir a tu casa en Mosul, porque prácticamente con toda seguridad serías asesinado, ¿y no quisiste ir a Estados Unidos?

—La gente no es amable allí. Es fría, nadie se conoce y nadie se saluda. Cuando en Alemania entraba en un restaurante no me daban nada que no hubiese pedido y que no fuese a pagar. Esa no es vida para mí. Quiero vivir en la tierra por la que he luchado y entre las gentes por las que he arriesgado mi vida, en el Kurdistán, entre kurdos. Quizá mis hijos emigren, pero yo no, yo moriré aquí.

 

Pese a todo, me dice que los estadounidenses no son mala gente, que la mayoría que conoció y con los que luchó querían ayudar de verdad a su país. De hecho, lo que no entiende, lo único que les recrimina, es su pasividad actual, que no sigan allí.

 

—El gobierno chií de Irak está controlado por Irán, pero no sólo eso. Al negarse a intervenir en Siria los estadounidenses han permitido que Bashar Al Asad, desesperado, se haya puesto en manos del ejército iraní, el único con la voluntad y fuerza suficiente para sostener su dictadura criminal y del que quizá, actualmente, no sea más que un prisionero. ¿Para qué lucharon los americanos? ¿Para permitir que Irán se convierta de nuevo en un imperio como hace miles de años y que su poder vaya desde Persia,  pasando por la árabe Siria hasta el mediterráneo con Hezbollah? No lo entiendo, no lo entiendo –repite al tiempo que niega con la cabeza–. Deberían intervenir ya, no permitir el caos de la guerra siria e impedir que la única fuerza capaz de enfrentarse al Estado Islámico de Irak, más allá de la zona controlada por nuestros peshmergas, sean los iraníes.

 

Cae la tarde sobre el puente Delal mientras Bakhtiar me da cabales lecciones de integridad personal e inquietantes clases de geopolítica. Quizá los servicios de espionaje estadounidense no deberían haber prescindido de él y de su realismo de hombre pegado al terreno, o quizá los intereses y manejos de las altas esferas políticas son demasiado turbios e inconfesables para las verdades de Bakhtiar, convertido por un rato, mientras conversa conmigo, en una reencarnación del porquero de Agamenón.  

 

 

 

 

Antonio Fornés, filósofo y escritor, ha publicado los libros Las preguntas son respuestas (Plataforma Editorial) y Reiníciate (Diéresis). En FronteraD ha publicado Castillos, controles militares y guías que son policías en Kurdistán

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