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Sociedad del espectáculoLetras'Millenium', una violencia justa

‘Millenium’, una violencia justa

Ilustración de una mujer con unas tijeras en una mano y en la otra una pierna con un fondo amarillo. Arnal Ballester

Ilustración Arnal Ballester

 

 

Hay novelas que cuando las leemos nos sentimos abducidos. Las recordaremos siempre, junto con las delicias y los sufrimientos de buscar el momento de sumergirnos en su lectura, ajenos a todo y a todos, o de alargar el final porque no queremos que se termine. Así ha sido mi experiencia con la trilogía Millenium de Stieg Larsson. Estoy de acuerdo con Vargas Llosa cuando la compara a las novelas de Dumas: no me lo había pasado tan bien desde El Conde de Montecristo.

       El 10 de septiembre de este año, el Observatorio contra la Violencia Doméstica y de Género del Consejo General del Poder Judicial concedió a Stieg Larsson, a título póstumo, el V Premio de Reconocimiento a la labor más destacada en la erradicación de la violencia de género «por su aportación, a través de la literatura, en la visibilización y denuncia de la violencia contra las mujeres que se sigue perpetuando en las sociedades actuales, también en las más avanzadas». Me alegro de que se le haya concedido este premio, pero estoy segura de que los motivos por los que esta obra gusta a tantas personas, sobre todo a tantas mujeres, no son sólo porque “visibiliza y denuncia” la violencia contra las mujeres. Lo que hay en esta trilogía es mucho más.

       Lisbeth Salander, la protagonista, es como D’Artagnan, un personaje fantástico, irreal. Es como un gigante cuyas proporciones superan las medidas normales de la vida real (posee una memoria fotográfica asombrosa; encuentra la solución al teorema de Fermat, pero no la escribe porque está ocupada en acechar la casa de su padre); Gilles Deleuze diría que, pese a ser un personaje de ficción, es un gigante de la vida porque su existencia literaria entra a formar parte de nuestras vidas y las hace más libres, mejores. ¡Finalmente una heroína moderna con la que las jóvenes lectoras desearán identificarse, una Pippi Calzaslargas (es sueca y la clave de acceso a su ordenador es el nombre de la casa de Pippi, Villekulla) capaz de enfrentarse a los rufianes de este mundo no sólo con Internet (es una hacker estupenda) sino también con la inteligencia, el cálculo de las consecuencias e incluso a patadas y con armas (a pesar de no medir más de 1’50 metros y ser delgadísima!).

       No sé de qué manera entiende el Consejo del Poder Judicial que Stieg Larsson “visibiliza” la violencia contra las mujeres, pero sí que sé cómo la visibiliza Lisbeth Salander: a su tutor legal, que la  había brutalizado y violado, consigue reducirlo con una pistola eléctrica y tatuarle en la barriga “Soy un cerdo sádico, un gusano y un violador”. Efectivamente visible, sin duda, tan visible como la cruz gamada que, para nuestra satisfacción, uno de los protagonistas de “Bastardos sin gloria”, la película de Tarantino, le graba con un cuchillo en la frente a un nazi; tan visible como sería la señal indeleble con la que alguna vez muchas hemos imaginado que sería justo que los violadores y los maltratadores  fueran marcados.

       En los años ochenta una canción muy pegadiza decía “las chicas son guerreras”. Desgraciadamente no todas las chicas son guerreras. La prueba la tenemos en las estadísticas que nos hablan de la cantidad de mujeres maltratadas y asesinadas. Si fueran más guerreras, no existirían muchos casos en los que claramente la responsabilidad de lo que pasa les pertenece a ellas: no puedo dejar de pensar que, en las sociedades occidentales, generalmente son las propias mujeres las que permiten que se las desprecie, minusvalore y sojuzgue. Antes de la primera bofetada ya hubo sometimiento, después de la primera agresión podemos preguntarnos por qué no hubo ruptura y así, poco a poco, hasta llegar al drama de las víctimas. Ojalá las chicas fueran más guerreras ya que hoy en día son libres, se pueden ganar la vida y no tienen que depender forzosamente de nadie.

       Sin duda, Lisbeth Salander es guerrera. Por eso Stieg Larsson organiza su tercer tomo de la trilogía, en el que la venganza final se lleva a efecto, dividiéndolo en cuatro partes precedidas de un comentario histórico acerca de la participación de las mujeres en las guerras: amazonas, reinas guerreras, batallones sólo de mujeres. No diría que está haciendo una apología de la violencia femenina, pero desde luego la propuesta de estas novelas no es enseñarnos lo desgraciadas que son las víctimas de la violencia masculina.

       ¿Por qué resulta tan catártica la violencia empleada por Lisbeth Salander para librarse de violadores y mala gente? ¿Acaso se podría decir que en este caso estamos ante una violencia justa?

       La filósofa Simone Weil dedicó gran parte de su obra a entender la causa de los enfrentamientos humanos, de las relaciones de fuerza. Dado que, dice Simone Weil, los humanos son en cuanto a cualidades bastante semejantes, el reparto en la sociedad de quién manda y quién obedece es arbitrario. Por este motivo el poder de unos humanos sobre otros sólo puede mantenerse a través de una demostración continua de ser precisamente estos y no otros los que tienen que mandar. Ese es el objetivo de las luchas, de la violencia, de las guerras: vencer, para así poderse proclamar el más fuerte, el más autorizado a estar en posición dominante. Todas las guerras, dice Simone Weil, son como la guerra de Troya, en ellas lo que se disputa no es la riqueza (en cualquiera de sus formas) sino el prestigio. Si los griegos se lanzaron contra Troya, fue para no dar la impresión a los troyanos de que podían permitirse cualquier injuria contra Grecia, cualquier incursión en su territorio. Y si los troyanos no podían devolver a Helena, fue para no provocar en los griegos el deseo de asaltar una ciudad que daba pruebas de debilidad. Lo que estaba en cuestión es quién es el más fuerte, quién es el dominante.

       Simone Weil, cuyo centenario se celebra este año, participó activamente en la guerra civil española. Es sabido que, tras permanecer unos tres meses en un batallón de la Columna Durruti, abandonó el frente (había sufrido quemaduras debido a un accidente con aceite) y no volvió. Escribió un texto titulado Réflexions pour déplaire -«Reflexiones para disgustar»-, pensando en que sus lectores de izquierdas se disgustarían efectivamente al leerlo. Su condena hacia lo que había vivido entre los anarquistas no se debió a un rechazo de la muerte o de la violencia, esto habría sido de todo punto absurdo, ya que nadie se engaña cuando empuña un fusil, y Simone Weil lo hizo. Lo que le produjo una inmensa desazón, lo que la llevó a sacar sus propias consecuencias, fue el modo en el que se veían a sí mismos sus compañeros después de haber tomado prisioneros, después de amenazarlos, después de fusilarlos. En una palabra, fue la jactancia de sus compañeros lo que no pudo aguantar: nadie, decía Simone Weil, ni siquiera en privado, expresó repulsión o disgusto por haber tenido que participar en una acción de ese tipo; al contrario, se jaleaban, se intercambiaban bravatas, algunas -¡cómo no!- acerca de la virilidad de quienes la habían cometido.

       Simone Weil concluyó que la lucha de los revolucionarios españoles no cambiaría el mundo de manera revolucionaria, o al menos del modo revolucionario en el que ella había pensado. La revolución auténtica consiste en acabar con la humillación y con el sometimiento, reconocer en todos los seres humanos el valor que en sí mismos poseen. Esto es lo que propone Weil en uno de sus últimos escritos, probablemente el más hermoso de todos, La personne et le sacré -«La persona y lo sagrado»-.

Lo peor de las guerras no es la muerte o la destrucción sino el hecho de que sirve para alimentar la imaginación de los vencedores haciéndoles creer que son los más fuertes de manera absoluta y para convencer a los vencidos de que son débiles para siempre. Ninguna guerra es justa porque no da ni a los vencedores ni a los vencidos una justa apreciación de lo que son: unos se sentirán autorizados a someter y los otros, desde su debilidad que creen demostrada, sentirán crecer su odio y deseo de venganza. Las guerras alimentan a las guerras, la violencia a la violencia: esta es una opinión común que, gracias a los textos de Simone Weil, se nos presenta como definitivamente demostrada.

       Las guerras y la violencia humillan, y no hay justicia en esa humillación. Por eso intervienen las leyes y el derecho allí donde es posible, para poner fin a esa espiral agresiva, para restablecer un cierto equilibrio. En Millenium, el juicio al que se somete Lisbeth Salander pone de manifiesto que afortunadamente existe hoy en día un derecho capaz de escuchar a una mujer, de aceptar su testimonio. Salander obtendrá por esta vía un resarcimiento. El Consejo General del Poder Judicial puede sentirse contento con el final de la novela. La venganza tendrá la forma del castigo legal de aquellas personas que atentaron contra ella violentamente.

       Pero para que Lisbeth Salander pudiera llegar a un juicio tenía que sobrevivir a los ataques de los que fue objeto, y ese no es un detalle sin importancia. Sobrevivir significa no convertirse en una víctima, tomar las riendas de la situación, no dejarse acobardar, tener la valentía de contraatacar.

       Las leyes sólo pueden aprobar la defensa de las víctimas y el castigo, en su forma legal, de los asesinos y violadores. Pero no basta para poner fin a la violencia contra las mujeres. Tenemos constancia de ello a través de las cifras, en todos los países. Intentamos poner freno a través de campañas de sensibilización. Sin embargo, en la medida en que esas campañas se realizan desde el mismo punto de vista que mantiene el derecho (la existencia de las víctimas que hay que defender), no sólo no sirven sino que son contraproducentes.

       No hay experiencia más insatisfactoria que dirigir a un público joven, formado de chicas y chicos, en ocasión de alguna celebración (como el 8 de marzo o como el 25 de noviembre pasado, jornada internacional en contra de la violencia de género), un discurso apoyado en estadísticas, que señale el peligro que corren las mujeres de sufrir violencia y agresiones. El malestar que se crea al oír toda esa información afecta únicamente a las chicas, a las se les ofrece una identidad de posible víctima; los chicos se sienten muy a gusto con la identidad de posible agresor. Que se me entienda bien: no estoy diciendo que ellas son o serán víctimas y ellos agresores, sino que en la imaginación de una supuesta relación violenta, a ellas les tocaría el papel de humilladas y ellos serían los más fuertes. Si yo tuviera 16 años, no querría estar presente en una conferencia en la que se hablara de violencia contra las mujeres junto con mis compañeros, porque sentiría que en su imaginario ellos salen reforzados.

       No sólo hay que decir que existen las leyes y que hay que denunciar las agresiones, sino que hay que sobrevivir para poder denunciar las agresiones. Para eso, una de las cosas que habría que hacer es cambiar los mensajes de las campañas que se realizan, dirigirlos a insuflar valor a las mujeres, del estilo de “Si tu novio te pega, cambia de novio”, que pone de manifiesto que no hay que intentar cambiar al novio, que no hay que comprender, ni ayudar al novio (para eso hay organismos especializados); o “a la primera agresión, ¡despierta del sueño dorado!”, que indica que en el enamoramiento hay una parte de ensoñamiento, de delirio, en el que no conviene seguir atrapada, si algo nos dice que va mal; que más vale renunciar a un sueño de amor a tiempo que esperar a que termine trágicamente. Se trataría, en definitiva, de educar a ser sujetos activos de sus propias vidas, a que son ellas las que tienen que ser dueñas y señoras de su existencia, a que no son víctimas si saben reaccionar a tiempo.

       Pero además Lisbeth Salander usa la violencia para defenderse, lo que, en su caso, es una condición para seguir con vida. No estaría de más tampoco enseñar a las chicas algo de autodefensa, entrenarlas a decir con claridad que “no”; a saber reconocer en qué momentos la discusión se ha acabado y es absurdo seguir diciendo que “no”; y por último a conseguir dar una buena patada en los testículos. No hablaré de armas de autodefensa, aunque Lisbeth Salander utiliza pistolas eléctricas que paralizan por descarga y sprays de gas que ciegan momentáneamente. No sabría decir si en este caso el remedio es peor que la enfermedad. Cuando leí Millenium, me pareció apropiado el uso que Salander hace de ellas.

       Los acontecimientos que Stieg Larsson imagina y por los que los malhechores y asesinos salen malparados restablecen la justicia, la justicia divina podríamos decir, la que los dioses griegos llamaban Diké, la que volvía a poner las cosas que se habían desequilibrado en su sitio. Se trata de una violencia justa porque, siguiendo los mismos argumentos de Simone Weil, no humilla, ni somete, ni es una celebración de superioridad. En uno de los trozos más difíciles de La persona y lo sagrado, Weil sostiene que si los jueces fueran puros (es decir de una bondad sin mancha, sin odio y sin resentimiento) podrían aplicar incluso la pena de muerte, un castigo que el propio condenado llegaría a aceptar.

       Ahora bien, una violencia justa sólo existe en la ficción porque los jueces no son dioses, tienen que aplicar condenas limitadas para que su castigo no desencadene un ola de violencia. Sin embargo, los escritores pueden hacer lo que el derecho no siempre consigue: pueden hacer justicia, dándole a cada cual lo que se merece. Su crueldad equilibra la balanza. Y los lectores les estamos agradecidos porque, a veces, nuestra sed de justicia no la sacia el derecho.

       Sería bueno reflexionar acerca de esa necesidad que tenemos las mujeres de la catarsis liberadora que nos ofrece Millenium. Sin duda, es un buen regalo para chicas jóvenes.

 


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