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Mis queridos muertos

 

Mi querido lector/a y amigo/a. Si estás esperando una historia sucia y tórrida que excite tus sentidos y te incite a hacer o a pensar cosas feas, te voy a decepcionar (aunque quizás no completamente). Pero si quieres saber algo sobre la persona que se esconde detrás del personaje, sigue leyendo.

 

Yo soy un tío tranquilo, créeme. Lo que pasa es que últimamente no hago más que oír a mi alrededor gilipolleces del estilo de productividad, resultados, objetivos, recortes, presupuestos, y al final todo se traduce en personas que se van a la puta calle. Es cosa de la crisis, dicen, y nos quedamos tan anchos. A mí me saca de quicio, me pone de muy mala hostia y me cabreo con la vida y con el mundo; así que me pongo ropa cómoda y salgo a caminar para vaciarme, como si fuera un perro callejero pero con rumbo fijo porque en cuestión de veinte o treinta minutos veo ante mí la mole fantástica del edificio Metrópolis y el comienzo de la Gran Vía. Entonces, los pensamientos y los recuerdos vienen y van por mi cabeza como si fueran un torbellino y me asalta la duda de si todo lo que he hecho y vivido me conduce indefectiblemente hasta aquí y ahora, o es que estoy recorriendo esta maravillosa calle por una pura cuestión de azar. Pienso en Nacho, el chaval alto, más bien escuálido, y de cara inexpresiva que nunca sabías si iba o si venía, pero que a mí no me falló. Un día que me estaba cayendo una buena somanta de hostias, merecidas por qué no decirlo, y ya me parecía que iba a perder el conocimiento, noté que la presión sobre mí disminuía y pude ver de refilón a Nacho sometiendo a un duro castigo a aquellos dos tan hijos de puta como yo, y lo hacía mecánicamente, con frialdad, como si estuviera haciendo una manualidad del cole. No hizo otra cosa en la vida que montar y desmontar ascensores, pero por lo menos conservó el trabajo hasta el final, hasta que hace tres años murió con el hígado destrozado por el licor café, la metadona y un montón de cosas más con nombres raros. Su hermano, criado bajo el mismo techo y por los mismos padres, aprobó Biológicas, sacó una beca de investigación y se fue a vivir a Bethesda, muy cerca de Washington. Se parecían físicamente bastante, pero el hermano tenía cara de buen chaval, de no haber roto un plato en su vida, con orejas de soplillo y sonrisa generosa. ¡Joder, qué dos hermanos tan parecidos y con destinos tan diferentes! ¿Por qué?

 

Nacho y Manolo El Rata eran inseparables. Del padre de El Rata nunca se supo nada y su madre era una puta gorda y mal encarada que prosperó ligeramente y se convirtió en madame. Era un cabroncete peligroso que parecía que no tenía media hostia encima, pero se la jugaba a cualquiera y cuando te encarabas con él y le decías «Manolo qué cabrón e hijo de puta eres», él siempre te devolvía una sonrisita irónica. No sabía ni de dónde le soplaba el viento, para él la Oda a la Alegría de Schiller y la Novena Sinfonía de Beethoven siempre fueron de Miguel Ríos. Fue depauperándose a pasos agigantados y acabó persiguiendo a las zorritas de su madre para que follaran con él a cambio de bastante dinero, lo llevaba en la mano y lo mostraba, pero ni las putas querían follar con él. Una noche de hace cuatro o cinco años me llamó uno de mis hermanos para decirme que a El Rata lo habían encontrado en la habitación de un puticlub donde trabajaba limpiando y cambiando el agua de las palanganas cuatro días después de haberse muerto. Los que no lo conocían decían que el pobre estaba muy descompuesto y que olía muy mal, pero mi hermano me aseguró que tampoco olía mucho peor de lo que ya olía en vida. Aquel día yo lo había pasado en varias reuniones en Torre Picasso con los consultores mequetrefes de Andersen Consulting. Y yo, otro mequetrefe más. Qué cosas…

 

Siempre me detengo delante del edificio de Telefónica y me acuerdo de Arturo Barea y de La Forja de un Rebelde. Ese libro me enseñó a amar este edificio al que sólo le puede hacer sombra el de los Servicios Públicos del Ayuntamiento de Nueva York, situado justo donde comienza el Brooklyn Bridge, rascacielos de piedra estilo europeo, nada de acero y cristal. Ahora no pasan obuses por la Gran Vía y no hay muertos en las calles. Son tiempos mejores, las aceras están llenas de gente, de putitas haciendo sus «bisnes», y la vida fluye en tropel, sin detenerse y sin reparar en nadie. Siempre me río cuando me acuerdo de N. y tengo que llamarlo así porque todavía vive, es policía municipal y arrastra una Hepatitis C de caballo. Es el tío más fuerte, peligroso, hijo de puta y buena persona conmigo que he conocido nunca. Él es el atleta sexual por excelencia. Récord histórico constatado por el Zar que habló personalmente con la mujer que lo padeció: trece polvos seguidos en una noche, sin parar, sin que se le viniera abajo su enorme pinga. Cara de simio, pómulos y cejas prominentes, listo como el demonio, aún hoy, con casi cincuenta tacos, tiene que hacer por prescripción facultativa cuatro horas de ejercicio diario para relajarse y no tener que echar más de dos polvos antes de irse a la cama.

 

Los llevo a todos en mi corazón, también al Gori, tonto y fuerte, muerto por sobredosis; a Javier Deza, que reventó la cabeza contra un cruceiro de 650 kilos, pero vivió y pudimos verlo muchos meses paseando por la calle sin medio cráneo, con los ojos torcidos y el encéfalo palpitándole debajo de la piel hasta que le hicieron un cráneo de metal; también murió de sobredosis. Y muy especialmente a Xira, mi dulce Xira, porque todos los recuerdos de esa época me conducen a ella y a aquel día tan especial en el que ella, mis amigos y yo coincidimos todos en el mismo sitio y a la misma hora. Era mi niña manantial porque cuando le comía las tetitas se ponía húmeda muy rápidamente, entonces le metía la mano entre las piernas y notaba la parte interior de sus muslos mojados hasta las rodillas. Era impresionante con sus diecisiete añitos en flor, su minifalda vaquera y camiseta y braguitas blancas a juego, siempre se sentaba de manera tal que yo pudiera verlas. Tenía novio, niño bien, buena persona que me miraba con odio y tristeza. Yo le decía: «pero Xira, tu novio…». «Él sabe lo que hay», decía ella. Con mis 19 años escasos yo no sabía cómo follármela, más bien donde follármela. Así que hice lo que no todo hijo de vecino puede hacer: recurrí a mi padre. «Papá, papá, déjame las llaves del coche. ¡¿Para qué cojones quieres las llaves del coche ahora?! Pa follar, papá, pa follar. Toma, toma hijo, toma, vete ya, no la hagas esperar». Porque mi padre fue un padre como Dios manda, nunca le falló a sus hijos y siempre nos apoyó en todo lo que necesitamos. Era un fenotipo clásico, profesional liberal, de derechas y putero sodomita consumado. Allá me fui con Xira a las afueras de la ciudad, al folladero municipal, nos pasamos al asiento de atrás y la puse a veinte uñas (a cuatro patas), porque ella estaba agobiada con la posibilidad de quedarse embarazada y yo le dije «no hija, no, no hay problema, déjalo de mi cuenta». Y siguiendo los buenos consejos de mi progenitor metí mi juvenil rabo entre sus nalgas hasta que mi pelvis rebotó contra sus duras, tersas y blancas posaderas. Fue impresionante. Agarré con fuerza su cuello y le viré la cara para contemplar su maravilloso perfil mientras ella gemía suavemente de dolor y placer. Así estuve un buen rato, navegando por sus entrañas, jugueteando con su caquita y acariciándole el clítoris hasta que levanté la vista para contemplar el amanecer y disfrutar del primer gran éxito de mi vida. Fue entonces cuando los vi a todos ellos en un coche, a diez metros escasos de mí, al Gori, El Rata, Nacho, Deza, N., derrotados, completamente abatidos sobre los asientos, mirándome sin verme, perdidos de sí mismos después de haberse metido la peor mierda del mundo en las venas.

 

En ese momento tuve un pensamiento sucio, asqueroso, vergonzoso y vergonzante, de hijo de puta, de mala persona, la persona que realmente soy, del que me arrepiento todos los días de mi vida en que me acuerdo, pero como todo pensamiento al fin y al cabo, incontrolable. Me dije: «soy un ganador y ellos unos putos perdedores». Pero te repito ahora, amigo/a mío/a, quiero que sepas que los llevo a todos en mi corazón, de ellos aprendí lo que es el bien y el mal, la amistad y la traición, la protección y el desamparo, el egoísmo y la generosidad. Gracias a ellos soy lo que soy: un superviviente.

 

¡Y que me quiten lo bailao!

 

Xira, mi amor, si sigues viva te digo desde aquí que puedes seguir follando con quien quieras, chupársela a quien quieras, pero, recuerda, tu culito me pertenece.

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