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ArpaNotas de un hijo de Nueva York

Notas de un hijo de Nueva York

 

30 de agosto, 2001 – Café Le Gamin – Temprano en la mañana

Conversación con Melinda en la cual le enseñas un cuento recién publicado en una antología italiana de escritores norteamericanos. Cada vez que tus palabras saltan la barrera hacia otra lengua, una emoción visceral. Mucho más emocionante que verlas impresas en inglés.

Melinda lo entiende de inmediato, dice “Es como tener otra alma, ¿no?”

       Una joven mujer está sentada del lado del banquillo de la mesa 10. Lleva una camiseta negra con una brillante bandera estadounidense, roja, blanca y plateada, atada a la altura del pecho. Superpuestas sobre las estrellas y las rayas, en antiguas letras inglesas de color rosa, la palabra  jugoso.

       Todo está demasiado estirado. Pronto debe romperse.

 

6 de septiembre – Temprano en la mañana

Primer día de regreso a P.S. 11 para Gwenny. Su césped desde pre Kinder, ella ya conoce el procedimiento. Sube las escaleras de un salto y tú vas hacia el oeste al café. Siempre es una mala idea leer el periódico. Los muros de la vida social, sostenidos por tirantes de miedo para evitar su colapso.

       Llega Juan, uno de tus favoritos Gaministas, aunque sea uno ocasional. Es argentino, pequeño y delgado, bien parecido, un poco como un búho tras sus gafas, restaura muebles franceses antiguos para ganarse la vida. Él te pregunta si has acabado con el periódico y, con cierto alivio, se lo entregas. Juan examina la primera plana y sacude su cabeza. Contento, dice que María y él se irán a Alemania apenas nazca el bebé. ¿Bebé? Todo su sentimiento cambia, se hace más suave. Si, será una niña. Se espera para marzo. Se mudarán primero al pueblo en donde María se crió, entre Colonia y Aquisgrán. Luego, eventualmente, a Barcelona. Estados Unidos, dice, se está poniendo demasiado extraño.

 

7 de septiembre – Le G. – Temprano en la mañana

El libro de los márgenes. Lo has ojeado un par de veces desde que Frazier te lo diera hace más de un año, pero sólo ahora comienzas a adentrarte profundamente.

       “Leer un texto implica varios grados de violencia; esto es suficiente aviso de que hay peligro en la casa.” Así dice Jabès en la página cuarenta y dos. 

 

8 de septiembre – Calles de Chelsea – Temprano en la mañana

Cualquier superficie blindada, sin importar cuan impenetrable parezca, tiene sus grietas, y algo blando se encuentra debajo.

 

9 de septiembre – Le G. – Media mañana

Sulieman trae tu café esta mañana. Es senegalés, enormemente alto, quiere modelar y es suficientemente hermoso para hacerlo, a pesar de una cicatriz en su mejilla que podría disimularse fácilmente. Dulce actitud también. Pagas en la caja y él te da un dólar y algunas monedas de cambio. En el borde gris del billete alguien ha escrito, muy claro y en mayúsculas: ESTE ES UN DÓLAR DE LA SUERTE.

 

11 de septiembre

Anochece y Gwen sube la escalera de mano, apoya sus codos en el alféizar de la ventana, mira  afuera, dice “Estoy comenzando a ver la nueva vista.” 

 

12 de septiembre –Tren #1 Aproximándose a Times Sqaure – Mediodía

El defectuoso sistema de comunicaciones hace parecer que el conductor de metro dijera: “aquí transferencias a N, Q, R y trenes ancestrales”. 

 

• • •

 

       Lo que se puede hacer normalmente se hace normalmente. Temprano en la tarde, Katie tiene una cita en el Upper West Side. Quieres quedarte cerca, así que Gwen y tú la acompañais a la ciudad paseando por Central Park.

       Caminar más allá del Teatro Delacorte y conseguir un lugar donde sentarse en el césped con vista más allá del estanque y hasta el castillo. Le muestras a Gwen, probablemente no por primera vez, la roca por la cual tú y otros niños solíais deslizaros, con la esperanza de poder deteneros antes de caer en el turbio estanque. Parecía una edad más salvaje. En verano, los niños solían saltar del precipicio en el Parque Inwiood al Hudson para nadar. Nadie llevaba cascos de bicicletas. El 4 de julio en la Pequeña Italia: por la noche, un tumulto de pequeñas balas que, de veras, se sentía como el estallido de una guerra de guerrillas urbanas.

       El cielo tan cristalino como ayer. A tu alrededor, jugadores de frisbee, niños retozando y una pareja rompiendo de manera exhibicionista. En ningún lugar hay una sensación de urgencia, de trauma. El ambiente del centro no ha llegado hasta acá arriba. Desde aquí, la ciudad del sufrimiento y la muerte ha sido negada. Más allá de la línea de árboles, las fachadas de los edificios del lado sur milagrosamente bloquean la ciudad al fondo. Un cordon sanitaire.

       Hora de buscar a Katie. Aún sin zapatos, andas a lo ancho del césped hacia el camino, pasando al lado de una pareja tendida sobre una manta -literalmente la mujer y el hombre más hermosos que hayas visto jamás-. Él le pasa una revista, ella roza la parte posterior de su pie con la pantorrilla de él. Sus extremidades entrelazadas. Como padres primerizos, antes del otoño.  

 

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       Tus dos alemanes, Wolfgang y Tobias, llaman para cerciorarse de que sigues en el planeta. Wolfgang hace un chiste siniestro -quiere asegurarse de que tu sentido del humor sigue intacto-. Las cosas se acaloran en el frente de los medios. De pronto, todas las preguntas que nunca se hicieron sobre WTC cuando estaba en pie se están enunciando entre los escombros. Respuestas, ellos exigen respuestas, ahora que es demasiado tarde. Tú haces el ridículo y compras un teléfono móvil.

       Afuera en la calle, Katie y tú, cada uno con un nuevo teléfono móvil en las manos, preparan las armas, listos para el rebote satelital. Mira hacia La Quinta Avenida. Tantos lugares desde los cuales no ver las torres.

 

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       Apagas las luces del cuarto de Gwen, bajas las persianas –su ventana mira hacia el sur, hacia la gran nube de polvo– luego te sientas en su cama para darle las buenas noches.

       Eres conciente del momento. Que deberías decir algo tranquilizante. Pero nunca le has mentido. Cuando su madre estaba en el hospital con una fractura en el cráneo, Gwen preguntó si iba a estar bien y dijiste: “yo creo que si”. Porque realmente lo creías. Pero no estabas seguro.

 

 

       Esta noche dices que no tienes idea de qué va a pasar, pero que harás lo mejor para cuidarla, para asegurarte de que estará a salvo. Pero no sabes qué va a pasar. Enciendes la luz en la mesa de noche y te levantas para irte. Ella te llama, estira la mano para estrechar la tuya, dice: “No pueden bombardear nuestro amor.”

 

13 de septiembre

Llama John D.: “Hemos pulsado un botón”, con lo que quiere decir que han mandado a imprimir treinta mil copias de Divided a toda velocidad con una imprenta bajo demanda. Eso y una extensa  tirada convencional por llegar.

 

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       En la 33 y Park, decenas de pequeñas banderitas y anuncios de “Dios Bendiga América” fijados a la ventana del Café Pinocchio.

 

14 de Septiembre – Noticias NBC – Media mañana

Estás sentado en una silla en la Recamara Verde. Frente a ti, en un sofá, tomando un descanso, las mujeres encargadas del vestuario y el maquillaje del Today Show. Miran la enorme televisión, engullen de la mesa repleta de dulces para el desayuno y comentan la emisión, usando repetidamente la palabra “Él” para describir a El Cabecilla.

 

“¿Quién es ‘Él?’”, preguntas.

“Tú sabes”, dice la mujer que hace algunos minutos empolvaba tu cara,

“Osama bin…”

“Si”, dice la mujer que planchó tu chaqueta, “tú sabes, Saddam bin Laden.”

 

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       Esperando ansiosamente, deambulas. La puerta de la oficina de Matt Lauer está entreabierta. Dentro, alrededor del monitor del ordenador, todo tipo de souvenirs. De pie y apoyado contra la pared, un póster de la icónica foto de Muhammad Ali, labios estirados hacia atrás mostrando su estremecedora sonrisa de protector bucal, de pie sobre un Sonny Liston caído, gesticulando Levántate así te puedo aplastar otra vez.

       Al Roker, querido hombre del tiempo, pasa vistiendo un impermeable amarillo brillante. Él abre la puerta de la escalera. Lo saludas con un ademán y él te lo devuelve, se encamina hacia abajo.

       Consigues una oficina pequeña, tranquila, luces bajas, nadie adentro. Calmar las cosas. Llamar a casa. Katie está bien. Todo está bien. Muchas llamadas de la prensa. Más de las que puedes ignorar. Revisas el monitor. Judith Miller, corresponsal en Oriente Medio del New York Times y autora de un bestseller acerca de expertos de ceras de guerra biológica, con una seria Katie Curic. Detienes a uno de los productores asociados. “Diles que tengo que irme en quince minutos.” Tu tos está empeorando.

       Has apagado el volumen del monitor, pero cuando vuelves a mirar, Al Roker está reportando en vivo desde la Zona Cero, sus oscuras, incalculablemente amables facciones resplandecientes, enmarcadas por la capucha del impermeable.

       Pisadas. El productor asociado. “Ok, Sr. Darton, usted es el próximo.” Tomas otro Fisherman’s Friend, toses tapándote con la manga, como Camille. Ella sostiene la puerta y tú vas escaleras abajo, casi alegremente, hacia el estudio.

 

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       En el aire en un minuto. Has perdido el envoltorio, así que echas la pastilla para la tos en el agua de tu taza del Today Show. Matt Lauer está sentado perpendicular a ti, estudiando las notas en su regazo con una intensidad exclusiva. En un foco de luces en medio del enorme espacio oscurecido, Katie Couric, tras un escritorio, da las últimas noticias. Un técnico coloca un micrófono Lavalier en tu chaqueta y lo sujeta a la solapa.

       Los ojos de Lauer despiertan, pero él no te ve a ti, en cambio dirige una mirada hacia el estudio. “Cuando la cita del arquitecto salga en la intro –acerca del World Trade Center como un símbolo de paz mundial– quiero las Torres detrás de ella”. A saber a quién le está hablando.

 

“Las Torres, ¿cómo?”, pregunta una voz desde la oscuridad.

“Pónmelas en cámara lenta. Explotando, cayendo, ¡como sea!”

 

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       Murat conduce la limusina que te lleva a casa desde el Rockefeller Center. Un ex-piloto de Turkish Airlines, degradado dos años atrás. Quiere que lo sepas, para que puedas contarle a los medios –asume que a ti te escuchan– que esos aviones los llevaban pilotos expertos, altamente entrenados, brillantes. Era un trabajo profesional. “Un avión así de grande, esa velocidad, un poco más para acá y estás a una milla y media de distancia.”

       Murat es un hombre seguro de sí mismo, con un tono de voz uniforme. Habla con serena autoridad. Parece haberse adaptado bastante bien a pilotar un coche Lincoln Town. Su prioridad es la misma que antes: que sus hijos vayan a la universidad.

       Tal vez tenga razón, tal vez haya sido pilotaje de precisión. Pero no puedes olvidar el aspecto robótico de la trayectoria del segundo jet mientras giraba abruptamente. Lo viste impactar, y en ese instante pensaste: misil dirigido.

 

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Tontos con banderas. Por todas partes.

 

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       Mediodía y a bordo del Amtrak destino a Rhinecliff. Elizabeth y Jonathan le han ofrecido a tu familia refugio para el fin de semana. Katie cocinará falda de carne. Habrá invitados agradables en la cena –alguien hará un tarta. 

 

15 de septiembre

Katie y Gwen se unen a Elizabeth, Jonathan y sus hijos en una expedición en busca de fresas. Tú te quedas. La tos cada vez peor.

       La mujer encargada de cuidar el refugio palladiano de E. y J. cuando ellos están en la ciudad llega con una copia de tapa dura de Didived. “Era la última en el Barnes & Nobles de Poughkeepsie” dice, casi sin aliento por la prisa. “¿Me la firmaría?”

       Este es el momento en el que, por primera vez desde el martes, la realidad te golpea de lleno. Para mantener tu cabeza despejada, una parte de ti se empeña en que tu relación con la WTC era como la de los demás, nada más, nada menos. Ahora la evidencia está expuesta ante ti: la portada familiar medio olvidada que lleva tu nombre –evidencia física de tu profunda implicación, repentinamente catastrofizado. No es un libro pesado, tampoco endeble. Lo más cercano que estarás jamás a sostener un pedazo del material de las Torres.

 

 

       Jonathan se conecta a la web para ver el progreso de Divided en Amazon. Casi da gritos de alegría. Está ahí junto a los mejores vendidos –número cuatro u ocho, algo así. Estás demasiado exhausto para imaginar siquiera lo que eso significa. Elizabeth te da eucalipto para poner en el agua cuando te bañes. Yaces acostado en su enorme bañera de piedra caliza –cuya forma recuerda a un sarcófago romano– y respiras el vapor.   

 

19 de septiembre

Cuando Eric. B y tú salísteis del café el lunes, él te arrastró literalmente a Rite Aid y te compró una botella de Buckley’s, ese jarabe para la tos verdaderamente vomitivo en el que cree ciegamente. Es ese tipo de remedios que son tan horribles, que hacen que el cuerpo se ajuste a sí mismo para no ser expuesto a una segunda dosis. Todo muy bien, en principio, pero han pasado dos días y Buckley’s no ha hecho ningún efecto en lo que sea que se ha hecho cemento en tus pulmones.

 

24 de septiembre – Media tarde

Falencki diagnostica neumonía común. Fuego en las torres. Agua en los pulmones. Extraña reciprocidad.

       Miguel R., fotógrafo asignado para hacerte una foto para un artículo en El País, llega a la oficina de Falencki. Es pequeño y encantador, modesto, incluso lleva un abrigo arrugado como el Colombo de Peter Falk, y se empeña en asegurar que esto no llevará mucho tiempo. Caminas hacia Washington Square Park y te coloca frente a un santuario improvisado –la reja que rodea el arco cubierta con banderas y flores-. Luego te sienta en el círculo de piedras que rodea la fuente. Vaya, qué curioso –hablando del eterno retorno-. Casi cincuenta años atrás, en tu segundo verano, tu madre tomó una instantánea de ti jugando en el centro de esa misma fuente. Un niño con las rodillas sucias y encantado con el rocío del agua, vestido sólo con pañales mal puestos.

Miguel tiene razón –en menos de diez minutos ya has acabado.

 

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       Miguel te envía un e-mail con las dos tomas que más le han gustado. Puede que te sintieras cansado como un perro, pero el hombre en las fotos parece fuerte como un caballo. Furioso y centrado. Tal vez aún hay algo de energía en ese viejo cuerpo.   

 

28 de septiembre – Media tarde

Entre entrevista y entrevista telefónica con una estación de radio en Filadelfia y un periódico de negocios brasileño, te sientas en la cocina y te tomas la sopa de bola de matzah que Katie trajo de Fairway. Por alguna razón, saca el tema del restaurante Gotham, el cómo se especializa comida de torres. Claro. Una vez fuiste allí con Elizabeth a tomar algo. Ella pensaba que era el lugar perfecto para organizar la fiesta de Divided. Miraste desde el bar hacia una mesa donde a los comensales les servían platos de cocina vertical –formidables estructuras que requieren ser demolidas antes de poder ser consumidas-.

 

3 de octubre – Le G. – Media mañana

El alcalde Giuliani ha dado todo de sí –lleno de duelo, lleno de simpatía, lleno de furia justificada. Hasta el tope. Su piel amarillenta brilla resplandeciente. Este es el hombre que se construyó un bunker de comando y control en el piso 23 de la WTC7 de Larry Silverstein presumiblemente a prueba de terroristas, sin reparar en gastos. Según un informe, corría hacia el bunker cuando cayó la torre sur, obligándolo a volver al ayuntamiento. Según otro, su señoría estuvo en el bunker desde poco después del impacto del primer avión, hasta el primer colapso. Todo el WTC7, bunker y demás, acabó desintegrado esa tarde. ¿Pero qué importancia tiene eso ahora? Ahora que tiene su ciudad soñada, siete millones y pico de almas bajo completo encierro.

 

4 de octubre

En las últimas tres semanas has hablado por los codos y has escrito muy poco. ¿Por dónde empezar? Comienza por donde lo hacen los entrevistadores: “¿dónde te encontrabas cuando sucedió?”. Podrías ser honesto y decir “en una sesión de terapia de grupo”, y arriesgarte a llevar la conversación hacia al terreno de Woody Allen. Podrías haber dicho que estabas en casa ya que la vista es más o menos la misma, pero no quieres mentir tan descaradamente. Así que te decidiste por: “en la oficina del doctor en medio de la ciudad, en el piso 30, orientado hacia el sur” y esa respuesta parece funcionar bastante bien. 

 

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       Mañana de. A través de la ventana de la oficina de Paul en la Calle 50 Oeste, miras abstraído como una extraña, inusual nube vertical se forma contra un cielo preternaturalmente despejado. Pocos minutos antes desvías la mirada para detenerte en su origen. Tomas la diagonal, una brecha naranja brillando en la Torre Uno. Un chien andalou. Esos son los significantes a los que recurrimos cuando no podemos procesar lo que vemos. ¿Qué demonios causó eso, una explosión? Miras tu reloj. Haces tiempo. Dios, eso costará una fortuna en reparaciones. Ganando tiempo: Nada de qué preocuparse, la Autoridad Portuaria lo reconstruyó la última vez, ellos pueden simplemente vender más bonos. Pasado un año, nadie lo imaginará…

       Finalmente abres la boca. Paul, S., J. y M. se vuelven a mirar. El segundo avión gira, se estampa  silenciosamente, y la ola de fuego. Piensas por primera vez: Maldición, hay personas dentro de esa escultura. Luego el flashback del Hindernburg. ¡Oh, la humanidad! Pero lo del Hindenburg fue en blanco y negro. Esto es a color. Y, en cualquier caso, lo del Hindenburg ya pasó. Así que esto debe estar pasando ahora. Miras el reloj otra vez. Tratas de ganar tiempo: Al menos todavía es temprano, las Torres no pueden estar llenas.

       S. llama rápidamente a su esposo, que volaba a casa esa mañana. Debía haber aterrizado una hora antes. Líneas ocupadas. El teléfono de Paul suena. Katie. Ella está mirando hacia afuera desde la ventana de tu salón, diez pisos más abajo y una milla o algo así hacia el centro. “Voy a la casa”, dices. La sesión ha terminado por hoy.

 

 

       S. marca nuevamente y recibe una verdadera señal de no disponible. Se siente aliviada por eso y tú también, pero ¿por qué? Paul nos despacha, cada uno por nuestro lado. Caminas por el pasillo con M. y ella se pregunta en voz alta si funcionarán los ascensores. “¿Por qué no han de funcionar?”, respondes –aunque una parte de ti se imagina a todos los ascensores de la ciudad fuera de servicio. Parece un apagón, pero no lo es.

       El tren E llega de inmediato. Cuando llegas a la calle 34 te sorprendes de que el metro siga funcionando tan al sur. Bing bong. “ Tren E hacia el World Trade Center” anuncia el conductor. Te giras hacia el hombre sentado un par de asientos a tu derecha, le preguntas “hasta dónde vas?”

 

“Hasta el final”.

“Bueno”, dices, “mejor que este tren no vaya al World Trade Center –está en llamas.”

“No”, dice él.

“Si”, dice un hombre al otro lado del pasillo. Llevas auriculares y una radio. “Un avión se estrelló contra él.”

“No “, dice el hombre a tu derecha.

 

       Las puertas se abrieron en la calle 23 y saliste. Por encima del hombro: “Mejor que te bajes en la calle Canal. Si este tren está tan loco como para ir más allá, es mejor que te bajes.”

       A través del torniquete y arriba por las escaleras a la calle. No mires a la derecha por la Octava Avenida. No quieres detenerte, ni ver nada más hasta que estés arriba con Katie. Toma el ascensor a tu piso en la planta 20, con vistas al sur.

 

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       Katie y tú caminais hacia la calle 21 para recoger a Gwen de la escuela. “¡Quédense tranquilos!” exclama el monitor en la puerta. “Estoy calmado”, dices, y es la verdad.

       En el auditorio, el director habla a un puñado de padres. “Los niños lo saben”, dice. ¿Saben qué? “No están aterrorizados”, dice él. ¿Por qué deberían estarlo? Aún no ha ideado un plan de retirada. Dice que los tendrá listos para ser recogidos en cuarenta y cinco minutos. Katie y tú caminais hacia Le Gamin, pedís cappuccinos helados para llevar, os apoyais en un pórtico al otro lado de la calle del colegio. A la hora concertada, subes a la planta de Gwen, saludas a otros padres que se han agrupado en el pasillo. Los niños hacen dos filas fuera de los salones. “Entonces”, le preguntas a Gwen, “¿quieres quedarte y almorzar con tu clase y te venimos a recoger a las tres, o quieres venir a casa con nosotros ahora?”

       “Estoy un poco asustada”, dice Gwen. “Preferiría estar con vosotros.”

       Los tres caminais hacia el este por la calle 21 hacia la Octava Avenida, y ahí tomais la decisión entre todos de no ir a casa sino al sur, a donde Frank. No quieres estar en un rascacielos ahora mismo, y el chalet adosado de Frank está a dos manzanas del viejo piso de Katie en una tercera planta en la calle 12. Volver atrás en el tiempo a edificios con salidas de incendios. Toboganes y escaleras.

       Mareas humanas surgen desde ambas direcciones por las aceras de la Octava Avenida, abarrotan las calles, sin saber muy bien adónde ir. A medida que te acercas a la calle 14, te planteas girar hacia St. Vincent para donar sangre. Pero Katie quiere que os quedeis juntos y, además, ha escuchado en la radio que los hospitales están inundados de gente dispuesta a donar.

       Frank abre la ventana y lanza la llave. Brooke también está arriba –la antigua secretaria de Frank, y, desde la muerte de Gloria, su autoproclamada protectora. Instalada en el sofá, te mira durante unos minutos, luego dice, como si debieras haberlo sabido todo este tiempo, que Frank tiene un amigo perdido en las torres –trabajaba en una de las plantas en las que los aviones chocaron. De repente te das cuenta de que estás imponiendo tu presencia.

       Caminas de vuelta a Chelsea. En cuanto cierras la puerta del piso suena el teléfono. El productor de Tom Brokaw. Ya ha dejado un mensaje en el contestador. “Eres tu el Eric Darton que escribió… ¿podrías aparecer en el programa inmediatamente?” ¿Muchos aviones de pasajeros siguen sin aparecer y se supone que tú tienes que ir al Rockefeler Centre? ¿Dejar a Katie y a Gwen? Simplemente di que no.

 

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       La mañana siguiente y tomas tu lugar preferido en Gamin –a la luz al lado de la ventana, junto a la maltratada planta con la bandera francesa pegada al macetero. Se está cargando el ambiente con las puertas cerradas. Mario, en su uniforme blanco de Chef, está de pie en una escalera justo detrás de la puerta, ajustando el aire acondicionado de manera que los clientes no tengan que respirar tantas micro partículas. Afuera, un par de mujeres jóvenes, delegadas y elegantemente vestidas, echan un vistazo al café, deciden afirmativamente y toman el pomo. ¿Puede Mario verlas desde ahí? ¿Es posible que ellas no lo vean? La puerta es de vidrio enmarcado en madera, y cualquiera diría que sus piernas son claramente visibles a través del cristal –¡bang! La escalera tiembla pero resiste. Dios mío, ellas están a punto de intentarlo otra vez. De tu boca escapa el clásico ¡Yo! neoyorkino, mientras saltas y das ligeros golpes a la ventana. Ays y miradas avergonzadas. Mario baja de la escalera y, cortés como siempre, les abre la puerta. El Trade Center ya no está, eso es seguro. Pero nuestra visibilidad no ha mejorado en nada. Sigue fuera de foco. No podemos ver lo que está en frente de nosotros.

 

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       Más o menos un día después, bien el 13 ó el 14, ves a Eric B. por primera vez desde el 11. Directo al grano. Comienza a especular sobre qué hacer aparte de precipitarse a la guerra. Cómo la ciudad, incluso ahora, podría extenderse por el resto del mundo –usar los horrores recién vividos para tomar un atrevido paso adelante-. ¿Qué tal si Nueva York se convirtiera en el punto de partida para una línea ferroviaria futurista, un línea magnética que atravesara Canadá, a través del estrecho de Bering y hacia Asia –una nueva ruta de la seda– con conexiones a Europa y África? Vuestra charla se hace más animada a medida que construís, en vuestras mentes, un enorme proyecto internacional de obras públicas, uniendo una serie de localidades autónomas pero dependientes las unas de las otras.

       La energía generada por esta terrible agresión tiene que dirigirse a algún lado. ¿Por qué no transformar las bombas vengadoras en una red ferroviaria? Cecil Rhodes construyó una vía de tren, igualmente ambiciosa en aquel tiempo, para agrandar su fortuna y el poder del Imperio Británico. ¿Por qué no crear una conexión mundial de infraestructuras para beneficio de los seis billones y pico de personas del mundo? Además, la gente parece querer permanecer más cerca del suelo en estos días. En un breve plazo de tiempo, Nueva York debería volver a aprender cómo construir buenos barcos. Después de todo, la bahía sigue ahí. Y el alma de la ciudad siempre fue el mar.

       Antes de separaros, te detienes un momento en la calle iluminada por el sol, frente al café. Él te cuenta que mientras caminaba por la calle 21 ese día, vió un camión de bomberos que iba cruzando la ciudad. Pero el camión no era rojo. Era gris. El parabrisas roto –memorias, cartas, facturas pegadas al frente y a los lados– papel pegado al yeso. Y el camión siguió andando, sin sirena, dirigiéndose hacia el oeste, hacia los muelles de Chelsea, dejando atrás ese olor. El olor del primer día, distinto a todo lo demás.

 

* De libro Las cosas caen juntas, Vol. 1 de Notas de un hijo de Nueva York, 1995-2001

 

Traducción: Montague Kobbe y Laura Montanari

 


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