Noventa por ciento de todo. Sombras del comercio marítimo

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La construcción alza diez pisos hasta el puente, el centro de navegación del barco, que, para mayor visibilidad, se extiende con forma de T sobre el ancho de los contenedores o “cajas”. Fragmento del libro publicado por Capitán Swing

 

Embarque. Formalización y filipinos

 

Aunque aparente ser enorme, el Kendal es un buque de tamaño medio. Su cubierta mide sólo tres campos de fútbol de longitud, cuando hoy en día las cubiertas más grandes alcanzan hasta cuatro. Lo encuentro bonito, aunque los marinos de un velero de mástiles y los de los yates elegantes se burlarían de mí. ¿Un buque portacontenedores? Tan feo y tan cuadrado… Esas líneas puras, esa popa hundida tan poco sutil, parecida al trasero de un comensal gordo en la silla de un restaurante. Se sienten superiores con sus mástiles de madera, sus velas y su romanticismo ventoso. Los fanáticos de los cruceros enloquecen al ver sus campamentos de vacaciones flotantes llenos de camarotes —como picaduras de viruela en cada costado— o con su blanco orgulloso y reluciente. Pero a mí mejor me das este buque industrial con sus pilas de cajas multicolores, este buque que espera pacientemente en el muelle con toda la industria bailando para él.

 

Los hombres que trabajan aquí no creen que tenga nada de excepcional lo que ocurrirá a continuación: una metamorfosis. Cuando esté hecha la carga, los cabos desatados y la pasarela retirada, el Kendal se convertirá en algo sorprendente, extraordinario: miles de toneladas de miles de cargamentos distintos flotando mar adentro, donde no hay nada más que agua, viajando sanas y salvas al otro lado del mundo, lo mismo que hace él también cada dos meses, tan fiel como un yo-yo o un búmeran. La tarea del Kendal es viajar a Felixstowe, Bremerhaven y Rotterdam; hacer escala en Le Havre, en Francia, y luego atravesar el Canal de Suez hasta Salalah, Omán, Colombo, Sri Lanka, después al estrecho de Malaca para detenerse en Puerto Klang (en Malasia) y Singapur, antes del último destino, Laem Chabang (Tailandia), en donde da la vuelta para regresar. El Consejo Mundial de Transporte Marítimo, en un intento de seducir a los visitantes de su página web, informa de que un buque portacontenedores viaja en un año el equivalente a tres cuartas partes del camino de ida y vuelta a la Luna. Aunque realmente no tenían necesidad de ese reclamo: cualquier viaje ordinario es suficientemente extraordinario.

 

En lo alto de la pasarela esperan otros dos acompañantes más, uno es asiático, el otro no; uno es alegre, el otro no. El avinagrado es Igor, segundo de a bordo, oficial de cubierta, y la desdicha es su apariencia natural, porque se suponía que volvería a casa hace semanas y ahora su cara destila frustración como sudor. Ha sido asignado para mostrarme mi aposento. Algunas líneas de barcos mercantes llevan pasajeros. Los pasajeros de pago en barcos industriales pueden reportar ingresos y, además, la experiencia puede venderse después como una especie de crucero sin aglomeraciones. No obstante, los barcos comerciales que atraviesan el océano Índico ya no admiten pasajeros por los riesgos de la piratería. Por esa razón, aquí soy una supernumeraria (definición del diccionario: “No deseado o no necesitado; redundante”, o bien, “que no pertenece al personal habitual, que ha sido contratado para una tarea específica”). Seré, por tanto, y hasta nueva noticia, el último extraño consentido en un barco de la Maersk por el golfo de Adén.

 

La gente del Kendal vive y trabaja y se distrae en su zona de alojamiento, una superestructura color crema situada hacia la parte trasera del barco, una dirección que debería empezar a denominar “popa”. La construcción alza diez pisos hasta el puente, el centro de navegación del barco, que, para mayor visibilidad, se extiende con forma de T sobre el ancho de los contenedores o “cajas”, como suele decirse en la jerga mercantil. Paso por las hojas de acero de una pesada puerta de metal a una sobrecubierta, el nivel más bajo de la zona de alojamiento, pero llamada así por los otros pisos de cubierta que tiene debajo hasta la sala de motores y las bodegas. Samuel Johnson escribió que “estar en un barco es como estar en una jaula, pero con la posibilidad de ahogarse”, y aunque Maersk tiene fama de hacer circular buenos barcos, la decoración del interior es como la cara más confortable de un penal: paredes lisas, suelos de goma almohadillado como en las oficinas, luz de hospital. Un barco es al mismo tiempo lugar de trabajo y hogar, pero es la estética del lugar de trabajo la que ha ganado. (1)

 

Los pisos de la cubierta se ordenan por orden alfabético. Los oficiales viven más arriba y los marineros debajo. Mi camarote se encuentra en la cubierta D, el mismo nivel de los oficiales, pero no a la altura de la F, que es donde vive el capitán, debajo del puente. Los camarotes son espaciosos porque suelen alojar a oficiales de visita, tienen salón, dormitorio y baño propio. Hay un ordenador, una impresora, un reproductor de DVD y una televisión; un equipo musical, una ducha compacta y un retrete con desagüe biológico. Está amueblado con un estilo ejecutivo funcional. La disposición de los colores va del beige al azul oscuro. Es mejor y más grande que muchas habitaciones de hotel en las que me he alojado, y además flota.

 

Igor se marcha murmurando que el capitán va a convocarme en algún momento, así que me pongo a leer una carta dejada por la Sociedad Naval de la Misión Cristiana, en la que agradecen de su parte al o a la ocupante del camarote por llevar su mercancía hasta este país. Luego paso el tiempo antes de la cena mirando por la claraboya. Es un panorama lleno de actividad. Cada puerto entre Felixstowe y Singapur exige que se carguen contenedores y se descarguen otros tantos. La blancura de los contenedores es cautivadora, a pesar de que esa es una apreciación excéntrica, de poca aceptación entre la gente que trabaja con ellos y que piensa que son anodinos, opacos, vacíos. Material lleno de más material.

 

Con su carga máxima, el Kendal lleva 6.188 anodinos TEU, contenedores formalizados de veinte pies [un pie equivale a 0,3048 metros]. TEU es un nombre mundano para algo que ha cambiado el mundo, pero es lo que tiene internet. Observo una grúa alzando un TEU por los aires; sus cables haciendo danzar el contenedor hasta conseguir que esté transversal al barco, encajándose con un golpe seco en un lugar enfrente de mi claraboya y luego retrayéndose con correas de serpentina. De hecho, de no ser por los golpes, el movimiento sería de ballet. Ahora mi vista consiste en un contenedor gris, los surcos de su chapa ondulada ligeramente rayados y herrumbrosos, y en su exterior tatuado: MAERSK. Otros contenedores están marcados por los nombres Evergreen, Hapag-Lloyd, CMA CGM, Hanjin: nombres propios en el mar, en una estación de clasificación y en las oficinas de control marítimo, pero en ningún sitio más. Todavía podemos encontrar cajas similares y esas mismas marcas en el entorno de nuestra vida moderna. Los ves descansando en pilas en las estaciones de clasificación cuando pasas a su lado en tren, o enganchados a un camión y ralentizando tu marcha en la autopista. Compras productos para el pelo en un puesto del mercado instalado dentro de sus familiares paredes de chapa ondulada, o incluso duermes en un sofisticado hotel construido a partir de ellos. He visto contenedores tirados en las cunetas de las carreteras africanas, a varios días en coche de la ciudad más próxima, salpicaduras de rojo entre la verde jungla, depósitos de comercio desplazados. Están en todos sitios si te fijas, si miras con detenimiento.

 

Probablemente, este contenedor esté vacío. El Reino Unido es posindustrial y tiene poco que exportar. “Desperdicios y aire caliente”, dijo lacónicamente un oficial cuando le pregunté en qué consistían nuestras exportaciones. También podría haber mencionado la chatarra y las armas exportadas a los turcos, que han invertido en plantas de reciclaje para procesarlas, a diferencia de los británicos, que de forma derrochadora lo llaman desperdicios. Pero este sí lo sería, aire caliente. El límite geográfico del Canal de Suez es una puerta a la abundancia: más allá de él, el Kendal comenzará a recolectar lo que Oriente ha fabricado para Occidente, subiendo mercancía a las bodegas durante todo el camino hasta Tailandia, antes de darse la vuelta y volver a casa con su premio. Así es como oscila la cadena de suministro, columpiándose con su propia y curiosa lógica. El transporte marítimo es tan barato que, en el plano financiero, tiene más sentido que el bacalao escocés viaje miles de millas hasta China para que lo corten en filetes y luego lo manden de vuelta a las tiendas y restaurantes de Escocia, que pagar a escoceses para que lo corten ellos mismos. Un periódico escocés denominó “locura” a esta práctica, pero en realidad es solo eso, transporte marítimo. (2)

 

La cena es a las seis en la cubierta B. Hay dos comedores, uno para la tripulación y otro para los oficiales, que son parte de la tripulación pero que no se cuentan como tales, lo cual no tiene mucho sentido, como tampoco lo tiene que haya tres palabras para ir hacia atrás (a trasera, a zaguera, a popa). El barco es un país extranjero y tengo que aprender su lengua. La cantina de la tripulación es sencilla, con un caldero grande de arroz que está siempre lleno y un microondas con dos opciones de funcionamiento: ramen instantáneo para uno o ramen instantáneo para dos.

 

Mi sitio está en el salón de los oficiales. En la puerta de al lado, la tripulación “se alimenta” sobre planchas de formica, en cambio aquí las mesas están vestidas con manteles azules y papel de filigrana; gastado, eso sí, y sucio. Me dirijo a un asiento al lado de la portilla, justo debajo de un retrato de la Reina. Al parecer se trata de una decoración frecuente en los barcos de bandera británica, aunque desconcierta a cualquiera que haya visitado ciertos países —Irak, por ejemplo— en los que el número de retratos oficiales refleja el grado de temor de la población. Pero ahí está ella, y yo tengo demasiada inseguridad en este lugar como para discutir nada al respecto. Los hombres van y vienen y cogen comida del bufé del aparador. Nadie habla. Mi vecino es un hombre silencioso que come sujetando el tazón cerca de la boca de una manera impropia para Occidente, no así para Oriente. Después me entero de que su nombre es Chan, tercer ingeniero, de Birmania, y de que, aunque en tierra los birmanos puedan resultar exóticos y raros, en las embarcaciones son muy comunes. Constituyen, en el lenguaje de los economistas, una de las bolsas de trabajo modernas: es como si los ricos armadores cogieran cañas y estuvieran a la pesca de cabos, petroleros, contramaestres, entre los hombres de Bangladesh, Filipinas y Europa del Este. Frente a mí está el tercer oficial, un hombre joven, rubio y larguirucho; después Igor, que sigue malhumorado. El silencio es intimidante pero, incluso con nerviosismo, procuro entablar una conversación con el tercer oficial.

 

—¿Cómo te llamas?

—Maris —entiendo.

—Oh, ¿como el mar? ¡Qué buen nombre!

—No. Como el mar no. Marius.

 

Me mira con un cansado desdén y regresa a repostar, rápido y en silencio. Con un esfuerzo adicional me entero de que es rumano. Igor es moldavo. El capitán es un gélido surafricano. El jefe de máquinas, un británico llamado Derek, de Plymouth o cerca, con las vocales redondeadas de Devon. Otro rumano, Mike, es el segundo ingeniero; un indio lánguido llamado Vinton es el jefe de oficiales; y el hombre en cuyo sitio estoy sentada es el chino Li, cuarto ingeniero. Ocho plazas, cinco nacionalidades. Un buque normal. Detrás de la mesa hay dos cadetes británicos, aprendices de ingenieros. Maersk recluta cadetes para capacitarlos y así desgravar impuestos del Gobierno británico, por lo que hay chicos de Newcastle y de las islas occidentales de Escocia, lugares de tradición marinera que todavía mandan a sus jóvenes al mar. Los cadetes tampoco hablan mucho. Al final de este almuerzo triste y silencioso, me pregunto qué he hecho enrolándome por varias semanas en esta desolación, y encima con un enorme océano afuera al que poder saltar…

 

Me quedo dormida y entretanto el barco zarpa. Para alguien acostumbrado a tierra, el movimiento del barco se parece al mecerse de una cuna gigante, aunque con ruido de motor. Me despierto en la German Bight, algo que suena como una enfermedad arbórea, pero que en realidad es una extensión de mar más allá de Dover. Para alguna gente, tan sólo existe en el pronóstico marítimo de la BBC, un programa de difusión nocturna sobre tormentas y fatalidades en South Utsire, Dogger, Rockall o las Hébridas, emitido en unos tonos tan sedantes que uno se siente arrullado por el peligro que otros pasan, con ese culpable y deshonesto deleite de estar a salvo y en la cama.

 

Ningún barco puede protegerse del mar. Cuando en 2012, frente a la costa italiana, el crucero Costa Concordia se perforó el casco con una roca y volcó, un titular recordaba: “los grandes buques aún se hunden”, como si eso fuera noticia. El Kendal, pese a las dimensiones de su casco y su motor —un Doosan-Wartsila del tamaño de una casa—, no es más que un pedazo de metal flotando en un elemento que puede retirarle su protección en cualquier momento; que puede inclinarnos, batirnos, agujerearnos, abrumarnos y hundirnos. Por eso estamos tan preparados como nos es posible, con equipamiento salvavidas para 34 personas y certificados de seguridad de la Agencia Americana de Transporte Marítimo, un líder entre las sociedades de clasificación, que es como se conoce a los que redactan los estándares de seguridad de los barcos. Hay un confortable número de intereses a los que concierne este buque y su seguridad: si los pusieras en fila, alcanzarían desde la proa suavemente curva del Kendal hasta su achaparrada popa. Una lista incompleta de ellos incluye armadores, propietarios, financieras, fletadores, sociedades de clasificación, reguladores nacionales e internacionales, aseguradores del casco, de la mercancía y hasta riesgos de conflictos armados, entre otros. Pero incluso con todos esos intereses y con toda la supervisión, cada minuto en el mar es un minuto ganado al peligro. Cada minuto se esperan problemas viniendo de otros barcos, de obstáculos inadvertidos, de eso que los marineros llaman “mal tiempo” pero que es más maligno y elemental que el tiempo que tenemos en tierra.

 

El Canal de la Mancha, por ejemplo. Un mar doméstico, un trecho de agua tan inofensivo que cruzarlo a nado se ha vuelto algo corriente. En 2010, en este mar doméstico, el yate Ouzo desapareció, probablemente echado a pique por un trasbordador de la compañía P&O llamado Orgullo de Bilbao, y los tres jóvenes que componían su tripulación fueron hallados con sus chalecos salvavidas correctamente colocados, pero sin vida. (3) Aquellos marineros para los que el canal llevaba el nombre de “mar de las cabezas y los corazones doloridos” sabían bien a qué debían temer y no se llevaban a engaño con su reducido tamaño o la tranquilizadora cercanía de dos países seguros y civilizados. El mar Angosto, tal y como también se lo conoce, constituye una de las rutas marítimas más transitadas. Da cabida a pequeños botes, pesqueros de arrastre, yates, buques contenedores, cargueros de grano al por mayor, carbón, cualquier cosa. Hay lentos barcos cisterna, así como ferris que cruzan con furia y velocidad, como haciendo uso de una prioridad regalada por el mismísimo Dios. Eso respecto a los peligros de la superficie. Porque los gráficos revelan enclaves marítimos denominados Ciudad Jardín, Rivera de las Hadas, Bajíos Negros, así como campos de tiro y puntos donde ha habido colisiones. También muestran el Dispositivo de Separación de Tráfico de Sunk, en donde Sunk no significa “hundido” ni es la antesala al desastre, sino un lugar que da su nombre a una política de autopistas marinas. Al no ser marinera, desconocía de la existencia de autopistas marinas. Mi mapa de tierra muestra hasta el camino más angosto, pero el mar es un vacío azul que sirve sólo de contraste con la tierra. Aquí no hay nada que ver, sobrevuélalo, aprisa, circula.

 

En algún lugar de la German Bight me levanto a tomar un café matutino con la tripulación en su sala del ramen. No falta nadie: los horarios de comida y bebida en el Kendal son escrupulosamente respetados. El desayuno es a las siete de la mañana, el descanso matinal de diez a diez y media, el almuerzo a las doce del mediodía y la cena a las seis de la tarde. Y son muy frecuentados: comer mata el aburrimiento. Algunos marinos siguen llamando cigarrillo al descanso de la mañana, a pesar de que no se puede fumar en la zona de alojamiento ni, espero, en ningún lugar cercano a los contenedores con líquidos inflamables.

 

Hay veinte hombres y una mujer —Pinky, la cocinera— trabajando en el Kendal, un ratio de personal que desconcertaría a cualquier empleado en un buque de guerra, en donde sí pueden vivir miles de personas. Estoy sorprendida, y contenta también, claro, de encontrar a una mujer a bordo, pues las mujeres sólo  constituyen el dos por ciento del número total de marinos. Los oficiales son de diferentes procedencias, pero la tripulación es toda filipina. No es de extrañar, más de un tercio de todas las tripulaciones en el mundo son de Filipinas. Un cuarto de millón de ellos vive en el mar. (4) Y son muy deseados, porque, como me dijo una vez un marino filipino, “somos baratos y hablamos bien inglés”. Son los nuevos malayos, los cuales a su vez eran los nuevos lascares —marineros asiáticos muy empleados hasta la Segunda Guerra Mundial—, y probablemente se verán sustituidos por una nueva ola de tripulación barata que sepa hablar inglés.

 

Presentaciones: el contramaestre es Elvis, él es quien gobierna en el reino de las labores manuales en las que trabaja toda la tripulación. Por debajo de él está Julius Jefferson, un cabo muy musculoso que debe su nombre al presidente de Estados Unidos; el grumete Dilbert, un electricista llamado Pedro, y Denis, el pintor, cuyo trabajo es lijar óxido y luego pintar, lijar óxido y luego pintar. Está también Pinky, vestida de blanco como buena cocinera, y su ayudante de cocina y azafato, Francis. Están Joselito y Axel, grumetes o aprendices, que realizan trabajos rutinarios.  Finalmente, queda un cabo robusto que se presenta con el nombre de Arqui. En realidad, es Arquímedes; Arquímedes de nombre completo, Arqui para abreviar.

 

Parecen cansados. Los oficiales pilotan y gobiernan el barco, pero son estos hombres quienes cuidan de él con una labor que es manual y agotadora: subiendo constantemente las pilas de contenedores para realizar el control de las seis mil unidades, dando a las cubiertas su provisión de aceite y sal, asegurando, reparando, soldando, porteando. Hasta su ropa parece agotada cuando dejan los monos de trabajo colgando en la entrada de la zona residencial, con las botas pegadas. Son monos tan pesados que conservan su forma y parecen fantasmas ahí tendidos, con la cara vuelta hacia la pared, presos del abatimiento.

 

Y, sin embargo, la tripulación es tan agradable como helada era la cena de anoche. Tienen el humor rápido que se esperaría de cualquier ciudadano de Filipinas, donde las dos ocupaciones más prolongadas del país, la de España y la de Estados Unidos, se suelen describir así: “Cuatro siglos en el convento y cincuenta en Hollywood”. Además, una cara nueva es siempre una novedad. Algunos llevan meses en el mar, con apenas una hora en tierra firme. Aunque es eso lo que desean: a diferencia de los oficiales ellos no pertenecen al barco, sino que están aquí con un contrato temporal. Pedro y Arquímedes podrían tirarse seis meses en el Kendal, moviendo contenedores, y luego transportando harina de maíz desde Iowa o productos químicos a Hamburgo. Muchos meses en el mar les evita la inseguridad que comporta lograr un nuevo contrato. (Y no sólo inseguridad. Algunas agencias de colocación de Manila exigen a los desempleados que trabajen durante meses sin cobrar antes de dignarse a darles un contrato).

 

Pinky ya lleva seis meses a bordo. Francis llegó a estar en un barco hasta diez meses seguidos. Una vez, Pinky regresó a casa en Filipinas después de seis meses, y sólo tres semanas y media más tarde la volvieron a llamar. Se tuvo que ir, a pesar de que tiene un niño pequeño. La necesidad obliga. Toda la tripulación tiene hijos incluso Francis, que todavía es un muchacho. Uno dice: “La primera vez que estuve en casa para el cumpleaños de mi hijo fue cuando cumplía los siete años”. Y perderse los nacimientos es tan común como perderse los cumpleaños. Es el precio que hay que pagar por lo que ganas. Tanto Pedro como su mujer trabajan en el extranjero, igual que otros diez millones de filipinos. Él está en cualquier lugar y ella en Hong Kong, de empleada doméstica. Sus hijos viven con sus abuelos, y Pedro y su mujer se han perdido todo su crecimiento. Un cuerpo especial del Gobierno —la Comisión para los Filipinos Expatriados— se ocupa de todos los trabajadores emigrados como Pedro, preparando una estimación anual sobre el tamaño de la diáspora, tratando a los trabajadores igual que si fuesen grano o tornillos. El cómputo está dividido por países, y el primer lugar de la lista, detrás de Vanuatu, se corresponde al de los que no tienen Estado: trabajadores que residen en el mar. La oleada marítima llegó a Filipinas en el año 1974 con el impulso del presidente Ferdinand Marcos. (5) Hoy van ya por noventa las academias marítimas, que lanzan más de 40.000 marinos cada año. Y en 2011 esos marinos enviaron a casa 4,3 millones de dólares en transferencias. (6)

 

El novio de Pinky vive con los padres de ella y es la causa de que ella esté conviviendo con veinte hombres durante meses, cocinando con sus mejores habilidades, que adquirió en un breve curso de cocina europea y que son variables. En el alféizar de la ventana guarda las semillas de pimienta. “Son para mi gran jardín. Si siembro suficiente pimienta, no me tendré que marchar al Mar”. Todos los miembros de la tripulación están aquí por dinero. Y lo admiten sin pudor ni preámbulos. Llaman a su trabajo “dólar por nostalgia”. Un alto funcionario del Gobierno de Manila puede ganar 300 dólares al mes; el salario mínimo que exige para un marinero la Organización Internacional del Trabajo es de 555 dólares. (7) En el mar, trabajan bajo la regulación británica pero con tarifas filipinas. Incluso así, un cabo (un rango humilde) gana mil dólares al mes en el Kendal, sin contar las horas extra. Además, en tierra tienes que comprar los trabajos; y los sobornos pueden llegar a los 5.000 dólares. Lo tienen calculado a la perfección: cuantos más años trabajados, mayor será tu casa. Quince, a menudo, o diez si tienes suerte. Con más de eso compras una tienda y con algo más mandas a tus hijos a colegios decentes, escuelas superiores o universidades.

 

Los cálculos no siempre son exactos. Julius lleva ya diecisiete años en el mar y aún continúa. “Pero los años pasan muy rápido. Siempre que vuelvo a bordo, creo que voy a parar. Pero luego no puedo escapar”. Creció junto al mar y tiene un título en la Marina mercante. Al principio le vendieron el cuento de hadas del mar. “Pensé que era bonito, que podías ver el mundo entero, China, Japón…, conocer toda clase de gente”. Hoy no le recomendaría a nadie la vida del mar. “Porque ahora sé cómo es”.

 

Un chiste entre marineros: “Viajo a través del mundo entero pero todo se parece a la sala de motores (o al puente o a la pasarela)”. En aquella época en que los buques aún cargaban mercancías variadas, toda clase de cosas dentro de fardos, cubas, montones de pilas —y los estibadores lo descargaban todo manualmente—, sí se pasaba más tiempo en tierra. Había descanso y había recuperación. En The Box, una historia del contenedor, el economista Marc Levinson describe una travesía del año 1954 en un carguero típico, el SS Warrior: transportaba 74.903 cajas de diverso tipo, otras 71.726 cajas de cartón, 24.036 sacos, 10.671 cajones, 2.880 paquetes, 2.877 embalajes, 2.634 piezas diversas, 1.538 bidones, 888 latas, 815 barriles, 53 vehículos, 21 cajones, 10 vehículos transportadores, 5 carreteles y otros 1.525 bienes sin determinar. Un total de 194.582 bultos que eran cargados y descargados a mano. El peso total sobrepasaba las cinco mil toneladas de mercancía y desplazarla podía llevar semanas. (8) El Kendal es capaz de cargar y descargar varios miles de contenedores en menos de veinticuatro horas.

 

Al día siguiente, se formaliza la presentación a fondo del barco a los recién llegados. El encargado es el tercer oficial Marius. Nos reúne a los dos cadetes y a mí, una pequeña camada; salimos de la oficina A en la cubierta del barco y pasamos por el tablón de anuncios, que es el que indica cuándo se está de servicio y cuándo libre. Las opciones de tierra —dentro o fuera— no sirven aquí: aquí “fuera” sólo significa “hombre al agua”. En primer lugar, las atracciones de interior: una máquina karaoke en la cantina de tripulación, una diana y una consola Wii en la de los oficiales; una biblioteca en la cubierta D equipada con DVD baratos, libros y dos ordenadores sólo para jugar. El Kendal sólo tiene cuatro años, pero no suministra internet o Skype. El acceso a internet no es ni libre ni privado. Los miembros de la tripulación mandan sus emails al capitán una vez al día y éste es quien los reenvía y quien administra las respuestas. La última vez que tuve tan poca libertad navegando fue en 1995.

 

Y estas son las instalaciones de exterior: una canasta de baloncesto en la cubierta de popa, cuyo suelo parece demasiado resbaladizo como para jugar sin lesionarse y cuyas bajas barandillas parecen una invitación a perder balones en el océano. Detrás del área residencial hay una piscina, vacía, y un par de sillas viejas junto a una barbacoa fabricada con una tina de aceite y atada a la barandilla para ganar estabilidad. Es un marco muy improbable para la diversión, justo debajo de una enorme pared de contenedores refrigerados (para pescado, medicinas, plátanos) que zumban constante, insistente, asocialmente. Pregunto si alguna vez se ha usado la barbacoa. “No, por Dios”, dice Marius. “Es aún peor que el comedor. Todo el mundo ahí de pie con cara larga y el ruido de los generadores y los contenedores enfrente. Horrible”.

 

Ahora vamos a la sobrecubierta. Hay aquí un gimnasio, con máquinas de remo y cintas para correr, con pesas a las que el entusiasta Julius parece dar uso, y eso que ya el mero trabajo manual debe ser suficiente ejercicio. Hay un pequeño lavadero muy usado, con una lavadora en la que está marcado: “Solo monos de trabajo”, para aquellos que trabajan entre el aceite, el óxido, la sal y la humedad de cubierta. Arriba, en la cubierta A, se encuentra el tablón donde todo el personal debe anotar, por razones de aduana, los aparatos electrónicos de su pertenencia, así como una máquina con bebidas y otros productos que, en el barco, hace las veces de tienda de la esquina. Se venden refrescos, agua y chocolate, así como productos diversos, como pasta de dientes o crema de afeitar.

 

El alcohol está prohibido desde hace dos años en los barcos de Maersk. A sus empleados no les está permitido beber ni en mar ni en tierra y hasta les pueden hacen controles de alcoholemia. Tripular un barco requiere la misma sobriedad que conducir un coche; el alcohol ha sido asociado con accidentes marinos que van desde hundir pasarelas en el puerto hasta estrellar el barco en el Southend Pier, el mayor muelle de ocio del mundo. A pesa de ello, es una medida muy impopular, considerada como un insulto, como si tratara de críos a los marineros. Pero ha vuelto más tranquila la vida a bordo. La gente solía relajarse con una cerveza después de una guardia. Ahora se retiran a sus camarotes con un DVD o con su ordenador portátil. El lamento por la inhumanidad de las máquinas se ha convertido en un lugar común de la vida moderna, pero la realidad es que en la atmósfera cerrada y claustrofóbica del barco, sus efectos se multiplican.

 

Y ahora los elementos de seguridad: amplios botes salvavidas color naranja, macizos y bien precintados por el momento, y trajes de inmersión para escapar en alta mar o a bordo de una lancha salvavidas. A mí me corresponde por asignación el bote salvavidas de estribor, que está equipado con botellas de agua y raciones de emergencia con la inscripción de “Seven Seas, ración de supervivencia, 2.500 calorías por paquete”. Por dentro, el bote salvavidas está equipado como un avión de carga militar, con arneses y asientos numerados en sus rígidos bancos. Lleva bengalas, un ancla de capa y remos para su uso durante el desembarco en la costa, de modo que el bote no se vuelque ni vaya a pique con las olas. No hay retrete, sólo dos cubos de color rojo y una escotilla que puede abrirse. El bote tiene un aspecto seguro y terrible al mismo tiempo. En caso de necesidad, podría ser o bien colgado de unos cables, balanceándose hasta el agua en un proceso que me describen como “inaguantable”, o bien lanzado de forma desprevenida desde una altura que te rompería todos los dientes.

 

Durante la presentación, el cadete escocés, que es muy hablador, sostiene un comentario continuo de bromas y opiniones. Por eso me asombra la profesión que ha escogido: todo el estrépito y color de su personalidad encerrado en una sala de motores. Pero tiene también una opinión al respecto: “No me quedaré en los contenedores. Qué aburrimiento. Quiero ir a un barco de los que abastecen las plataformas petrolíferas”. Es bien sabido que los buques que aprovisionan las plataformas petrolíferas ofrecen mejor comida y mejores salarios, en definitiva una vida mejor. Sus tripulaciones pasan tiempo en casa. El muchacho no entiende por qué he querido subir a bordo. ”Porque la navegación es crucial y básica, y la gente no lo sabe”. Le contesto.

 

—Pero es aburrida.

 

Miro a los dos muchachos y me pregunto cuánto tiempo durarán. Sólo llevan meses en el mar. Les quedan décadas. Cuando le pregunto a Marius cuánto tiempo lleva esta vez en el mar, veo que se sabe hasta las horas.

 

Todo sucede en Rotterdam. Aquí es donde nos abastecemos de suministros para todo el viaje, y por eso Pinky hojea sus muestrarios con algo de desesperación. Es una buena contable, aunque una vez se equivocó desplazando un decimal, por lo que el Kendal no cargó mil huevos, sino diez mil. Pinky, la de los diez mil huevos. Además, va a subir a bordo cuatro días un entrenador para darle a la tripulación unas lecciones sobre nutrición y salud; la razón es evidente: una tripulación sana es una tripulación mejor. “Vaya mierda”, dice Marius, que es flaco como una habichuela, “mejor me entero de dónde está el gimnasio”. También va a venir un tercer oficial y van a ascender a Marius, mientras que Igor todavía no ha gestionado su salida y eso que hace ya varias semanas que le expiró el contrato. Lo escucho quejarse del personal a bordo: no entienden nada de la vida de los marinos y no se dan cuenta de que una semana extra, después de seis meses en el mar, parece un mes.

 

Tampoco entienden que aquí el tiempo pasa de diferente forma. Para empezar, nos marcamos nuestro propio ritmo. El sonoro rumano de Marius acaba de inundar la megafonía para anunciar un “retraso de los relojes” de una hora. Es preciso estar alerta, porque a veces el cambio de uso horario lo decide el capitán, no Greenwich. Esto confunde a las personas y a los ordenadores, pero verdaderamente se hace con la mejor intención. Bien ejecutado, este cambio de horas evita lo peor del jet lag, lo violento que resulta para el cuerpo ganar o perder horas; y al final no es más que un suave retumbar en el altavoz.

 

El puerto de Rotterdam tiene cuarenta millas [más de 64 kilómetros] de largo. Es el mayor puerto de Europa, en parte porque se usa para el trasbordo de mercancías: los grandes barcos llevan sus productos a otros más pequeños que pueden cruzar el Canal de la Mancha y no necesitan puertos de aguas profundas, que son pocos y caros. No parece haber nada poético en Rotterdam, pero alguien ha intentado suavizar al menos la ferocidad y necesidad de su industria dándole a sus muelles el nombre de grandes ríos: Amazonas, Yangtsé (además de Gasolina y Química). La marina mercante puede ser poética a su pesar; está el silbido de sus vientos, por ejemplo: los catabáticos, que se deslizan desde las cañadas escocesas y derriban desprevenidos botes en los lagos; o bien el vendaval del Chocolate, un viento del nordeste en las antiguas Indias Occidentales y la Spanish Main, la costa caribeña que estaba en poder de España. En los muelles mecánicos e inhumanos, hombres con casco miran un buque, hacen el cálculo de cuántos contenedores puede llevar y se apuntan: “Mil maniobras en total”. También se dice que los contenedores alojados en los astilleros están “en la sala de espera” (y pagando por ello). En oficinas marítimas de Londres, Hong Kong y Nueva York se habla de una “ley húmeda” para bajas, accidentes y similares, y de su “seco desenlace” para las negociaciones posteriores con fletadores y aseguradoras. También se debate sobre el “fletamento a casco desnudo”, que, pese a su resonancia erótica, sólo se refiere a un tipo de arrendamiento de barco, sin cobro por su mantenimiento y administración. Se habla asimismo de una aparentemente alegre “charter party”, que no es otra cosa que un tipo más de arrendamiento. Está la elegancia de los “certificados de marinería”, que, abreviando, se queda en ticket, así que, por ejemplo, el capitán tiene un ticket de alta mar, no de costa, y de travesía extranjera, no de doméstica. En Rotterdam hay también un área cuyo nombre, Bootleg, me sonaba encantador. Solo que en realidad se trataba de Botleck, muy conocido entre la tripulación por sus productos de duty-free. Está a sólo cinco millas [ocho kilómetros] del barco y les ahorra los cien euros del taxi a la ciudad, porque te proveen de transporte si te comprometes a gastar lo suficiente. Cosa que no es difícil: los precios son bastante más altos que sus equivalentes con tasas. Me desconcierta que la tripulación de filipinos compre aquí Nintendos cuando son más baratas en Asia. Pero lo hacen, y encima contentos: “Para mi hijo” o “Para mi hija. Me perdí su cumpleaños”. Suplen la ausencia con productos electrónicos.

 

En la cena nos aguarda una sorpresa. Un nuevo capitán. El surafricano se ha ido. Ahora puede entenderse su frialdad: hacía cuatro días que había llegado al fin de un viaje de dos meses en el mar, y los invitados no eran una prioridad. A posteriori, soy más comprensiva con él, con sus intentos de romper el hielo, como cuando le pregunté por las normas a bordo para los visitantes y me respondió: “No juegues con el ancla”. Ahora se ha marchado y aquí está quien le sigue a continuación, el otro capitán, que ha pasado dos meses en casa y ahora estará dos meses al mando de la nave, mientras el primero está en tierra. Cuando me las estoy viendo con otra de las aburridas ensaladas de Pinky, se acerca a la puerta del comedor y se presenta: “Llámame Glenn”. Es un hombre flaco y agradable de North Shields, una ciudad conocida por sus minas de carbón, por sus marinos y por la pobreza. Va bien afeitado, tiene el pelo gris y una apariencia austera, pero su acento tiene ese tono cálido del inglés del norte, y también su conducta. “No te preocupes por las formalidades, dice. Disfruta tu cena. Y lo más importante, disfruta mi barco”. Y sí, ahora creo que lo haré.

 

 

 

 

Fragmento del libro Noventa por ciento de todo. La industria invisible que te viste, te llena el depósito de gasolina y pone comida en tu plato, traducido por Juan A. García Román, que acaba de publicar la editorial Capitán Swing.

 

 

 

Rose George se embarca desde Rotterdam a Singapur a bordo de buques gigantescos, patrulla el Océano Índico con un grupo de trabajo contra la piratería, se une a los capellanes marineros e investiga el daño causado a especies marinas en peligro de extinción. La periodista y escritora británica comenzó a escribir en 1994 como pasante en The Nation. Años más tarde, se convirtió en editora senior y escritora de Colors, la célebre revista internacional bilingüe sobre culturas locales. En 1999 se mudó a Londres, donde comenzó su carrera independiente. Desde entonces, ha escrito para medios como Independent on SundayArenaFinancial TimesDaily Telegraph y otros; ha sido corresponsal de guerra en Kosovo para Condé Nast Traveler y ha publicado tres libros de no ficción. Entre estos destacan A Life, donde explora la realidad cotidiana de los refugiados y las personas desplazadas en Liberia; y The Big Necessity, en el que analiza los sistemas de salud pública del mundo, y el potencial tóxico que representan los desechos humanos no tratados.

 

 

 

 

Notas


 

[1]    Johnson, según escribió James Boswell, estuvo intentando traerse de vuelta a tierra a su criado Francis Barber, que se había hecho a la mar. El señor de Barber “se interesaba muy sinceramente en liberarlo de un tipo de vida sobre la que Johnson siempre expresó su más hondo aborrecimiento. Decía: ‘Ningún hombre se hará marinero si tiene excusa suficiente para ir a la cárcel, porque estar en un barco es estar en la cárcel con la posibilidad añadida de ahogarse’. Y en otra ocasión: ‘Un hombre en la cárcel tiene una habitación más grande, mejor comida y, normalmente, mejor compañía’”. Life of Johnson, Project Gutenberg, consultado en febrero de 2013.

 

[2]    El pescado se captura, se congela, se descongela para filetearlo y se vuelve a congelar para hacer el viaje de vuelta. “Aquel chiste de que ‘Un pez viaja más muerto que vivo’, decía un oficial de la Federación de Pescadores Escoceses, ‘se ha hecho realidad’”. Mike Merritt y Rob Edwards, ‘The Madness of Filleting Scottish Fish in China’, Sunday Herald, 23 de agosto de 2009.

 

[3]    Rupert Saunders, Jason Downer y James Meaby eran marineros experimentados. Cuando se los encontró, llevaban chalecos salvavidas. James Meaby se encontraba a unos cincuenta kilómetros de los otros y probablemente sobrevivió hasta doce horas en el agua. Nunca se encontró nada del Ouzo. Sección de Investigación de Accidentes Marítimos, ‘Report on the investigation of the loss of the sailing yacht Ouzo and her three crew, south of the Isle of Wight, during the night of 20/21 August 2006’, Informe n.º 7/2007, abril de 2007.

 

[4]    La Organización Internacional del Trabajo calcula que existen un total de 1,2 millones de marineros en todo el mundo. La Comisión sobre Filipinos en el Extranjero trabaja con la cifra de 369.104 “trabajadores filipinos viviendo en el mar”. Stock Estimate of Filipinos Overseas, diciembre de 2011.

 

[5]    UNCTAD, Review of Maritime Transport, 2011, p. 159.

 

[6]    Nota de prensa del Ministerio de Exteriores, ‘President Aquino Conducts Historic Trilateral Meeting with EU leaders at ASEM9’, 6 de noviembre de 2012.

 

[7]    Cámara Internacional de Navegación, Annual Review, 2012, p. 30.

 

[8]    Marc Levinson, The Box: How the Shipping Container Made the World Smaller and the World Economy Bigger, Princeton, Nueva Jersey: Princeton University Press, 2006, p. 33.

 

Autor: Rose George