A los quince años, se enamoró de la química. El lenguaje pautado de los átomos y los orbitales encajaba con una lógica presente en muy pocas cosas salvo en la música. Balancear ecuaciones químicas era como resolver el sistema de apertura de una caja secreta china. Las simetrías ocultas en las columnas de la tabla periódica poseían parte de la grandeza del Júpiter. Y encima era posible ganarse la vida con eso.
Estoy por poner este texto a mis estudiantes al comienzo del curso de Química, un texto repleto de quimiofilia, palabra que me invento en oposición a la quimiofobia que adjudica todos los males a este oficio bien digno, que puede llegar a ser un arte, como le decía Juncal al Búfalo. Pienso que ‘balancear ecuaciones químicas’ debería haberse traducido como ‘ajustar ecuaciones químicas’. Para rematar esta imagen simpática de la Química, o este ‘blanqueamiento’, como se dice ahora, podemos añadir otro fragmento de esta novela tan interesante, que equipara en muchos momentos la Química y la Música, disciplinas ambas que han desarrollado un lenguaje propio
El primer año lo entusiasmó. Se sentaba en el auditorio junto a otros cuatrocientos estudiantes de Química mientras el profesor garabateaba pizarras llenas de ideas que pertenecían a un mundo dentro del nuestro. Los laboratorios —titulación, precipitación, aislamiento— eran como aprender a tocar un nuevo instrumento caprichoso pero espléndido. La materia estaba rodeada de misterios que esperaban a ser descubiertos. Al salir del laboratorio con olor a alcanfor, pescado, malta, menta, almizcle, esperma, sudor y orina, Els percibía el aroma embriagador de su futuro.