Paisaje onírico de Belén

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El pastorcillo Jesús prefería soñar a vivir. Aunque, ¿acaso no es vida el sueño? Creía que si no se despertaba se detendría el tiempo. Desde que superó la cumbre de los diecisiete años, presintió que ya había atravesado el ecuador de su vida. Soñaba con cruces de madera, con coronas de espinas, con manos perforadas con clavos. Soñaba que mientras dormía, su padre apuntaba con una horca hacia su cabeza, y se le inundaba el corazón de peligros.

 

Habría necesitado de las interpretaciones de José, el undécimo hijo de Jacob, (que tan buenas migas hizo como adivino con el Faraón de Egipto); o del mismísimo Sigmund Freud, (si hubiera nacido), para entender qué significaba todo aquello. 

 

Creaba nuevas constelaciones en sus sueños, como la de la Cerda Mayor, que siempre le producía regocijo. Ver a aquellos cuatro lechones mamando de la teta múltiple materna, le parecía un presagio benéfico. Todo lo contrario que cuando veía a su padre en sueños.

 

¿Qué jugarreta fatídica le tendría preparada el Viejo? Y como Jesús presentía que no debía ser nada bueno, prefería seguir durmiendo y soñando, para que su destino no le pillase despierto.