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ArpaPájaros verdes

Pájaros verdes

 

Uno


Mahmud mira a los soldados desde el último asiento del autobús. Piensa que van a notar que el documento de identidad que lleva entre las manos no es suyo: que es evidente que su foto tiene un nombre distinto al de él. Pero no. Si lo mira bien, el nombre que está junto a la fotografía podría pertenecerle, y el documento, tan ajado a fuerza de estrujones, hasta podría tener muchos años. Aún así tiene miedo: los soldados pueden sospechar que algo anda mal; y entonces le apuntarán con los fusiles, le gritarán, lo requisarán. Y si eso sucede él sabe qué hará: levantará los brazos con el detonador en la mano, cerrará los ojos y apretará el botón. Pero si no advierten nada extraño, si sólo preguntan su nombre, él deberá responder: Ali Marwan Abu Rabih; Ali Marwan Abu Rabih, susurra otra vez, Ali Marwan Abu Rabih. Tiene un permiso especial que le tramitó su padre para viajar a Silwán, en la parte vieja de Jerusalén. Allí lo espera su tía enferma, a la que su padre le envía veinte shekels. ¿Para qué?, se pregunta Mahmud. Para que pueda pagar un camión que lleve sus muebles hasta el campo de refugiados, se responde. ¿Por qué?, se vuelve a preguntar. Porque el Estado de Israel va a demoler su casa la semana que viene y ella no tiene adónde ir. Mire, deberá decir al soldado, Aquí están, y entonces sacará del bolsillo la bolsita de plástico en la que lleva envueltos muy prolijos los veinte shekels para su tía; y al soldado no le importará que el dinero sea para su tía, porque el soldado la odia, como lo odia a él y a todos los árabes; lo que al soldado le importará es que ese dinero es para que un árabe más se vaya de Jerusalén, y por eso lo pensará dos veces antes de retenerlo o, mejor dicho, de retener el dinero para que su tía se marche. Tienen que dejarme pasar, piensa apretando el documento, tienen que dejarme pasar…

 

 

Dos

 

Había abordado el autobús poco después del amanecer. El recorrido iba de Nablus a Jerusalén, pasando por Ramallah. Tras el contorno difuso de su figura reflejada en el vidrio, había visto pasar llanuras y montañas, campos fértiles y desiertos; también campamentos de refugiados palestinos: Amir, Tahibe, Al Bira. Sus chabolas de cemento se amontonaban sobre la acera como cajas de zapatos. Las paredes de sus construcciones, agujereadas por las balas, estaban cubiertas de frases rebeldes y fotos de los mártires de la resistencia a la ocupación israelí. Algunos precarios edificios se alzaban por encima de la monótona sucesión de techos bajos. Cientos de estrechos callejones, llenos de trincheras y restos de fogatas, confluían en las calles principales, creando intrincados laberintos de tapias bajas y muros en ruinas. A lo lejos, rodeando los campamentos, se alzaba la interminable valla de hormigón que el Estado de Israel levantaba para delimitar sus territorios en Cisjordania.

 

Ahora, la carretera se extiende hasta el horizonte, perdiéndose bruscamente en las honduras del valle y volviendo a resurgir un poco más allá, entre los límites indefinidos del cielo blancuzco y las cumbres de las montañas. A lo lejos, casi suspendidas de las nubes, se ven las doradas bóvedas de Jerusalén. El camino está sembrado de señales de advertencia para los árabes que intenten llegar a Jerusalén sin un permiso del gobernador militar. Poco después del último cartel, flameando junto a un improvisado toldo de lona, se ve una bandera israelí y, a metros de ella, un vallado de hierro con alambres de púa. El autobús acaba de frenar lentamente. Los soldados lo rodean; algunos se quedan a una cierta distancia apuntando con sus fusiles.

 

—¡Todos abajo, desciendan con su equipaje!

 

Uno de los soldados acaba de subir y grita órdenes desde el otro extremo del pasillo. La puerta trasera se abre y todos empiezan a bajar con sus bolsos. Dos soldados los empujan hacia el costado de la ruta. Uno a uno, sus compañeros van respondiendo a las preguntas: A qué lugar se dirige, Cuál es el motivo del viaje, Cuándo estará de regreso, Por qué lleva tanta ropa, Cuánto dinero gastará, En dónde va a parar. Después les piden los permisos y revisan sus documentos. Los dejarán seguir si están de buen humor o los enviarán caminando de regreso si así les place. Mahmud espera y siente ganas de vomitar. Un poco más allá, un hombre canoso, vestido con saco marrón y camisa blanca, tartamudea intentando explicar por qué lleva tanto equipaje. Los soldados desarman su bolso y esparcen sobre el asfalto sus pertenencias. Junto a él, una mujer con velo islámico espera su turno; tiene la mirada clavada en el suelo y los antebrazos apretados contra el estómago. Al fin uno de los soldados llega hasta Mahmud. Le pide los documentos.

 

—¿Cómo se llama? –pregunta–.
 Ali Marwan Abu Rabih –responde Mahmud–.
¿De dónde viene?

 

—De Nablus.
 El soldado revisa la mochila: una vianda, un pantalón, dos remeras. Después escudriña el documento de identidad y el permiso con el sello del gobernador militar. Mahmud siente la sangre golpeando en su garganta.

 

—¿A dónde va?

—A Silwán. Ayudaré a mí tía a mudarse a Nablus…

—¿Y cuándo regresa?

—Mañana, señor… –El soldado no escucha a Mahmud, sólo grita:

—¡De prisa! ¡Todos a bordo!
 Mahmud recoge sus cosas y aguarda su turno para ascender al autobús. Minutos más tarde retoma el viaje a Jerusalén, su último destino.

 

 

Tres

 

Me llamo Mahmud. Soy vendedor de té. Viajo todas las mañanas a Ramallah. El viaje es un poco largo pero vale la pena. Vendo en un hospital de la Cruz Roja. Empiezo por la guardia y sigo por los pabellones hasta venderlo todo. Tengo muchos clientes que me compran sólo a mí. Conozco muy bien mi trabajo. Si hay un hombre sentado y algún otro niño trata de venderle té yo me acerco y le ofrezco té gratis. El hombre me lo acepta pero me da dinero. O puede que en otro lado haya tres hombres que no quieren té, entonces les ofrezco tres tazas por un shekel y aceptan. Así es como lo hago. Pero últimamente el negocio está muerto. Antes ganaba veinte shekels en cada viaje pero ahora tengo suerte si saco diez. Mis precios son los mismos pero la gente ya no compra. En los viejos tiempos fácilmente podía vender dos lotes de tasas al día. Ahora vendo sólo uno. Uno o a veces ni siquiera eso.

 

 

Cuatro

 

Aún es temprano, pero los ruidos del gentío ya empiezan a inundar los callejones cercanos al mercado. Azzaf, la madre de Mahmud, ya ha encendido el fuego, evitando despertar a los niños, moviéndose sigilosa como un gato entre las penumbras rojizas. Algunos rayos de sol comienzan a penetrar por la pequeña ventana clavándose como agujas sobre el piso de adobe. Inclinada sobre la mesa, con las sienes apoyadas entre sus manos, lee con dificultad la carta que Mahmud le ha dejado antes de marcharse. Junto a ella, vacío, está el termo que cada día llevaba a Ramallah. Azzaf solloza y se dobla sobre sí procurando reprimir un grito. Las imágenes se amontonan en sus retinas como la arena sobre los viejos caminos de Cisjordania. Su cuerpo, inmóvil, se vuelve a estremecer con el viento glacial que inundó la carretera aquella noche de enero. Lo siente colándose en la cocina, como se coló por las oxidadas bisagras del viejo furgón en el que la trasladaban al hospital para dar a luz. Afuera, mezclados con el viento del desierto soplando en su memoria, confundiéndose con la rumorosa multitud que ya empieza a agitarse en el mercado, se escuchan los ruegos de Mustafá, su marido, tratando de convencer a un soldado de que los deje pasar.

 

—Está por dar a luz –le decía–, la llevamos al Hospital de Ramallah con su hermana.

—¿Y el señor? –preguntaba el soldado señalando con el rifle a Imad, el vecino que los conducía en su camioneta.

—El señor es nuestro vecino, Imad Abu Askar, ese es su documento, mire, él se ofreció a llevarnos.

—¿Y? –preguntó mientras revisaba lentamente los papeles que Mustafá le acababa de entregar.

—¿Y qué? –respondió Mustafá tratando de controlarse–. Mi esposa ha sangrado mucho, está débil y con dolores de parto; déjenos pasar por favor –le dijo haciendo un gesto de ruego con las manos–.

—No me falte el respeto y póngase más atrás –ordenó el soldado golpeándole dos veces en el pecho con la culata del fusil–.

 

Azzaf lo veía todo a través del vidrio trasero del furgón, en donde aguardaba con su hermana; los dolores crecían y las contracciones eran cada vez más fuertes.

 

—¿De dónde viene? –preguntó una vez más el soldado–.

—De Nablus, ya se lo dije tres veces, por favor el niño está por nacer, déjenos continuar.

—¿Hacía dónde se dirige?

—Hacia Ramallah, vamos al Hospital de la Cruz Roja –le volvió contestar Mustafá–.

—Es mentira –dijo el soldado–. Usted no va a Ramallah. Dígale a su mujer que salga del vehículo.

 

Entonces abrió la puerta con violencia. Era un soldado joven, de no más de veinte años, e iba fuertemente armado; tenía la boca y la nariz tapados con una bufanda verde y el casco le cubría la frente hasta las cejas.

 

—Buenas noches, señora –dijo mirándola de arriba abajo–.

 

Azzaf miró al soldado con un gesto implorante. La colchoneta sobre la que la habían recostado y la manta que la cubría estaban manchadas con sangre.

—¿Está enferma? –preguntó sin esperar una respuesta; luego se dirigió a Bethel, la hermana de Azzaf–.

—Descienda del vehículo y aguarde afuera –Bethel obedeció.
Luego lo miró a Mustafá y dijo–:
No podemos dejarlos pasar.

—¿Por qué? –preguntó Mustafá pálido de impotencia–.

—Porque no pueden pasar, hay toque de queda.

 

Dos soldados más se acercaron caminando lentamente.

 

—Pero adónde vamos a ir, mi esposa está por dar a luz –replicó Mustafá–.

—No sé –dijo el soldado–. Váyanse a su casa.

—¡Pero necesitamos ayuda médica!

 

El soldado levantó los hombros y abrió los brazos con las palmas extendidas hacia adelante.

 

—No es mi problema, vayan por ahí –dijo señalando hacia una laguna que había al costado de la ruta–.

—¿Qué? –preguntó sorprendido Mustafá–.

—Nada –respondió el soldado–. Era una broma. Dense la vuelta y regresen, por aquí no podrán pasar.

—Por favor –volvió a insistir Mustafá–. Mi mujer puede morir, y mi hijo también estamos a minutos del hospital, déjenos pasar.

—No discutas conmigo –dijo el soldado cerrando con un fuerte golpe la portezuela–.
El interior del furgón quedó a oscuras y Azzaf sintió que sus piernas y su útero se endurecían. No podía moverse, no podía cambiar de posición. La sólida frialdad del piso le penetraba la espalda. Su mente le sugería movimientos, gritos, pero su cuerpo no respondía. Afuera, los sollozos de su hermana y los ruegos de su esposo se hacían cada vez más lejanos, más tenues. Una fuerza incontenible le empezó a horadar las entrañas, abriéndose paso desde adentro con firmeza y determinación, atravesando su dolor, surgiendo de su vientre sin que ella pudiera controlarlo. Al fin se entregó a la vida: relajó su pelvis, liberó su energía en un grito desesperado y, después de unos segundos, Mahmud, Mahmoud Mustafa Ashour, el primero de sus siete hijos, al fin lloró.

 

 

Cinco

 

Ayer vino un hombre a casa. Le entregó a mamá un sobre con dinero y algunas fotos de Mahmud vestido como shahid. Mamá lloró. Igual haremos un festejo. Compraremos dulces y jugos para agasajar a todas las personas que están viniendo a felicitarnos. Estamos orgullosos de mi hermano y de todo lo que él hizo. Doy gracias a Allah por él y por el honor que ha traído a la memoria de nuestro padre. De pequeños soñábamos con ser shahid. Corríamos hasta los puestos de comida blandiendo los fusiles de madera que papá nos había construido. Nos imaginábamos tirando granadas de mano y matando a soldados israelíes. Yo y mis hermanos nacimos aquí. Es bueno vivir cerca del mercado. Pero lo feo es el olor. Cuando papá volvía del trabajo siempre se quejaba. Es una mezcla de olores, decía: ¡A desinfectante! ¡A basura! ¡A excrementos! Y es verdad. Aunque a veces el olor se confunde con el de las especias y frutas. O con los perfumes que se ponen las mujeres. En la entrada a casa hay un recibidor con fotos del abuelo. También está la llave de la casa que Israel le quitó a nuestra familia. Las paredes están llenas de rosarios musulmanes y figuras de Yasser Arafat y el Che Guevara. Tenemos un televisor que podemos ver a veces, cuando hay electricidad, o cuando transmite la TV palestina. También hay un horno a leña y un aparador para guardar comida. Después está el dormitorio. Allí mamá colocó las fotos que le dio el hombre. Están en un portarretratos dorado junto a otras de papá y abuelo. La misma imagen de Mahmud rodeado de pájaros verdes y con una bandera palestina ondeando en el fondo está pegada por todo el campamento. Todos saben fue un mártir. Yo sé que nos espera junto a papá y el abuelo en un lugar especial del paraíso. Que Allah los tenga en su Gloria.

 

 

Seis

 

Es un vídeo casero. Dura dos minutos. Está circulando en todos los canales de televisión y dicen que ya lo han subido a internet. En la grabación se ven dos sillas. En una está sentado un hombre con pasamontañas que lee las preguntas de un pequeño anotador. En la otra está Mahmud vestido con uniforme militar. Lleva un arma en la mano. Una vincha verde de la brigada de los mártires de Al Aqsa le cubre la mitad de la frente. Detrás de ellos se extiende una bandera palestina y, sobre un pequeño atril de caña, un libro del Corán.

 

—¿Cómo te llamas? –pregunta el hombre de la capucha–.

—Me llamo Mahmoud Mustafa Ashour. Mahmoud es el nombre que me pusieron a mí, es la variante de Mohammad, el nombre del fundador del islam y significa loable, glorificado. Mustafá es el nombre de mi padre, que murió en una cárcel israelí. Mi abuelo también se llamaba Mahmud y mi familia completa se apellida Ashour.

—¿Por qué quieres ser un shahid?

—Porque quiero estar en el paraíso. Hay una pared alta e impenetrable que nos separa del paraíso o del infierno. Allah nos promete uno o el otro. Al apretar el detonador y explotar uno abre la puerta del paraíso, el camino más corto al cielo.

—¿Tienes miedo?

—Tengo miedo, pero el miedo fortalece mi fe. Hice juramento con el Corán ante la presencia de Allah. Sé que voy a entrar al paraíso por la puerta de la yihad, una entrada especial guardada para los mártires y los profetas. Sé que hay otras maneras de hacer yihad, pero ésta es dulce… la más dulce. Las operaciones de los mártires, si se hacen por Allah, duelen menos que la picadura de un mosquito.

—¿Qué le dirías a los jóvenes palestinos que quieren liberar a su pueblo de la ocupación israelí?

—Que luchen con todas sus fuerzas. Todos deberíamos aspirar a convertirnos en mártires. En la intifada las piedras casi liberaron a media palestina. Los mártires han sembrado el terror entre nuestros enemigos. Ellos tienen armas nucleares y helicópteros. Nosotros sólo tenemos piedras y bombas caseras para defendernos. Pero Allah está de nuestra parte. Hay que luchar hasta recuperar lo que es nuestro. Soy Mahmoud Mustafa Ashour y mañana me convertiré en un mártir, heriré a Israel en su corazón. Allah sea glorificado.

 

 

Siete

 

Los oí conversando en la cocina. A mi hermano Mahmud y a Basán, su amigo. Se estaban preparando para ir al campamento de la escuela de verano de Al Aqsa. Nunca devolverán nuestra tierra, decía mi hermano. Pero hay que resistir, Mahmud, escuché decir a Basán. No tenemos armas, o tiramos piedras o morimos como mártires. ¿Has pensado en ser mártir?, le preguntó Mahmud. Claro que sí, todos queremos ser mártires, ¿o tú no quieres ser mártir? ¿Que si quiero ser mártir?, claro que sí, para morir por Allah, pero además para vengar la muerte de papá. Pero si eres mártir no puedes fallar, replicó Basán. Un verdadero mártir es el que se pone el cinturón y lo hace explotar, ningún mártir verdadero regresa de su misión, ellos no son mártires. ¿No? No, todos los encarcelados por haber intentado ser mártires sin conseguirlo no buscaban convertirse en mártires, ni tienen nada que ver con ellos, al menos eso es lo que dice Zackaría, le oí decir a Basán. ¿Quién es Zackaría? El comandante de la brigada de mártires de Al Aqsa, mañana lo conocerás.

 

 

Ocho

 

No tengas miedo. Espera. Tu alma se convertirá en un pájaro verde y volará por los jardines del paraíso, comiendo de sus frutos, bebiendo de sus aguas, refugiándose en las lámparas de oro que hay bajo el trono. Estira tu mano y en el aire, a contraluz de la luna, traza con tu dedo índice la figura de un caballo blanco que, al galope, tardará cien años en salir de la sombra del árbol del tubà, cuyas ramas recitan constantemente las suras del Corán. Saborea el vino, las riquezas y las setenta y dos muchachas bellas y vírgenes que pronto desposarás. Sonríe y olvida el miedo a los soldados, al martirio, a la muerte. Ya eres fuerte: los niños de la intinfada dibujarán tu rostro en los muros y los nuevos shahid invocaran tu nombre en la batalla. Cierra los ojos con fuerza e imagínate envuelto en un sudario negro, como tu padre, mientras los soldados israelíes le entregan tu cadáver a tu madre. Palestina te llora y te vela como a un mártir.

 

 

Nueve

 

Acaba de bajar del autobús y ahora es uno más del gentío, va mezclado entre la aglomeración bulliciosa que avanza como una corriente calma hacia algún lugar de la ciudad sagrada. A lo lejos, la muralla que rodea a Jerusalén con sus ocho puertas y, dentro de sus límites, las cúpulas, las mezquitas, los templos. Camina, se acerca al blanco, se siente flotando en el límite invisible entre la tierra y el paraíso. De un lado, el aire surcado por la música y las voces: los cantos del almuédano, las campanas, los vaporosos murmullos de los rezos; del otro, los siete jardines, los frutales eternos y las setenta y dos vírgenes que lo miran desde el cielo. Ante sus ojos, por encima de la muralla, se alzan imponentes las grandes bóvedas de la explanada de las mezquitas y, tras una de ellas, en la pared oeste, por el exterior, sabe que lo espera el Muro de las Lamentaciones. Hacia allí se dirige, procurando hacerse invisible, pasando como un fantasma ante la aguda mirada de los soldados israelíes. Si lo ven, si posan sobre él sus ojos, deben creer que es judío, un niño judío, de campera holgada y gorra negra, uno más entre tantos que van a rezar al muro, a dejar allí un papelito con un ruego para Jahvé. Lo que nadie sabe, lo que no deben notar (nadie, ni esos muchachos de kipá, ni aquellos hombres de vestimenta negra, ni esos con rizos en el extremo del cabello) es que los dientes de ese niño son clavos, que su sangre es pólvora, y que la blanca piel de su tórax envuelve un corazón explosivo. Ha guardado el secreto durante meses, no lo supo su madre, tampoco sus hermanos, ni sus amigos; ha entrenado su espíritu y su cuerpo para convertirse en un arma sagrada, en una bomba humana.

 

Poco después empieza a separarse del gentío. Camina entre las viejas callejuelas de la ciudad y serpentea por los oscuros laberintos de veredas angostas; sube las antiguas escaleras de piedra y sigue avanzando. Piensa en su madre, en su padre, en Omar, en Basán y en sus seis hermanos. Ha pagado sus deudas, ha ayunado y el día anterior ha dejado grabado un mensaje para animar a otros muchachos a seguir su ejemplo. Llega a una terraza, ve el muro de frente y, tras él, las mezquitas. Apura el paso, desciende, se aproxima a la multitud de hombres con kipá rezando, a los turistas sacando fotos, a los soldados. Siente la fuerza de Allah en sus piernas. Introduce la mano bajo su campera, toma el detonador, dice la oración de combate y corre, corre, corre hacia ellos, eligiendo el camino más corto al cielo, abriendo frente a sí las puertas del paraíso.

 

 

 

Javier Ávila (Argentina, 1974) es periodista e investigador de temas relacionados con la violencia, el delito y la criminalidad en zonas urbanas

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