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Mientras tantoPareja (1)

Pareja (1)

Contar lo que no puedo contar   el blog de Joaquín Campos

 

Emily, 45, norteamericana, urdió un plan que ríete tú del que perpetran organizaciones terroristas que vuelan estaciones de metro si no hasta edificios. Porque Emily, de azarosa vida laboral, directora general de no sé cuál empresa que le proporciona desde mansión a chófer, tomó un atajo hacia la triste dicha que le acarrea su personalidad desagradable y su cuerpo deformado. Porque admitámoslo: hay gente más guapa y proporcionada que otras. Afortunadamente.

 

Cuando sonó el teléfono salté de alegría, ya que desde aquella extraña pareja japonesa nadie había intentado contratar mis servicios. Pero lo que nunca pude sospechar es que Emily, de voz imperativa, iba a facilitarme la vida para el próximo trimestre, tras un acuerdo económico en base a sus necesidades: un falso novio que interpretara esa falsedad y que, además, se supiera de memoria lo que una pareja debe saberse de sí misma. Razón: un bodorrio en Kep donde sus amigos dejarían de cuchichear sobre su perenne soltería, hazmerreír de muchos y auténtico problema para ella, que aunque millonaria y leída, no da una a derechas en eso del amor que gracias a dios sigue siendo algo, que por auténtico, pocas carteras dominan.

 

Quedamos en un café, el Java, donde me dio las indicaciones a seguir. Y como iba diciendo, de manera casi barriobajera.

 

A ver, yo pago y mando. Por lo que tras el acuerdo económico debes seguir al pie de la letra lo que te diga, ¿de acuerdo?

 

Siempre que no me obligues a robar un banco.

 

Tranquilo. Todo será más fácil. Sólo debes simular que nos conocimos hace dos meses, que eres artista, pintas cuadros, por ejemplo; y que estamos sentando las bases para una relación estable basada en el puro amor y el sexo más orgásmico jamás contado.

 

¿Quieres decir que debo contar en la boda de tu amiga los polvos que supuestamente echamos?

 

Exactamente. Quiero que se mueran de envidia. Que no paren de hablar de mis éxitos: el personal y económico, y el amoroso.

 

Los tres mil dólares que iba a cobrar por ese fin de semana me transformaron en un esqueleto de mí mismo, que aunque siempre había luchado por eso de la dignidad, acabé sucumbiendo al olor de los fajos de billetes y aceptando que todos tenemos un precio. Y especialmente yo: prostituto.

 

La boda será en Kep con algo más de treinta invitados. Marylin, mi amiga, se casa con Donovan, un ex compañero de máster. Recuerda bien todo lo que te digo. Aparte de los padres de ambos y algún hermano, estaremos allí los amigos de siempre, una veintena. Casualmente vienen a Camboya a celebrarlo porque Marylin vivió aquí hace años. Por lo menos a mí me quedará cerca.

 

¿Tengo 39 años?

 

Sí, eso no es importante. De hecho al yo tener 45 quedará como anillo al dedo mi éxito: he cazado a un artista más joven que yo que, además, es una máquina en la cama.

 

Emily, eso aún no lo sabes.

 

Ni me interesa. Probablemente ni follemos. Yo sólo quiero causar sensación psicológica.

 

Las agrupaciones feministas deberían haber sido testigo de aquellas negociaciones, donde la identidad básica de la mujer, que para mí sigue siendo la misma que la del hombre (bajeza, interés, apariencia, voracidad, chantajismo, extorsión, opulencia, vicio, mentira), caía en picado al mismo tiempo que Emily, cual hombre de negocios, participaba de esa tarta donde pocos la trocean y prácticamente siempre hacia sus respectivos intereses.

 

Hoy y mañana, durante el viaje, tienes que estar conmigo para que nos conozcamos más a fondo y te memorices mi vida. Y ya te lo advierto: nada de sexo.

 

Emily, interrumpes mi propulsión como meretriz. Me pagas por silenciarme. Algo así como ser periodista y cobrar por no escribir.

 

Aspersor, cuando pago suelo llevar la razón. Pero cuando desembolso tres mil dólares no hay quien me rechista.

 

—¡De acuerdo, sólo quería recordarte que por el mismo precio podría satisfacerte aún más.

 

Preocúpate de memorizar quién soy, de dónde vengo y qué cosas nos unen.

 

Emily, rancia como la mantequilla al aire libre olvidada durante quince días, me fue llenando la sesera de detalles primordiales a la hora de autentificar en esa boda lo mucho que nos queríamos. Pero Emily, a cada segundo que la iba conociendo, me proporcionaba un desagrado parecido al de untar esa mantequilla rancia en un mendrugo de pan duro como una piedra. La única vez que sonrió –fueran tantas intentonas humorísticas que creí ver en mí al bufón de la corte que ustedes prefieran– aproveché para pasarle la mano por el hombro que fue rechazada nada más cerciorarse de ello. La anécdota hizo corregir su rictus al formato original: pésimo gesto, mala cara, boca arrugada, mirada de odio. En Emily la saña, según podía observar, no le dejaba ver más allá del salón de su casa. Y debo reconocer que bien afortunados eran aquellos que no cayeron anestesiados bajo sus brazos; porque Emily enamorada debe ser un milagro y desenamorada un peligro constante.

 

Pasamos la noche juntos, aunque yo extendido sobre su sofá, y a la mañana siguiente, justo antes de salir hacia Kep, preparamos los últimos detalles para que pareciéramos una pareja real. Pero algo se nos había quedado en el tintero. Algo que a Emily la puso de los nervios: mi imagen.

 

¿En vaqueros a una boda? ¿Estás loco?

 

Vamos a ver, ¿soy un artista o un novio clásico?

 

Mi traje de Dior me ha costado casi dos mil dólares, y por supuesto, mi compañero no va pasearse junto a mí en vaqueros.

 

No tengo trajes. Ni dinero para adquirirlos.

 

Emily, absolutamente fuera de sí y recordándome a mis padres cuando en mi infancia me agarraban enfurecidos del antebrazo para pasearme de lado a lado de donde fuera tras trastadas o similares, tiró de mí con tanta fuerza que no recuerdo ni cómo bajamos las escaleras de su edificio, porque en un santiamén estábamos sentados en un tuk-tuk y en minuto y medio yacía desnudo en el único probador de un finísimo sastre francés. Dominique, que así dijo llamarse, aprovechaba para manosearme cada vez que me tomaba medidas. Lo típico. Por poco no le invito a la boda. El traje costó algo menos de quinientos dólares, los cuales Emily prometió descontar de los tres mil pactados, cantidad de la que ya había cobrado la mitad por adelantado.

 

¿Por qué no lo has pagado tú?

 

No estoy en condiciones de hacerlo.

 

Pero si te pagué ayer la mitad por adelantado.

 

Ese dinero es vital para mi supervivencia.

 

Pues pasado mañana, cuando nos larguemos de Kep, te abonaré sólo mil dólares. Que yo no compro trajes a desarrapados.

 

Joder, me llamas desarrapado y podría ser tu novio. Al menos mañana.

 

El viaje en coche fue tortuoso. Primero, porque las carreteras en Camboya son la equivalencia a las que padecen los africanos. Y segundo, porque Emily, posesa por algún tipo de fantasma, la tomó conmigo durante todo el viaje. Soñé con un accidente en el que el chófer y yo quedáramos malheridos y ella esparcida a trozos a lo largo de doscientos metros de ese asfalto agujereado que ayudó a que nuestro viaje fuera lo más parecido a un martirio chino.

 

¡Maryland! ¡Maryland! Nací en Maryland no en Virginia.

 

Ya, joder, disculpa. En Baltimore. En Baltimore. Si lo recuerdo perfectamente.

 

Aspersor, no soportaría que me pillaran. Debemos parecer enamorados. Y los enamorados saben dónde nacieron sus parejas.

 

Creo, y permíteme el comentario, que como dentro de dos horas llegaremos a Kep deberíamos comenzar a besarnos, para que cuando lo hagamos frente a los invitados no nos parezca extraño.

 

Aspersor, no me gustas. Además, para mí besar es muy importante.

 

Emily, todo esto es muy insólito. Debo aprenderme de memoria tu partida de nacimiento, notas escolares, amigos de la infancia, gustos varios, pero no puedo saber a qué saben tus pechos.

 

Nadie te va a preguntar a qué saben, idiota.

 

Ya, pero como tú quieres contar que soy una máquina sexual, al menos deberíamos parecer compenetrados, digo yo.

 

Bueno, por lo pronto masajéame los pies. Que mañana con los tacones sufriré de lo lindo.

 

Siempre he pensado que la resaca es la devolución del placer. De aquellas borracheras estos vómitos. Pero lo de masajear aquellos pies fue un desprecio a mi amor por los masajes así como un adelanto prematuro de una devolución por la que previamente no había recibido nada. Porque Emily, en su osadía constante, me había obligado a memorizar hasta su número de teléfono además de masajear sus pies cuando seguía sin saber a qué sabía su boca o qué desnivel poseían sus pechos. Al menos esa noche estaríamos obligados a pernoctar sobre el mismo camastro, en un hotel como hay pocos en el mundo: el Knai Bang Chatt.

 

La habitación número quince fue la que nos tocó que curiosamente ofrecía al cliente la posibilidad de salirse del guión gracias a una bañera incrustada junto al inmenso camastro, dando un ejemplo de que estos hoteles se levantan con ideas mucho más promiscuas que las güisquerías, donde al final sólo la metes si abonas.

 

La desnudez de Emily era pecaminosa. Primero, porque no había visto persona más blanca desde aquella noche que soñé con un ser de luz que me atrapaba y me llevaba a una lavandería, donde además me blanqueaba en una lavadora en la que no cesé de dar vueltas hasta que desperté angustiado; y segundo, porque de manera irritante se tapaba su inmenso cuerpo con una de las toallas tamaño telón de teatro que acababa de arramplar de un baño absolutamente perfecto en su orden y distribución. Porque el Knai Bang Chatt, y lo aseguro, es uno de los escasos casos donde el negocio es magnífico y su entorno perfecto aunque sin llamar lo suficientemente la atención como para que esas guías de viajes para parias que recalcan que lo suyo es bíblico, ordenen y manden a una mayoría de la población aún en pañales.

 

Ni me toques. Y apártate todo lo que puedas, que me da asco rozarte.

 

Emily, si no detienes tu desprecio hacia mí tendré que marcharme, primero de esta cama y luego del hotel.

 

¿En serio? Pues devuélveme el dinero.

 

Si quieres lo haré. Y con mucho gusto. Que en mi pobreza mando yo. El traje, además, lo puedes quemar.

 

Tembló. O eso creí sentir. Aunque debo reconocer que el aire acondicionado estaba fuerte. Pero Emily se vio, dentro de su floritura extenuante de poder laboral, social y económico, privada justamente de eso: de poder; de esa supremacía que la ahoga en sus frustraciones. A la mañana siguiente yo sería un transeúnte que me habría marchado por la misma puerta que había entrado; y ella, atosigada, se habría ahorcado con el cinturón del traje que me pagó y del que por supuesto ya no le habría devuelto el montante. Tampoco me lo habría llevado, la verdad. Y eso que me quedaba de puta madre.

 

La noche puede decirse que fue tranquila, languideciendo entre nuestro cansancio y su estado de nervios. Sobre la cama nos rozamos muy levemente y a ninguno nos pareció oportuno cruzar la línea que nos llevaba dividiendo desde el inicio de esta relación contractual frustrante. Sólo una vez la vi desnuda. De cintura para arriba. La toalla se le había caído, la sabana enroscado y yo, como cada madrugada, me levantaba a orinar sentado. Con la luz del baño que se hacía tenue en la habitación, observé sus pechos de cerca: el izquierdo mayor que el derecho al que le faltaba el pezón. No grabé un video de milagro. Roncaba como mi abuelo.

 

Joaquín Campos, 03/12/13, Phnom Penh and Kep.

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