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Frontera DigitalParís, Albatera

París, Albatera

 

Nada mejor, señores míos, que agarrar la escoba y ponerse a barrer. Al poco, barre que te barre, se da uno cuenta de que está pensando. Así yo, hoy, pensando en España. ¿Quién, en España, no piensa en España? ¿Es posible sustraerse a semejante tentación?  Pero no, detente. En lo que estabas pensando es en Pensando en España y lo que te devuelve el eco no deja de ser España -¡y qué España!- pero se llama Albatera.

Cuentos sobre Alicante y Albatera, que tal es su título completo, fue publicado por la editorial Anthropos en 1985. Edición póstuma. Su autor había muerto dos años antes. Ahora me ha llegado una nueva edición, en la editorial Media Vaca, que conserva el prólogo de Ricardo Blasco y se enriquece con una serie de artículos e ilustraciones. Cuando Jorge Renales murió, llevaba ya varios años ciego, de modo que es un libro que no escribió sino que dictó, al igual que otros suyos. Y aunque lo componen cuentos, cuentos de los pies a la cabeza, pues era maestro en el género, se trata de recuerdos personales que nos retrotraen a 1939 y a la experiencia vivida en el campo de concentración de Albatera, Alicante, a donde fue a parar aquel joven adscrito a las Juventudes Socialistas tras ser detenido en Valencia, cuando ya estaba a punto de embarcar rumbo al exilio. Un golpe de suerte quiso que saliera de allí pronto, y vivo. A partir de entonces, firmaría como Jorge Campos.

Baile de fechas. 1940. «Gráfica Informaciones, Orellana,7 y Campoamor, 18, Madrid». Pensando en España es uno de los muchos volúmenes que publicó Azorín en Biblioteca Nueva, tan apetecibles siempre y a mi entender elegantes, por su tipografía y por su sobriedad, incluido el amarillento papel de postguerra. Mas tiene este volumen algo singular: los treinta y cuatro textos que lo componen están fechados en París, algunos en 1938 y la mayoría en 1939. A primera vista -esa vista nublada por el encanto irresistible de los estados de ánimo que nos transfunde Azorín en su presunto divagar- apenas hay alusiones significativas a París y menos aún a la guerra incivil. Estamos con Cervantes, con Calderón y otros caballeros inactuales….

Mientras tanto, Jorge Campos nos habla de «El anochecer de los suicidios» o del «joven de la chaqueta a cuadros» y de otros presos cuyo nombre disimula, lo que nos lleva a pensar que al menos buena parte de los cuentos fueron escritos en años anteriores al 75, año de gracia del fin definitivo -o provisional- de la censura y la persecución política. Gracias al prólogo de Ricardo Blasco podemos conocer algunos nombres propios de aquellos presos que aguardaban destino en el campo de concentración, en 1939: Miguel Alonso Calvo (esto es, el poeta Ramón de Garciasol), Manuel García Pelayo, Ángel Gaos, Pascual Pla y Beltrán, Juan Peset Aleixandre…

1939, sí. Mientras Jorge Campos pena en Albatera, José Martínez Ruíz, en París, piensa en España, en Cervantes, en Calderón, en el aceite de oliva y el esplendor de las paredes encaladas bajo el cielo azul, o en aquellas palabras dormidas, como «leticia»,»egestad», que van asomando por ese río de luces y sombras en el que se miran personajes -algunos, acaso, más reales que imaginarios- como aquel viejo actor glorioso, don José Valdés, Pepe para los amigos, que  tras pasar tres años refugiado en París regresa a España atenazado por una honda, melancólica preocupación. Un sufrimiento que podría parecer baladí, pero no para él: le preocupa el «movimiento», el movimiento es esencial en un escenario y el gran don José teme haber perdido la gracia de moverse adecuadamente en las tablas y teme, ay… ¡que el público ya le haya olvidado y no lo reconozca!

Azorín tiene sesenta y cuatro años. Jorge Campos veintiuno. ¿Qué hubieran escrito, qué hubieran hecho, en qué hubieran pensado, si cada cual hubiera tenido la edad del otro? Sólo esto es seguro: los dos amaron la luz del Levante, la ligereza del aire, la humilde maravilla de una alcachofa. Azorín, escritor celebérrimo, sigue siendo una personalidad misteriosa. A Jorge Campos, semiclandestino, incansable cultor de las letras, podemos empezar a conocerlo más de cerca no sólo gracias al texto de Ricardo Blasco, sino a ese otro texto extraordinario que incluye esta última edición, en donde sus hijos, Jorge, Juan y Teresa, evocan su figura.

Otros artículos de este volumen, el de Gala Blasco sobre su padre, el de Felipe Mejías, arqueólogo que explora el abandonado Campo de Albatera, o el de Pablo Auladell, ilustrador, merecerían también un comentario. Y por supuesto, cambiando de tercio, la dedicatoria de Azorín a su amigo Ignacio Zuloaga, «pintor de España», con quien se reúne en el último capítulo, ya en cursiva…

Pero no tengo tiempo para más. Oigo pasos en la escalera. ¿Será Obama, será doña Enriqueta? He de guardar libros, cuaderno y pluma debajo del colchón.

Una sola cosa: en 1964, la editorial Taurus publica Conversaciones con Azorín, de Jorge Campos. ¡Quién lo tuviera hoy a mano! Azorín lo recibía en su casa. Si mal no recuerdo conversaban, paradójicamente, sin apenas cruzar palabra… pero Azorín, de madrugada, había escrito a máquina unas notas para entregárselas a su visitante. Y así, casi en silencio, hablaban los dos amigos, los dos cómplices, e iban tejiendo para el lector una prodigiosa tela de araña.

Se acabó. Llaman a la puerta. Vuelvo a la escoba. Continuará.

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