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Mientras tantoPasado, presente y futuro

Pasado, presente y futuro


 

Formidable el cargamento de entusiasmo y melancolía que transporta Follies. Nada que ver con la nostalgia, que es un sentimiento enfermizo y empalagoso, como una abotargante borrachera de moscatel. En el envés del brillante montaje que Mario Gas ha empaquetado del gran musical de Stpehen Sondheim y James Goldman, descansa un contrapunto de sabia amargura, un regusto a verdad que pone un certero diapasón de hondura a la alegría contagiosa que transmite el espectáculo.

 
Gas, emboscado entre sus actores bajo el alias de Gonzalo de Salvador, se reserva significativamente el papel de Dimitri Weissmann, el anfitrión de la fiesta, el antiguo empresario de musicales que reúne a sus estrellas de antaño para despedirse del local neoyorquino de sus éxitos un día antes de que, al aire de los nuevos rumbos económicos, sea transformado en aparcamiento. El añoso edificio que dio cobijo al universo de los sueños hechos carne de teatro, palabras y música, y que después, entre otros cometidos más prosaicos, fue también cine X cuando el sexo en pantalla grande era aún negocio, se convierte en metáfora de la eterna dialéctica entre lo viejo y lo nuevo, de la coyunda entre pasado y presente mirando a un futuro que siempre nos parecerá poco halagüeño como nos recuerda, abriéndonos un tragaluz que da a sus versos, Jorge Manrique, que se me acaba de aparecer entre estas líneas.

 

Historias cruzadas del pasado que asoman su reborde de insatisfacción en el presente, en el que se mece el amor que no fue ni será por más que nuestro terco aferramiento a la esperanza nos incite a creer en lo contrario. Los perfiles de ayer caminan en paralelo a los de hoy en un juego temporal  del cuño de los que tanto le gustaba practicar a J. B. Priestley, aunque aquí no quepa la crueldad clasista del autor británico y sí una complicidad que equilibra lo plácido y lo acerbo. Las veteranas luminarias de la escena interpretan sus números pretéritos con un pequeño guiño pícaro que abarca tanto las enseñanzas de la edad como sus contrariedades. Y, luego, sus trasuntos juveniles dan testimonio de lo que fue el esplendor de aquellos años cuando cualquier música parecía recién estrenada. Esta estructura permite una sucesión de pequeñas epifanías, de escenas engazadas como joyitas en el entramado argumental de la función. No es este el espacio ni el momento de un comentario de carácter crítico, ni, por tanto, de repasar debes y haberes, pero me van a permitir una excepción: Asunción Balaguer, que en noviembre cumplirá 87 años, está para comérsela cuando, en su papel de antigua corista, evoca los tiempos de su mocedad y borda un número en el que pide una oportunidad para demostrar sus habilidades. Una delicia con encaje antiguo que nos da una lección que vale para cualquier época.

 

El director y actor ha elaborado en la cocina de su casa, el Teatro Español, un espectáculo para gustar y gustarse. Gusta al público y gusta a quienes lo hacen, reconfortados por el calor colectivo que emana de un trabajo bien hecho, al menos para los estándares que frecuentamos por aquí. Algún espectador del estreno, tal vez en exceso exigente e inmune al clima de plenitud y euforia que se respiraba en la sala, torcía el gesto arguyendo que todavía estamos lejos de la espectacularidad profesional de la gente de Broadway. Qué esperan que les diga. A mí Follies me ha hecho feliz, si se quiere moderadamente y por un rato, pero, ¡qué caramba!, una pizca de felicidad es impagable, no la recibe uno todos los días y menos en estos en que estamos.

 

También está tejido con los hilos del pasado, el presente y el futuro Protect Me el formidable espectáculo de teatro y danza que la Schaubühne estacionó por pocos días en el Matadero. El dramaturgo alemán Falk Richter y la coreógrafa holandesa Anouk van Dijk continúan una relación escénica iniciada, tras una colaboración coreográfica, con otra estupenda propuesta, Trust, que pudo verse en Madrid hace un par de temporadas. Ambos montajes están estrechamente relacionados. Protect Me prolonga el discurso de Trust, que nos hablaba –permítanme que reproduzca lo que escribí entonces, “de los colapsos emocionales y, al tiempo, del colapso económico, de las resquebrajaduras financieras encapsuladas en un vicioso círculo sin fondo al que se arrojan sin parar toneladas de esfuerzos y dinero, de la inconsistencia movediza de las relaciones personales, laborales y monetarias en ese universo líquido en el que, según el sociólogo Zygmunt Baumann, nos movemos. Da igual, se dice. Da igual, mientras se sigue girando en una noria desvencijada y sin sentido, condenados a chapotear en la crisis permanente”.

 

Esa crisis inagotable y sus consecuencias salariales y sociales es el horizonte sobre el que se perfilan las criaturas que habitan el nuevo espectáculo de la compañía berlinesa, concebido como el paisaje mental de un escritor que no sabe cómo titular la amalgama de imágenes, experiencias y recuerdos que pasan por su cabeza y que se articula en un tapiz de monólogos superpuestos y ráfagas coreográficas. La dificultad de los compromisos personales se traduce en la preponderancia de un entramado de relaciones virtuales en el que el contacto físico no es algo deseable y donde las decisiones importantes se delegan en otros –”señor psiquiatra, dígame cómo vivir, que para eso le pago–  y las de trascendencia íntima se encargan a la becaria que debe hacer méritos para conseguir algo parecido a un puesto de trabajo temporal e inestable (“¿podrías acostarte con mi amante que a mí no me da tiempo?, pero ponte algo sexy, no vayas así vestida”, “¿podrías ir a ver por mí a mi madre enferma antes de que se muera?”).

 

Un gran trabajo, tan sugerente como desasosegante. El pasado nos marca, el presente nos atosiga. El futuro nos aterra. 

 

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