Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img
AcordeónPor qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo

Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo

Las mujeres: igual que los hombres, pero más baratas. Hablemos del trabajo

Cuando yo era una veinteañera, una querida amiga mía, a quien llamaremos Lisa, trabajaba en el departamento de recursos humanos de una gran empresa de San Francisco. A Lisa le encantaba la moda y en mi armario todavía guardo conjuntos que ella descubrió en las frecuentes excursiones que realizábamos, en busca de gangas, a las tiendas de saldos de Filene’s Basement y otros comercios de segunda mano de Fillmore Street. Tenía un don natural para encontrar tesoros de marca a precios rebajados y crear modelitos que combinaban Levi’s con prendas Dior vintage. Hemos mantenido el contacto a lo largo de los años, compartiendo penas y alegrías sobre el matrimonio y la llegada de la maternidad. Pero mientras yo iniciaba mi vida como madre trabajadora en el mundo académico universitario, Lisa, en cuanto supo que estaba embarazada, dejó su empleo para dedicarse a ser ama de casa. Su marido ganaba lo suficiente para mantenerla y prefería que no trabajase fuera. La madre de Lisa también había sido ama de casa y aquel acuerdo era habitual entre sus amistades más cercanas, en su vecindario y en su entorno profesional. Lisa decía que la decisión había sido suya: quería alejarse de la carrera de codazos que impera en el sector empresarial estadounidense. Cuando, al poco tiempo, tuvo otro bebé, abandonó definitivamente la idea de volver al mercado laboral. Pensaba que las cosas serían más fáciles así, pues eso le permitiría estar físicamente presente para sus hijas, cosa que a mí me resultaría mucho más complicada.

En aquellos primeros años, mientras ella horneaba galletas y organizaba la agenda de juegos de sus hijas, yo dejaba a la mía en una guardería a jornada completa cinco días a la semana y pagaba por ello una pequeña fortuna. Mientras sus niñas echaban la siesta, Lisa leía novelas, hacía ejercicio y preparaba deliciosas comidas. Mis primeros tres años de maternidad coincidieron con los tres primeros del proceso para conseguir la plaza de profesora titular en la universidad. Mi vida era una rutina abrumadora de días agobiantes. La primera vez que impartí una clase con la camisa del revés me encogí de la vergüenza cuando una alumna bienintencionada me señaló las costuras. Pero a la tercera vez empezó a darme igual; mientras no llevase la falda hacia atrás, todo iba bien. En más de una ocasión envidié la elección de Lisa, pero me había sacado el doctorado y había conseguido un buen empleo. No quería dejarlo. Las cosas empezaron a ser un poco más fáciles cuando mi hija cumplió cinco años. Se publicó mi primer libro, obtuve la plaza de titular y la niña entró en primaria. Liberada de la tremenda carga de las facturas de la guardería, empecé a recoger las recompensas psicológicas y financieras de mi perseverancia.

Unos años más tarde pasé un fin de semana con Lisa. Su marido se había ofrecido a quedarse en casa con las tres niñas, las suyas y la mía, para que pudiéramos ir juntas al centro comercial: una cena, una película y tal vez algunas compras. Por lo general, nuestros compromisos sociales incluían a las pequeñas, así que aquello era todo un lujo. Estaba deseando disfrutar de unas horas de conversación adulta con una amiga de toda la vida, libre de rabietas inesperadas o urgentes peticiones de zumo y helado. Una auténtica noche de chicas.

Estaba en el piso de arriba de su casa, preparándome para salir, cuando me di cuenta de que me había olvidado el secador del pelo. Fui a pedirle a Lisa el suyo, pero, al empezar a bajar las escaleras, la oí discutiendo con su marido.

—Por favor, Bill, qué vergüenza.

—No. Ya has gastado suficiente este mes. Te volveré a dar la tarjeta cuando liquiden la cuota mensual.

—Pero solo he gastado en cosas para la casa y ropa para las niñas. No me he comprado nada para mí.

—Siempre estás comprando cosas para ti y luego dices que son para las niñas.

—Es que son para las niñas. Crecen muy rápido.

—Tienes ropa suficiente, no te hace falta más. Ya te he dado bastante para la cena y el cine.

—Bill, por favor –se le quebró la voz.

Volví a subir las escaleras de puntillas, rezando para que no me hubieran oído, y me escondí en el baño hasta que subió Lisa con la mandíbula apretada y los ojos enrojecidos.

Hicimos en silencio el trayecto en coche hasta el restaurante. Pedimos dos platos y yo intenté prolongar la sobremesa hasta que fuera hora de entrar al cine. Lisa parecía agradecida por la demora.

Después de la segunda copa de malbec, dijo:

—Bill y yo hemos discutido.

Bajé los ojos hacia el plato.

—Dice que lo hacemos muy poco.

Levanté la vista. Esa no era la pelea que yo había oído.

Lisa le dio vueltas a la copa vacía.

—¿Crees que nos da tiempo de tomar otra?

—Adelante –respondí–.Yo conduciré.

Mientras ella tomaba una tercera copa, charlamos sobre las críticas de la película que pensábamos ver. Cuando llegó la cuenta, abrió la cartera y me pasó unos billetes de veinte. Yo dejé la tarjeta de crédito sobre la mesa.

Lisa se quedó mirando la American Express con mi nombre y suspiró.

—Bill solo me da efectivo.

—¿Por qué no me dejas que te invite? –dije, empujando los billetes hacia ella–. Quédatelo.

Se quedó mirando a la mesa un buen rato y al fin dijo:

—Gracias. –Recogió los billetes y volvió a meterlos en la cartera–. Me lo follaré esta noche y te lo devolveré mañana.

Me quedé petrificada.

Lisa miró el reloj:

—Si nos damos prisa puedo pasar por el mostrador de Shiseido antes de que empiece la película.

*    *    *

Aquella noche, en aquel restaurante, me juré que, por difícil que se me hiciera compaginar el trabajo a jornada completa con el cuidado de mi hija, jamás me pondría en la situación de Lisa. “El capitalismo impone a las mujeres un soborno constante para que acepten mantener relaciones sexuales a cambio de dinero, ya sea dentro o fuera del matrimonio; y lo único que se opone a este soborno es la respetabilidad tradicional, que el capitalismo destruye mediante la pobreza”, escribió George Bernard Shaw en 1928. En las vidas de las mujeres, el sexo y el dinero van siempre ligados, directa o indirectamente, como legado de una larga historia de opresión.[1]

Son demasiadas las que, como Lisa, se encuentran en una situación de dependencia económica de un hombre para su sustento básico. La ley del divorcio y la pensión compensatoria y de manutención de las niñas, establecida por un tribunal, le proporcionarían a Lisa algo de protección (posiblemente insuficiente) si Bill decidiera divorciarse de ella, pero mientras estén casados sigue a su merced. Todo el trabajo que invierte en el cuidado de sus hijas, en la organización de sus vidas y en la gestión de la casa es invisible a ojos del mercado. Lisa no recibe ningún salario ni contribuye a ningún fondo de pensiones para su vejez. No ha acumulado experiencia laboral alguna y, si quisiera reincorporarse al mercado laboral, tendría que justificar el agujero negro en el que se ha convertido su currículum. Incluso recibe la atención médica a través de la empresa para la que trabaja su marido. Todo lo que tiene procede de los ingresos de Bill, y él puede negarle a voluntad el acceso a las tarjetas de crédito conjuntas.

En El cuento de la criada, la terrorífica novela distópica de Margaret Atwood, los fundadores de la República de Gilead aprueban una prohibición total del empleo femenino y el embargo de todos sus ahorros personales. De un plumazo se despide de sus empleos a todas las personas asignadas como mujeres y el dinero de sus cuentas bancarias se transfiere a las de sus maridos o a las del pariente masculino más cercano; es el primer paso para devolverlas “a donde deben estar”. Una vez más, la subyugación de las mujeres empieza por hacerlas económicamente dependientes de los hombres. Sin dinero ni medios para ganarlo, no tienen forma de determinar el curso de sus vidas. La independencia personal exige disponer de los recursos necesarios para poder tomar decisiones propias.[2]

El libre mercado discrimina a las trabajadoras. Al principio de la Revolución industrial, los grandes patrones consideraban que las mujeres eran inferiores a sus compañeros, pues afirmaban que eran más débiles, más emocionales, menos fiables, etcétera. La única manera de convencerlos de que las contratasen era mediante incentivos económicos: las mujeres costaban menos que los hombres. Si una exigía la misma paga que un hombre, simplemente se contrataba al hombre. Por lo tanto, desde los primeros días del capitalismo, la ventaja comparativa de las mujeres en el lugar de trabajo ha consistido en que hacían el mismo trabajo que un hombre por menos dinero. El concepto de salario familiar (el sueldo que permitiría mantener a una familia) es parte del problema. Cuando por fin las mujeres entraron a trabajar en masa en las fábricas y comenzaron a dominar las industrias ligeras (como la confección, la tejeduría y la lavandería), los empresarios les pagaban salarios individuales, no familiares, aunque fueran madres solteras o viudas. Para la sociedad, las mujeres seguían dependiendo de los hombres, y a las trabajadoras se les otorgaba el papel de esposas e hijas que ganan un dinerillo extra para comprar tapetes de encaje para sus mesitas de café. Se consideraba que los encargados de satisfacer las necesidades fundamentales, como la alimentación, la vivienda y la vestimenta, eran los maridos y los padres.

Las culturas patriarcales reducen a las mujeres a la dependencia económica, tratándolas como una especie de bienes muebles que se intercambian entre las familias. Durante siglos, la doctrina de cobertura, según la cual los cónyuges eran una única persona, hacía que las esposas pasasen a ser propiedad de sus maridos sin derechos legales propios. Todas las propiedades personales de una mujer se transferían a su marido en el momento del matrimonio. Si a tu hombre le daba por comprar ron con tus rubíes no tenías derecho a impedírselo. En Alemania Occidental, las casadas no pudieron trabajar fuera de casa sin permiso marital hasta 1957. En Estados Unidos, las leyes que les prohibían firmar contratos sin el permiso de sus maridos perduraron hasta la década de 1960. En Suiza, no se aprobó el sufragio femenino federal hasta 1971.[3]

En los regímenes capitalistas, el industrialismo reforzó una división del trabajo que concentraba a los hombres en la esfera pública del empleo formal y relegaba a las mujeres al trabajo no remunerado de la esfera privada. En teoría, los salarios masculinos eran suficientes para que pudieran mantener a sus cónyuges y a su descendencia. El trabajo doméstico gratuito de las esposas subvencionaba los beneficios económicos de los empleadores, ya que las familias de sus empleados soportaban los costes de la reproducción de la futura población activa. Sin ningún tipo de control de la natalidad, sin acceso a la educación y sin oportunidades significativas de empleo, las mujeres se veían atrapadas en los confines de la familia a perpetuidad. “En el sistema capitalista, las mujeres sufren más que los hombres”, escribía Bernard Shaw en 1928, “porque, siendo que el capitalismo esclaviza a los varones, luego, al pagarles a ellas a través de los hombres, las subyuga a estos, haciéndolas esclavas del esclavo, que es la peor forma de esclavitud”.[4]

*    *    *

Ya desde mediados del siglo XIX, feministas y socialistas han venido difiriendo sobre cuál es la mejor forma de liberar a las mujeres. Las que tenían una mejor posición económica abogaban por leyes que protegieran las propiedades de las mujeres casadas y el derecho al voto, sin cuestionar el sistema económico imperante, que perpetuaba su subyugación. Los socialistas, como August Bebel y la teórica alemana Clara Zetkin, creían que la liberación de las mujeres exigía su incorporación absoluta a la población activa en una sociedad en la que las clases trabajadoras ostentasen la propiedad colectiva de las fábricas y de la infraestructura productiva. Este objetivo era mucho más audaz y tal vez más utópico, pero todos los experimentos socialistas posteriores incluirían la participación femenina en el mundo laboral como parte de su programa para crear una economía más justa y equitativa.

La percepción de que el trabajo de una mujer es de menor valor que el de un hombre ha perdurado hasta el día de hoy. En el sistema capitalista, la fuerza de trabajo (o las unidades de tiempo que vendemos a nuestros empleadores) es una mercancía con la que se comercia en el libre mercado. Las leyes de la oferta y la demanda determinan su precio, al igual que el valor percibido de ese trabajo. A los hombres se les paga más porque los empleadores, los clientes y los consumidores perciben que valen más. Piénsenlo: ¿por qué las cafeterías baratas siempre tienen camareras, mientras que los restaurantes caros suelen tener camareros? En la comodidad de nuestras propias casas, a casi todos nos sirven mujeres: abuelas, madres, esposas, hermanas y, a veces, hijas. Pero es infrecuente que un hombre nos sirva o se ocupe de nuestras necesidades básicas. Pagamos más para que nos sirva la cena un camarero porque percibimos ese servicio como más valioso, aunque no haga más que ponernos un plato delante y moler pimienta sobre el filet mignon. Del mismo modo, aunque las mujeres llevan milenios alimentando a la humanidad, ellos dominan el mundo culinario. Al parecer, la clientela de los restaurantes prefiere el puré de patatas aderezado con testosterona.[5]

Llegó un momento en que las mujeres comprendieron que el público general valoraba menos su trabajo y tomaron medidas para mitigar los efectos de esta discriminación. Charlotte Brontë publicó sus primeras novelas con el seudónimo Currer Bell, y Mary Anne Evans escribía como George Eliot. En épocas más recientes, tanto J. K. Rowling como E. L. James publicaron sus libros utilizando solo sus iniciales para invisibilizar su género. En el caso de Rowling, su editorial le pidió que lo hiciera para atraer a los niños (de género masculino), que podrían rechazar un libro escrito por una mujer. En el mundo de la enseñanza universitaria, un nombre que suene femenino conlleva evaluaciones más negativas, pues el alumnado otorga sistemáticamente mejores valoraciones a los profesores que a las profesoras. Un estudio experimental realizado en 2015 descubrió que el profesorado auxiliar que impartía la misma clase en línea bajo dos identidades de género diferentes recibía calificaciones más bajas cuando asumía la femenina.[6]

El racismo exacerba la discriminación de género. Las hispanas y las negras sufren la brecha salarial en mayor medida que las blancas. Cuando hablamos de discriminación de género, debemos tener cuidado de no privilegiarlo como principal categoría de análisis, cosa que el feminismo ha hecho ya en alguna ocasión. La condición de mujer se complica con otras categorías como la clase, la raza, la etnia, la orientación sexual, la discapacidad, las creencias religiosas, y así sucesivamente. Sí, soy mujer, pero también soy de origen persa y boricua, y procedo de un entorno inmigrante de clase trabajadora (mi abuela llegó a tercero de primaria y mi madre no pasó del instituto). El antiguo concepto de sororidad ignora los aspectos estructurales del capitalismo, que benefician a las blancas de clase media mientras perjudican a las mujeres de color y de clase trabajadora, algo que las activistas socialistas ya comprendían a finales del siglo XIX. En los círculos izquierdistas, a los marxistas ortodoxos obsesionados con la posición de clase se les suele llamar “comumachos” porque anteponen la solidaridad de clase a temas como la raza y el género. Algunas feministas y algunos comumachos sostienen que centrarse demasiado en la política identitaria solo contribuye a dividir y socavar el potencial de los movimientos de masas para alcanzar el cambio social; sin embargo, al analizar las estructuras de la opresión, es necesario tener en cuenta todas las jerarquías de subyugación, incluso para la construcción de coaliciones estratégicas.

Los enfoques intersectoriales, por ejemplo, nos ayudan a ver que el empleo en el ámbito público ha creado oportunidades importantes para distintos sectores poblacionales. Mientras que antiguamente los hombres blancos de clase trabajadora dominaban la manufactura en el sector privado, el empleo público ofreció una importante salida para los afroamericanos, que tendían (y siguen tendiendo) más que los blancos a trabajar en el sector público. Históricamente, este ha ofrecido empleo a minorías religiosas, gente de color y mujeres que sufrían discriminación en el sector privado, creando oportunidades laborales para las personas desfavorecidas a causa de su raza o su género en los mercados laborales competitivos. El recorte de puestos de empleo público tras la gran recesión golpeó con especial virulencia a las afroamericanas, obligándolas a buscar trabajo en empresas privadas, donde la percepción del valor de su trabajo está más condicionada por el color de su piel y su género.

Hay un estudio clásico que demuestra la profunda persistencia del sesgo de género en las audiciones para orquestas sinfónicas. Las intérpretes estaban muy subrepresentadas en las orquestas profesionales antes de la introducción de un proceso de audición mediante el cual los músicos tocaban tras un biombo que los separaba del jurado. A fin de que el anonimato de género fuera absoluto, los aspirantes se quitaban los zapatos para que no fuera posible distinguir los pasos de los hombres de los de las mujeres. Cuando los jurados pasaron a elegir a los intérpretes solo por su habilidad, “el porcentaje de mujeres en las cinco orquestas de más alto nivel del país pasó del 6 por ciento en 1970 al 21 en 1993”. Este sistema de audiciones con biombo también eliminaba los sesgos raciales.[7]

Evidentemente, no es posible esconderse tras un biombo en todas las entrevistas de trabajo. Nuestros nombres nos delatan, y aunque seamos capaces de ocultar nuestro género tras iniciales o seudónimos masculinos, en las referencias se utilizan pronombres y otras palabras que lo revelan. La discriminación resulta difícil de demostrar, por lo que apenas hay repercusiones para quienes pagan sistemáticamente menos a las mujeres que a los hombres por el mismo trabajo. Es más, como ellas ganan menos que ellos, es lógico que, por una cuestión económica, sean las madres las que se queden en casa con los hijos pequeños cuando escasean las guarderías asequibles. Y cuando las mujeres entran en el mercado laboral como trabajadoras a media jornada o con jornadas flexibles, suelen hacerlo sin prestaciones o con salarios insuficientes para cubrir sus necesidades básicas. Además, como suelen ser ellas las que se retiran de la población activa para cuidar de los menores y de las personas enfermas y ancianas, la discriminación hacia las trabajadoras se arraiga todavía más, pues los empleadores las perciben como menos fiables. Y de este modo se perpetúa el ciclo de la dependencia económica de las mujeres.

Para contrarrestar los efectos de la discriminación y de la brecha salarial, los países socialistas diseñaron políticas que fomentaban o exigían la participación femenina en el mercado laboral formal. En mayor o menor medida, en todos los países de Europa del Este regidos por el socialismo de Estado se exigía la incorporación de las mujeres al empleo remunerado. Tras la Segunda Guerra Mundial, la escasez de mano de obra impulsó estas políticas en la Unión Soviética y, sobre todo, en Europa del Este. Siempre se había utilizado a las mujeres a modo de ejército de obreras en la reserva para cuando los hombres iban a la guerra (como ocurrió en Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial, con Rosie la remachadora como emblema de las mujeres trabajadoras), pero, a diferencia de Estados Unidos y Alemania Occidental, donde se “liberó” a las mujeres cuando los combatientes regresaron a casa, en Europa del Este se garantizó el pleno empleo femenino y se invirtieron importantes recursos en educación y formación laboral. Estos países promovieron la inserción de las mujeres en profesiones tradicionalmente masculinas, como la minería y el ejército, y produjeron en masa imágenes de mujeres conduciendo maquinaria pesada, sobre todo tractores.[8]

Así, mientras las estadounidenses abastecían sus cocinas con los electrodomésticos más modernos durante el auge económico de la posguerra, el gobierno búlgaro animaba a las jóvenes a emprender carreras profesionales en la nueva economía. En 1954, el Estado produjo un corto documental en el que se honraban las vidas de las mujeres que habían contribuido a transformar la rural Bulgaria en una potencia industrial moderna. Esta película, Soy una mujer tractorista, mostraba la vida cotidiana de unas jóvenes que trabajaban en una brigada de tractoristas. Una campesina escribe una carta a la jefa de brigada en la que le pregunta cómo aprendió a conducir un tractor. El corto dramatiza la respuesta de la jefa, que describe cómo el socialismo ofrece nuevas oportunidades para las mujeres, ahora iguales a los hombres. En los últimos momentos de esta película de veinte minutos que se proyectó en cines de todo el país, la jefa de brigada explica a las búlgaras, mientras se proyectan escenas de mujeres trabajando en profesiones tradicionalmente masculinas, que pueden ser cualquier cosa que deseen. La escena final muestra a una guapa aviadora en la cabina de un avión, con la vista perdida en el horizonte, dispuesta para despegar. El mensaje es claro: para las búlgaras el cielo es el límite.

 

Este fragmento corresponde al libro Por qué las mujeres disfrutan más del sexo bajo el socialismo y otros argumentos a favor de la independencia económica que, con traducción de Blanca Rodríguez, acaba de publicar Capitán Swing.

___

[1] Shaw, G. B., An Intelligent Woman’s Guide to Capitalism and Socialism (Nueva York: Welcome Rain Publishers, 2016), p 201. (Una traducción al español: Manual de socialismo y capitalismo para mujeres inteligentes; Barcelona: RBA, 2013).

[2] Atwood, M., The Handmaid’s Tale (Nueva York: Houghton Mifflin Harcourt, 2017). (Una traducción al español: El cuento de la criada; Barcelona: Salamandra, 2017).

[3] Yalom, M., The History of the Wife (Nueva York: Harper Perennial, 2001). (Traducción al español: Historia de la esposa; Barcelona: Salamandra, 2003).

[4] Shaw, The Intelligent Woman’s Guide, p. 197.

[5] Shire, E., ‘Why Sexism Persists in the Culinary World’, Week (14 de noviembre de 2013), disponible en línea en <theweek.com/articles/456436/why-sexism-persists-culinary-world>.

[6] Savill, R., ‘Harry Potter and the Mystery of J K’s Lost Initial’, Telegraph [Londres] (19 de julio de 2000), disponible en línea en <www.telegraph.co.uk/news/uknews/1349288/Harry-Potter-and-the-mystery-of-J-Ks-lost-initial.html>. MacNell, L., Driscoll, A., y Hunt, A., MacNell, L., ‘What’s in a Name: Exposing Gender Bias in Student Ratings of Teaching’, Innovative Higher Education, vol. xl, 4 (2015), p. 291–303.

[7] Golden, C. y Rouse, C., ‘Orchestrating Impartiality: The Impact of Blind Auditions on Female Musicians’, American Economic Review, vol. xc, 4 (2000), p. 715–741.

[8] May, E. T., Homeward Bound: American Families in the Cold War Era (Nueva York: Basic Books, 1988). Krylova, A., Soviet Women in Combat: A History of Violence on the Eastern Front (Nueva York: Cambridge University Press, 2010).

Más del autor