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Acordeón¿Por qué no somos Al Qaeda?

¿Por qué no somos Al Qaeda?

 

Espontáneos y desesperanzados. Así comenzaron su revolución.

Al final del túnel libio había más sombras que luces. Conocían a su líder, bajo cuyo puño de hierro han vivido una pesadilla de opresión y miseria. El mismo dictador que explotó sentimientos religiosos, sueños e ideologías secuestró y sembró el terror matando. Sometió a todo un pueblo al Libro verde, mezcolanza ideológica inspirada en ideas marxistas y en el islam, que se imponía ferozmente. Con todo, los libios se dieron una oportunidad, en homenaje a Mohamed Buazizi, el joven tunecino que se quemó a lo bonzo tras años denunciando en silencio los abusos de poder de las autoridades de su localidad. Él y su humilde puesto de frutas quedaron carbonizados, sus cenizas por él: Cansancio hasta la extenuación y una desesperación que lo nublaba todo. Sin saber todo el alcance de su acción, encendió una llama de indignación en el mundo árabe-musulmán que recorrió pueblos, ciudades y traspasó fronteras con un resultado triunfal en Túnez y Egipto. “¿Quien iba a decir que la mujer sería quien iniciara esta revolución?”, pregunta Mustafá Saleh. Es taxista de profesión en Bengasi, la capital de la Libia liberada, pero en la actualidad es solo “revolucionario” para acabar definitivamente con la autocracia del coronel Muamar el Gadafi.  

       Mustafá Saleh recurre a la dinastía bereber, la que precedió a la alauí, para explicar que, entre los musulmanes, Túnez encarnaba el cuerpo de mujer (la debilidad) mientras que Argelia representaba el hombre (la fuerza) y Marruecos, el león (el invencible). Libia aún no existía. “Los musulmanes estamos muy sorprendidos de que hayan sido los tunecinos los primeros en derrocar a su  régimen”, dice el taxista.  “Y si lo han conseguido nuestros hermanos tunecinos y egipcios, en cuyos países se aplicaron políticas igual de despóticas y corruptas que las de Gadafi, ¿por qué no alcanzarlo nosotros?”, apunta por su parte Mohamed Messiari, estudiante de ingeniería en la Universidad de Bengasi, que el pasado 15 de febrero en su muro de Facebook escribió: “Es el momento de morir”.

 

Sin consignas islamistas

“Somos ciudadanos, no súbditos”, se dijo el joven de 28 años antes de enfundarse la capucha y enfrentarse a las poderosas fuerzas del Estado frente a la katiba (base militar) de Bengasi, donde se apostaban los leales a Gadafi y desde donde se abrió fuego contra los manifestantes que reclamaba libertad y dignidad. No había consignas religiosas ni argumentos islamistas. El único lema o eslogan llevaba la palabra cambio. Para muchachos desalentados como Messiari, la muerte es la única puerta de salvación para esta revolución mientras que Gadafi siga enseñando los dientes con discursos de los que se extrae un único mensaje: “O yo o el Apocalipsis”. 

       “Nuestra sangre es nuestro precio, pero ya no hay vuelta atrás”, manifestó  Abderraham Elmesrati, integrante del movimiento Hands free (manos libres) que participa en el proceso de transición. Con 25 años y una profunda devoción por Alá, Elmesrati anhela para su país un Estado democrático civil, con una constitución que empiece por respetar los derechos humanos y los derechos de la mujer. Una constitución que garantice las libertades individuales y también un poder judicial honesto. “Gadafi quiere sembrar el pánico en todo el mundo trasladando el mensaje de que sin él llegarán los terroristas. ¿Pero quién es aquí el terrorista?”, manifiesta enardecido. “Llevamos barba de guerra, pero ¡no somos Al Qaeda! Queremos lo mismo que vosotros, libertad y derechos”. Y si esa ansia incontenible de libertad y justicia social requiere morir, remachan: “Estamos dispuestos porque creemos en el paraíso donde podremos disfrutar de todos los placeres de la vida”.

       Abderraham, junto con el joven Messiari, fueron de los primeros en levantar la voz en la recientemente bautizada plaza de la Liberación, en el centro de la ciudad, que desde que los rebeldes consiguieron liberarla presenta otro aspecto, de celebración, festivo. Para esta parte del país, la dictadura de Gadafi ya es agua pasada. Sus paredes han sido forradas con banderas de la independencia -las de la nueva Libia- y sus muros se han transformado en pequeños altares abigarrados por multitud de velas y fotos de mártires que han sucumbido por la causa de la Yihad

       “Estamos haciendo la Yihad (guerra, en árabe)”, cuenta Abdila -estudiante de Economía en la Universidad de Misrata- y especifica que su guerra, ni en forma ni contenido, está relacionada con la causa defendida por la franquicia de Al Qaeda. “Esta es una lucha que desafía a un régimen que ha estrangulado las voces opositoras, que ha matado a mis hermanos y solo ha enriquecido a unos pocos”, en detrimento de una población asentada en un suelo con ingentes reservas de gas y petróleo.  

 

 

El retorno de los exiliados

Tanto para los que regresaron del exilio en la última década como para los recién llegados de la diáspora, aprovechando la nueva coyuntura política que se ha abierto en el país, es un “insulto” que a la revolución Libia se la relacione con la organización terrorista Al Qaeda u otros movimientos islamistas que fueron perseguidos por el régimen de Muamar el Gadafi. “Aquí están los Hermanos Musulmanes, pero no son terroristas y, a día de hoy, constituyen una minoría sin objetivos de participar en la vida política”, asegura Mohamed Baoui, responsable del departamento de relaciones exteriores de la Media Luna Roja. No obstante, reconoce el interés que tienen algunos movimientos de carácter islámico en capitalizar la situación e imponer sus convicciones religiosas. Para ellos, “las revoluciones son haram (pecado) porque pretenden una mayor apertura política y social. Los radicales rechazan la creación de un parlamento porque las leyes solo proceden de Dios y nosotros reclamamos instituciones democráticas”. Precisamente por ello, las revoluciones pacíficas han desmontado e  incluso han hecho fracasar las teorías de los alqaedistas u otros grupos fundamentalistas, que ven en los alzamientos populares un obstáculo para la propagación de sus ideas extremistas basadas en la sharia (ley islámica).

       “Nos robó nuestro honor y nuestra dignidad”, dice Mohamed Baoui refiriéndose a Gadafi, al contar los motivos que le llevaron a abandonar su tierra natal, Bengasi. Baoui participa en la revolución gestionando la ayuda humanitaria de Media Luna Roja. Se emocionó cuando le preguntamos ¿por qué regresó del exilio? “Papá, me voy a Francia”, dijo Mohamed Banoui antes de hacer las maletas e irse a Europa, Eldorado de las libertades individuales y de la democracia. Era 1978 y Gadafi ya había pergeñado su pensamiento inspirado en el socialismo y en el islam, que se tradujo en una feroz dictadura personal durante más de cuatro décadas. El Estado le concedió una beca para estudiar en París. Para él era la coyuntura perfecta para dejar un país que veía abocado al suicidio. Sus pronósticos se confirmaron: saqueos, corrupción, años de terror, de ejecuciones injustificadas y  de laminación de las libertades, sin pensamiento político digno de tal nombre y sin vida propia. “Fíjate”, dice con pasión: “¿Quién me iba a decir que me casaría con una francesa?”. Fue cuando comenzó a sentar los pilares de una carrera laboral exitosa como un pequeño hombre de negocios que aspiraba a volver a su casa, en Bengasi. Eso sí, cuando terminara la hegemonía política del dictador.

       Diez años después, en 1990, su padre le telefoneó para convencerle de que regresara a casa después de las promesas de Gadafi de iniciar una serie de cambios políticos. “También nos amenazó con que si no volvíamos nos convertiríamos en desertores”, continuó Banoui, con canas en el pelo y visibles arrugas en manos y cara. Le hizo caso a su padre, quizás por miedo, cree: “Allá donde había una representación Libia había mercenarios y Gadafi es conocido por cometer crímenes en el exterior. Y sobre mi familia también ejercieron mucha presión”, relata indignado. A sus 54 años, Banoui no se arrepiente del retorno porque desarrolló gran actividad social que, distingue con claridad, no interpreta como servicio a la dictadura. “He dedicado todo este tiempo a ayudar, dentro de la Medina Luna Roja, a los mas necesitados”. Dice que su objetivo no ha sido nunca amasar fortuna, y que en el futuro le gustaría desempeñar un puesto de consultor en el nuevo Ministerio de Asuntos Exteriores.

       “Nos ha tocado la lotería”, manifiesta orgulloso Alí A. Ali es otro de los cientos de libios que abandonó su país a causa del bloqueo y el estancamiento político, la falta de oportunidades, la represión y la mala vida. Regresó de Londres el pasado día 8 de enero animado por el triunfo de las revoluciones en Túnez y Egipto: “Me dije que la nuestra también ganaría. Nos convocaron a través del Facebook para la manifestación del 17 de febrero y aquí sigo”, nos cuenta este hombre de 45 años, soltero, que  espera que Gadafi caiga para casarse. 

       Al joven Abdelsalam Fabil lo encontramos ante a la Embajada de Turquía en Bengasi durante una manifestación contra a falta de apoyo del Gobierno turco a los rebeldes. Está ciego y emigró a Italia porque necesitaba un país que le tratara como un ciudadano. “No podía seguir en Italia viendo como moría mi gente.  Hemos venido varios invidentes para acompañar nuestra revolución. Y si Libia alcanza la libertad volveré a mi casa”. Con una educación europea perfectamente compatible con un profundo sentimiento religioso pide a “ayuda” a la comunidad internacional para lograr la caída de Gadafi e iniciar las reformas en el país que pongan en marcha un sistema democrático de gobierno.

 

Los check points  

La tierra tiembla bajo nuestros pies por el impacto de cada misil contra el suelo del desierto libio, a una corta distancia de la carretera que une Adjabia con Brega (80 kilómetros). Los insurrectos, en segunda línea de fuego, desde sus humildes posiciones, lanzan el grito de “asesinos”. Se refieren al dictador, Muamar el Gadafi, y a sus carros de combate, contra los que nada pueden hacer sus fusiles Kalashnikov. Ni siquiera las pequeñas baterías antiaéreas tienen el calibre suficiente para hacer frente a la artillería pesada del tirano. El futuro de este país depende de la voluntad de los líderes de la OTAN.

       Desesperación y euforia vuelven a ponerse de manifiesto en el último puesto de control de la carretera que conduce a Brega, donde los rebeldes hacen una parada obligada para comer.

 

 

       Los check points son pura adrenalina, de la que es bueno contagiarse antes adentrarse en un campo de batalla del que no es fácil salir ileso. Aquí desembarcan y se concentran cientos de sublevados simplemente para desfogarse al grito de “Alá es grande”, quemando ruedas, haciendo trompos con sus coches, disparando ráfagas al cielo que, en ocasiones, han causado graves heridas en las filas rebeldes. Otro indicio de la inexperiencia militar de estos jóvenes revolucionarios. Las ofensivas de Gadafi los han obligado a levantarse en armas para defenderse.  

       Por los check points  han  pasado pick ups con cuerpos carbonizados, mutilados o heridos. El trajín de las ambulancias haciendo sonar sus sirenas es la señal inequívoca de que la sangre de los rebeldes sigue corriendo sin que sus gritos lleguen a los que tienen la capacidad de poner fin a la matanza del pueblo libio. Esto explica la impotencia que muchos sienten al ver cómo sus camaradas van cayendo mientras defienden la democracia y la libertad. Las imágenes dramáticas ponen a muchos jóvenes civiles, que no habían empuñado un arma en sus vidas, en el brete de lanzarse al frente o quedarse en la retaguardia. Los hay que optan por la segunda opción, pero la gran mayoría está dispuesta a convertirse en carne de cañón y a que su foto pase a engrosar el mural de mártires de cualquier hospital de la zona este del país. ¡Que todo sea por cambiar la historia de Libia cuyas páginas han sido contadas a golpe de dictadura!

       Los puestos de control son también campo de entrenamiento. Los hay que aprenden aquí a arrancar el seguro a una granada de fragmentación o a cargar una obsoleta batería antiaérea mediante una polea. Pocas veces regresan del frente con cara victoriosa. Los rebeldes vuelven para  aprovisionarse en las cantinas de galletas, zumos, chocolates, leche, bocadillos de atún… Las cajas con alimentos no cesan de llegar hasta los puestos de control para abastecer a los insurrectos en su camino hacia Trípoli. Si los rebeldes no han dormido, siempre hay un trozo de desierto sobre el que descansar hasta nueva orden. Los revolucionarios evitan dar por perdida su lucha y siguen sumando voluntarios y amontonando armas- muchas están llegando desde Qatar- para futuros combatientes. Ruegan y reclaman vivamente una acción contundente de los aviones de la coalición internacional para que la embestida insurrecta pueda seguir adelante. “¡Queremos una mayor intervención de Estados Unidos para liquidar a Gadafi!”, dice Hussein, un joven moderno en paro. Llega a proponer un despliegue sobre el terreno de efectivos internacionales. Porque “desde el aire no se puede ganar esta guerra”, añade Mohamed Maraw, a quien le falta todavía muchas horas de entrenamiento para manejar un arma. Estudiante de informática en Los Ángeles, acaba de aterrizar en Libia  para participar en los combates a favor de la dignidad. “Si el asesino no cae, regreso con mi padre a Estados Unidos”.

 

Misrata, ciudad mártir

Donde no se alberga la menor reticencia sobre el despliegue de tropas internacionales sobre el terreno es en Misrata, la ciudad mártir, ferozmente asediada por las fuerzas leales al régimen. Han pasado más de dos meses desde que los mercenarios de Muamar el Gadafi empezaron a atacar de forma indiscriminada a civiles y combatientes, arrasando viviendas, calles y edificios públicos. Sus ciudadanos resisten bajo el fuego enemigo aferrándose a la idea de que la resolución de las Naciones Unidas que dio luz verde a una intervención internacional para proteger a la población civil cortaría de cuajo los tentáculos del líder libio, que había anunciado su determinación de morir matando.

       Sin embargo, la superioridad militar amasada por el régimen frete a esta urbe de unos 400.000 habitantes amenazados día y noche sigue siendo abrumadora. No pueden huir por tierra porque las carreteras están minadas o vigiladas por carros de combate de las fuerzas leales a Gadafi. Tampoco pueden escapar por mar. Al puerto solo arriban navíos humanitarios para evacuar a extranjeros y desembarcar alimentos y medicinas. El puerto de Misrata, todavía bajo control revolucionario, es el único cordón umbilical de la ciudad con el mundo exterior. Su caída en manos de los gadafistas hundiría la resistencia.

       Misrata es la única ciudad rebelde al oeste del país que marca la frontera entre los dos posibles Estados que se pueden crear en el caso de que Gadafi se mantenga aferrado al poder. “¿Un país dividido? Imposible”, responde con contundencia Haj Mohtaj, jefe de un grupo rebelde en uno de los barrios cercanos a la temida Avenida de Trípoli, donde siguen apostados francotiradores del régimen abriendo fuego contra los insurgentes. “Somos un solo puño con una sola capital, Trípoli”, agrega Mohtaj.

       Haj Mohtaj es comerciante y, a pesar de que su única experiencia militar la adquirió durante los meses de servicio militar obligatorio impuesto por Gadafi, encabeza un grupo de unos cuarenta rebeldes que ocupan un edificio en construcción en una de las calles colindantes a Trípoli, la arteria principal de la ciudad. Los agujeros en las paredes del edificio sirven de aspilleras a estos jóvenes armados. Cerradas las universidades y los colegios, se han hecho con armas requisadas en las bases militares conquistadas.

       En Misrata, los combates se suceden en el interior de la ciudad. Se trata de recuperar metros de una calle o de un barrio. Por ello, los habitantes se han visto obligados a aguzar el ingenio. Telas bañadas en gasolina cubren tramos de calles para que el tanque gadafista que se atreva a acercarse pueda ser detenido con un simple disparo. Y así con todo. Como los modestos chalecos antibalas fabricados a mano, con piezas de metal y envueltos en trozos de tela, o las furgonetas reforzadas con placas metálicas para que hagan las veces de coches blindados, con metralletas incorporadas y pintados de negro para diferenciarlos del enemigo. 

 

 

       Con apenas 16 o 17 años, los jóvenes combatientes, despolitizados durante los últimos 40 años de dictadura, quieren que Libia se deje llevar por la marea democratizadora que ya alcanzó a Túnez y a Egipto. “Mira, yo sueño con una Libia libre, democrática y unida. Que todo el pueblo pueda tener voz. Por eso quiero formar un comité o un sindicato, para hacer comprender a la juventud qué significa la constitución”, comenta Hicham, que proviene de una familia acomodada. Dice que comenzó a soñar el pasado 17 de febrero, cuando estalló la revolución: “Creo que nuestras manifestaciones son muy claras. La sociedad civil no desea una república islámica, porque así nos cerraríamos al mundo, lo que precisamente nos ha pasado con Gadafi. La religión es algo entre tú y Dios. Debemos respetar a los que rezan y a los que no. Queremos apertura. ¿Sabes? Yo voy todos los años a Francia y la gente no sabe siquiera situar a Libia en el mapa. Hasta que no pronuncias la palabra Gadafi no saben de qué estás hablando”.

       Según Hicham la caída del régimen supondría “empezar de cero” a todos los niveles. “Desde la construcción de edificios, la explotación de las playas o la creación de infraestructuras hasta pedir a los libios que trabajen. Mira, ciertos empleos como los de la construcción o el sector de la limpieza no eran desempeñados por los libios. Por vergüenza, o simplemente por una cuestión cultural. Esa idea tenemos que quitárnosla de la cabeza”, argumenta el sindicalista en ciernes.

        Jóvenes como Hicham, globalizados y conectados con el mundo exterior, son los que se han despertado en Libia a favor del cambio y los que están dando rienda suelta a estas ideas liberadoras a través de las redes sociales, y sobre todo, mediante la música revolucionaria. En el corazón de la revolución, en Bengasi, en un pequeño estudio del Media center (un edificio empapelado con caricaturas y grafiti críticos con el régimen, donde además se fabrican periódicos y se canaliza las informaciones que se difunden a todo el mundo) se abre una puerta que dice Guys Underground.

      Una vez dentro, suena rap e himnos revolucionarios. La creatividad y el talento duramente reprimidos bajo la bota del coronel renacen con empeño e ilusión entre los jóvenes libios. Llevan largas melenas, visten pantalones y camisetas negras con dibujos de grupos de rock duro. Un aspecto físico muy rompedor para una sociedad profundamente conservadora como la Libia que pone de manifiesto que la palabra del profeta no es interpretada al pie de la letra, tal y como exigen los valores impulsados por los salafistas, que pretenden volver a los orígenes del islam. Para la mentalidad fundamentalista, el buen musulmán está obligado a seguir un estilo parecido al del profeta, y en este colectivo emergente formado por hombres del mundo cultural no hay signos de querer seguir ese modelo tradicional de vida. En la pared, como simbolizando ese espíritu de la revuelta, una pintada reza: “No podemos cambiar el pasado, pero sí nuestro futuro”. 

 

 

* Beatriz Mesa es corresponsal de la cadena COPE y el diario El Periódico para el norte de África.

 


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