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AcordeónRamón J. Sender en Casas Viejas

Ramón J. Sender en Casas Viejas

 

En enero de 1933, el periodista y novelista Ramón J. Sender (1901-1982) viaja en avión desde Madrid para reconstruir, como enviado especial del periódico La Libertad, la matanza de campesinos que ha ocurrido una semana antes en la aldea gaditana de Casas Viejas o Benalup de Sidonia, que entonces pertenecía al municipio de Medina Sidonia. Allí, tropas de asalto enviadas por el gobierno de la joven II República presidido por Manuel Azaña han aplastado el intento de los jornaleros anarquistas de la CNT (Confederación Nacional del Trabajo) de instaurar un comunismo libertario que los haga dueños de la tierra, acaparada por propietarios de origen feudal como el duque de Medinaceli (el mayor terrateniente de la época, con más de 74.000 hectáreas).

       Este episodio de represión criminal de los pobres por uniformados al servicio de las clases dominantes se convirtió en un hito del siglo XX español gracias en parte al esfuerzo de Sender y otros por revelar lo ocurrido en esta lejana aldea del sur. Casas Viejas, seña de identidad del movimiento campesino y anarquista, provoca un debate nacional, un polémico proceso judicial y la caída del gobierno de coalición republicano-socialista, pero, sobre todo, prefigura la violencia que va a estallar, multiplicada ad nauseam, apenas tres años y medio después en toda España. Incluso se repiten algunos protagonistas. Al frente de los guardias de asalto y guardias civiles que reprimen la insurrección de Casas Viejas, reventando por dentro en la práctica la experiencia democrática de la República, está el siniestro capitán Manuel Rojas Feigenspan (o Feijespan), al que en 1936 encontraremos como jefe de las milicias falangistas en Granada mientras se suceden las detenciones y fusilamientos masivos de republicanos, entre ellos el de Federico García Lorca. Rojas, encarcelado en marzo de 1933 por fusilar a sangre fría a doce jornaleros detenidos en Casas Viejas, salió libre en enero de 1936 al aplicarle el Tribunal Supremo la eximente incompleta de obediencia debida y calificar los asesinatos de simples homicidios.

       Sender, que viaja a Casas Viejas con el también periodista Eduardo de Guzmán, del periódico La Tierra, llega a una aldea en estado de shock en la que aún están frescas las cenizas de la choza quemada de Francisco Cruz Gutiérrez, Seisdedos. El líder jornalero y sus compañeros han secundado el 11 de enero la revolución libertaria anarco-sindicalista convocada por la CNT que ellos creen que ha triunfado en todo el país, han asaltado el cuartel local de la Guardia Civil y matado a dos agentes en la refriega, pero las fuerzas de seguridad enviadas desde Madrid y Cádiz han sofocado la rebelión a las pocas horas y él y varios familiares se han refugiado sin escapatoria en su humilde hogar. Allí han muerto, acorralados, tiroteados y quemados hasta carbonizarse. De esa choza sólo han escapado vivos al cerco la nieta de Seisdedos, María Silva Cruz La Libertaria, de 16 años, y un niño (a La Libertaria la asesinarían los golpistas al inicio de la Guerra Civil). No satisfecho con haber eliminado a los resistentes de la choza, el día 12 el capitán Rojas ordena una razzia para escarmentar al pueblo. Sacan al azar de sus casas a jornaleros que no han huido al campo y Rojas ejecuta en persona y por medio de sus agentes a doce, diez de ellos en el recinto aún con rescoldos de la vivienda de Seisdedos.

       El enviado especial de La Libertad habla con los familiares de las víctimas, con las autoridades, con los investigadores, con miembros de las familias propietarias del pueblo que ven ahora a salvo sus fincas y privilegios y se muestran recelosos y hostiles hacia los dos periodistas intrusos de izquierdas; recorre y describe las calles pobres de Casas Viejas, las chozas entre chumberas de sus jornaleros sin trabajo, los hierros retorcidos de la cama de Seisdedos como metáfora del sueño derretido en pesadilla; indaga en las raíces de la sublevación popular, las condiciones de vida miserables de estos parados sin tierra, y con todo ello escribe y publica por entregas en su periódico a partir del 19 de enero de 1933 (una semana después de la matanza) una serie formada por diez reportajes con 49 episodios. Un material extraordinario que poco después reelaborará (ampliando, recortando, corrigiendo los textos a la luz del avance de la investigación judicial y parlamentaria) para publicarlo en forma de libro. Primero en el volumen Casas Viejas, todavía en 1933, y un año después en una nueva versión, Viaje a la aldea del crimen (Documental de Casas Viejas).

       Desde la choza como epicentro del relato, Sender cuenta (con su estilo ágil, seco y tan crudo como la realidad que describe) que “al olor de maderas quemadas sucedió el de la carne” y que los jornaleros asesinados tenían los “rostros afilados por el hambre y por la muerte”, y funde su visión analítica y precisa con la emocionante frescura del habla popular de esas madres andaluzas que lloran a sus hijos muertos.

 

 

       A continuación reproducimos un fragmento de su libro-reportaje Viaje a la aldea del crimen, extraído de la edición del año 2000 que publicó Ediciones Vosa en Madrid con estupenda introducción del experto en Sender José María Salguero Rodríguez, un fragmento en el que el periodista narra el final sangriento del asedio a la choza de Seisdedos y el posterior castigo colectivo en forma de fusilamientos, contándolo como un narrador omnisciente primero antes de dar la palabra a los familiares de las víctimas y reproducir sus testimonios sin apenas artificios retóricos.

       Para indagar más sobre el pasado de este pueblo emblemático de Cádiz, que hoy en día es un municipio independiente llamado Benalup-Casas Viejas, aconsejamos al lector el reciente libro Los sucesos de Casas Viejas en la historia, la literatura y la prensa (1933-2008), editado por el Ayuntamiento, la Diputación de Cádiz y la Fundación Casas Viejas 1933 y coordinado por Gérard Brey y José Luis Gutiérrez Molina. También, el libro-reportaje Después de Casas Viejas (Argos Vergara, 1984), en el que el periodista Antonio Ramos Espejo, ya en democracia, regresaba medio siglo después del crimen para contar qué había cambiado y qué seguía más o menos igual (como la reforma agraria pendiente y la población empobrecida), y localizaba a aquel niño superviviente que escapó de la choza, Manuel García Franco, a los testigos de lo ocurrido y a sus descendientes. Entre éstos destaca Juan, el hijo de María Silva Cruz, La Libertaria, y del periodista y militante anarco-sindicalista Miguel Pérez Cordón, que fue de los primeros en dar la noticia de la matanza. A la historia de amor y lucha de esta pareja le dedica José Luis Gutiérrez Molina otro estudio, Casas Viejas. Del crimen a la esperanza. María Silva ‘Libertaria’ y Miguel Pérez Cordón: dos vidas unidas por un ideal (1933-1939) (Almuzara, Córdoba, 2008).

       Buena parte de esas tierras siguen siendo hoy grandes latifundios en manos de unos pocos, dedicados a ganadería de toros bravos, aerogeneradores y cultivos agrícolas intensivos que apenas requieren mano de obra. Ya nadie muere allí de hambre o de un tiro en la cabeza por rebelarse. Pero hay pueblos de la Baja Andalucía donde el paro afecta a la mayoría de la población en edad de trabajar. ¿Estamos seguros de que jamás habrá otro Casas Viejas?

 

 

* Eduardo del Campo es periodista en el diario El Mundo, con base en Sevilla. Su último libro publicado es De Estambul a El Cairo (Almuzara, 2009). Su anterior entrega dentro de la serie Maestros del periodismo: Carmen de Burgos, Colombine, retrata al Papa Pío X en el Vaticano (1906), y su última contribución a Fronterad se titulaba Turquía, a la caza de sus periodistas

 

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Viaje a la aldea del crimen (Documental de Casas Viejas)

 

Ramón J. Sender

 

 

Estos sucesos ocurrieron en la aldea de Casas Viejas, Municipio de Medina Sidonia, provincia de Cádiz, en los días 10, 11 y 12 de enero de 1933, siendo jefe del Gobierno Manuel Azaña, ministro de Gobernación Casares Quiroga y director de Orden Público [Arturo] Menéndez.

 

 

[…]

 

       Se aproxima­ba el amanecer, y para entonces debía estar todo re­suelto. Dentro de la choza seguían disparando. Se oían alaridos y gemidos de mujer. Debían estar heri­dos todos. Los guardias lanzaban granadas y la ame­tralladora habla callado y esperaba que intentaran sa­lir los revolucionarios por el boquete abierto, para dispararles a campo libre. De las cercas más próxi­mas a la choza —unos nueve metros— lanzaron dos paquetes de algodón impregnados en gasolina. Lue­go, algunas tablas y trozos de ramas envueltas en al­godón también impregnado. Quedaron interceptadas entre la techumbre y bastaron dos granadas para que la gasolina se inflamara. Entonces cesó el fuego. La choza ardía, se veía perfectamente el borrico muerto en la cerca de al lado, el cadáver del guardia asoma­do fuera. Fusiles, ametralladoras y bombas callaban, esperando. 

 

Francisco Lago y su hija intentan huir. Los otros siguen disparando.­ Por fin…

 

       El fuego daba un rumor creciente entre pequeños estallidos. Iluminada por las llamas, la humareda era gris al principio. Luego, sobre el cielo, que comenzaba a clarear, era negra y se disgregaba hacia el interior. Soplaba, como siempre, a esa hora, un poco de viento del mar. Dentro de la choza los disparos eran muy espaciados. Voces, ayes, insultos y esas frases en las que Seisdedos no tuvo parte, sin duda, pero que, habiendo mujeres de dieciocho años y estando allí padres, hijos, hermanos, debieron ser inevitables. Doscientos hombres asistían a aquel espectáculo en silencio, aguardando para impedir que se salvara na­die. La muchacha, que volvió a la choza con la esco­peta para su padre, Francisca Lago, asomó un instan­te entre las llamas. Subió al boquete gateando. Salió cara a los parapetos de los guardias enloquecida, con las ropas y el pelo en llamas. Corrió, dando alaridos, pidiendo auxilio. La ametralladora la derribó a unos diez pasos de la choza.

 

 

       También su padre, Francisco Lago, quiso huir. Probablemente lo hubieran intentado todos, pero los otros cinco debían estar heridos. Francisco no pudo andar tanto trecho como su hija. Quedó muerto en el mismo agujero, al salir. Su cuerpo, que fue doblándo­se bajo el fuego mecánico de la ametralladora, apareció chamuscado, con quemaduras en las piernas y en la cabeza. La techumbre seguía ardiendo y derrum­bándose hacia adentro. Vigas, ramaje, caían en el in­terior en llamas. Todavía sonaron algunos disparos dentro y cayeron varias granadas más sobre la ho­guera. Después, al olor de maderas quemadas suce­dió el de la carne. El humo era más denso y apelma­zado. Habían cesado los lamentos y los disparos. Cuatro hombres y una mujer ardían vivos bajo la hoguera: el Seisdedos, dos hijos, una nuera y un yerno. El fuego iluminaba los alrededores. Todo había terminado. La mayor parte de las fuerzas se iban aventurando ya a bajar. Del cuerpo de la hija de Paco Lago salía humo. Seguían ardiendo sus ropas. Se acercaron y comprobaron que había muerto.

       Algunos de los guardias se dedicaron a transpor­tar tres cadáveres de otros tantos campesinos a los que habían fusilado «para ahorrarse el cuidado de su custodia», desde el lugar donde cayeron a la choza de Seisdedos. Comenzaba a amanecer, sin sol, con la niebla de los amaneceres de Marruecos. Dos guar­dias cogían un cadáver y lo transportaban dificulto­samente, apoyando los pies en la resbaladiza grava. A veces hubo que soltarle para no caer. Volvían a re­cogerlo y bajaban. Y al lado de la choza lo lanzaban sobre la cerca, como un fardo. Aparecen quemados, naturalmente, por el costado que estaba hacia abajo en contacto con el fuego. Antes de terminar esa triste faena aparecieron por la torrentera dos o tres vecinos curiosos o aterrorizados. Los guardias los ahuyenta­ron a tiros.

       Los cinco de la familia de Seisdedos que que­daron bajo las brasas rompían la tradición española. En Numancia murieron los celtíberos sobre las ho­gueras. En Valladolid y Toledo, los herejes, también sobre ellas. El Seisdedos y los suyos murieron de­bajo. Claro está que Roma pasó y los celtíberos del Duero siguen organizándose en fratrías con nombres distintos, y que la Inquisición pasó y los herejes si­guen e imponen su ley. Y que visto así, en la Histo­ria, los siglos son cortos. Esto sin recordar que existe un sistema capaz de crear vida nueva con toda esta sangre.

       La mayor parte de las fuerzas fue desfilando hacia el centro de la población. Quedaron arriba algu­nos centinelas para que la gente del pueblo no se acercara. Consumida la techumbre, las vigas y trave­saños, la mesa de pino y las sillas, los dos taburetes, las culatas de las escopetas, los jergones de paja y la poca grasa de los cuerpos de los sitiados, el fuego fue apagándose. La choza presentaba el aspecto de una fosa cuadrada, con restos humanos cubiertos de ceni­za. Las paredes de barro habían desaparecido en su mayor parte y quedaba apenas señalada la base con un reborde que encuadraba los restos y las cenizas. Los arcos finales de la cabecera y los pies de la cama sobresalían retorcidos.

       Sobre aquella fosa cayeron los cuerpos de los tres que fueron muertos fuera de la choza. Rostros afila­dos por el hambre y por la muerte. Gestos dislocados con brazos y piernas en extrañas actitudes. Allí quedaron esperando al juez de instrucción.

 

Las tropas en la plaza. La orden de ‘razziar’ la aldea.

 

       Destruida la choza, asesinado también con las es­posas puestas Manuel Quijada y golpeada bárbara­mente su mujer, Encarnación Barberán, que quiso protestar, los guardias bajaron en una columna disforme hacia la plaza y formaron en el centro. Más de doscientos hombres. El cura preguntaba tímidamente si había que usar sus servicios y preparaba un ser­món para la primera ocasión en que hubiera que re­partir en la Iglesia “la limosna”. Los oficiales iban y venían con papeles. Después de los disparos últimos contra un grupo de curiosos, todo el mundo había vuelto temerosamente a sus casas, a sus albergues. La luz de las siete de la mañana llegaba por la parte del mar, lívida y penetrante. El jefe paseaba ante la doble fila de las fuerzas formadas. La humareda que seguía subiendo desde lo alto de la colina, terciaba el cielo de la aldea con una faja negra. Ardían los cuerpos desmedrados de los campesinos. Todas las viviendas de la aldea estaban cerradas. Los jefes iban y venían con papeles. Uno dijo apresuradamente:

Tengo órdenes rigurosas y concretas de hacer un escarmiento.

       Miró el reloj y añadió:

Doy media hora para hacer una razzia, sin con­templaciones.

       Esta orden no se limitaba expresamente a los su­cesos de Casas Viejas, sino que se había dado el día 11 con carácter general a todos los lugares donde se habían producido desórdenes, como otras órdenes no menos bárbaras; las fuerzas rompieron filas y se diseminaron en dirección a la torrentera, hacia las cho­zas de los jornaleros. Un guardia preguntaba:

¿Qué es una razzia?

       Y otro respondía, cerrando la recámara del fusil:

Que hay que cargarse a María Santísima.

       En las calles no había un alma. Los campesinos permanecían con sus familias, silenciosos, en las cho­zas. A la puerta de una de ellas lloraba el niño de on­ce años Salvador del Río Barberán. Llevaba en la ma­no un cartucho de fusil, disparado. Los guardias le dijeron, riendo:

Tira eso, muchacho, que no es un pastel.

 

 

       Luego empujaron la puerta. En el fondo, el viejo Antonio Barberán el de la chaqueta de rayadillo­yacía sobre un charco de sangre. El muchacho lloraba y juraba que su abuelo no era anarquista. El guardia bisoño subió calle arriba con los otros, conocedor ya de lo que era una razzia. Atrás quedó el muchacho midiendo con los ojos la soledad de la calle. El pueblo había enmudecido. Después de las ilusiones de la noche del día 11, todo volvía a su viejo ser. Las tierras seguirían alambradas y cercadas «para nadie». El hambre y la desesperación, el no hacer nada y la es­peranza como único horizonte de que el cura los convocara, un día u otro quizá mañana, siempre ese “quizá”, para darles un bono de una peseta canjeable por sesenta céntimos de víveres; ese porve­nir inmediato les aguardaba. No se veía otra cosa en los meses que faltaban hasta la siega. Las hoces espe­raban clavadas en la paja de la techumbre. La ilusión de las cuarenta y ocho horas anteriores los había vivi­ficado. Nadie se acordó de comer ni de dormir.

       Pero la represión, la destrucción de la choza de Seisdedos, los asesinatos de Francisca Lago y de su padre cuando intentaban huir con las ropas ardien­do, todo aquel estruendo de bombas y fusilería al que estuvieron atentos los campesinos desde sus ca­mastros; el recuerdo de Manuel Quijada, esposado, que caía bajo los culatazos de los guardias y era le­vantado a puntapiés para morir, por fin, ametrallado frente a la choza; los asesinatos de otros tres deteni­dos, muertos a bocajarro junto a las cercas; la muerte del septuagenario Barberán al lado de la cama que acababa de abandonar, esos acontecimientos eran co­nocidos rápidamente en todo el pueblo. Durante la noche, los campesinos afiliados al Sindicato, que te­nían armas, huyeron. El campo los acogería en la no­che fraternalmente. Por la tierra, por la superficie cul­tivable, todavía virgen, habían intentado implantar el “comunismo libertario”. En la conquista del campo empeñaban la vida. La habían dado ya muchos cam­pesinos. Al campo fueron a refugiarse. Entre los que quedaban en el pueblo apenas se podrían contar dos o tres testigos de los sucesos y miembros del Sindica­to. En la aldea había teléfonos misteriosos que comu­nicaban con Madrid y con Cádiz constantemente. Había papel para los atestados, sellos judiciales, ca­sas donde tomaban el desayuno los oficiales y los en­viados del Gobierno había llegado uno, de Cádiz. Había la inseguridad de ofrecer la paz sin que la aceptara el enemigo. La probabilidad de levantar los brazos inermes ante cuatro fusiles y recibir, sin em­bargo, la descarga. Estaba a cada paso la tapia de los fusilamientos. En el pueblo todo les podía ser hostil. En el campo, un obscuro instinto les decía que todo habría de serles favorable.

 

El asesinato de Juan Silva González.­ ¿Cómo quiere que entre, si me voy a quemar?

 

       Un grupo de guardias de asalto, a los que acom­pañaba un guardia civil del destacamento permanen­te de Casas Viejas, echó abajo la puerta de la choza de Juan Silva González. Éste protestó, advirtiendo que les hubiera abierto voluntariamente. Lo encaño­naron y lo obligaron a salir con los brazos levanta­dos. El guardia civil les advirtió que era un campesi­no honrado y que daba su palabra de que no había intervenido en los sucesos. Los de asalto, después de una breve discusión, le dijeron que podía quedarse en su casa. Una mujer de la familia atribuye lo que ocurrió después a las maneras un poco desenvueltas de Juan cuando se dirigió a los guardias reconvinién­doles el haber echado la puerta abajo.

       Un cuarto de hora más tarde regresaban los guar­dias de asalto solos, sin la compañía del guardia civil. Volvieron a encañonarle:

Salga afuera.

       Su mujer advirtió:

¿No han oído ustedes al guardia civil que no te­nía culpa de nada?

respondió uno de asalto. Es para una de­claración. Salga a la calle.

       Obedeció y fueron con él en dirección a la choza de Seisdedos. Allí había un oficial y otros guardias. Estos le ordenaron, señalándole las ruinas humeantes de la choza:

Entre usted ahí.

Hombre respondió Juan, ¿cómo me manda eso? ¿No ve que está ardiendo?

       Un poco más lejos de las ruinas yacía, todavía hu­meante, el cadáver de Francisca Lago, sobrina suya. Juan, que ignoraba los pormenores de lo ocurrido por la noche, no sabía qué hacer. Un guardia se impa­cientaba:

Vamos, entre usted.

¿Cómo quieren que entre insistió, si me voy a quemar?

       Pero se acercó al fuego, y cuando se disponía a trasponer la cerca, los guardias dispararon sobre él. Luego le apoyaron una pistola en la sien y le “vola­ron la cabeza”, como decía una mujer que lo presen­ció, y a la que obligaron a marcharse apuntándole con los fusiles y advirtiendo:

Como vuelva la cabeza se va a encontrar con un balazo.

       En la plaza estaba el delegado gubernativo. El te­léfono seguía comunicando con Cádiz y con Madrid. Las fuerzas de asalto se sentían asistidas en todo mo­mento por “razones superiores”. La defensa del régi­men.

       Cuando cayó Juan Silva subían en cuerda de pre­sos cuatro campesinos más.

 

Lo que dicen las madres de esos cuatro campesinos.

 

       Preferimos copiar de la declaración oficial que hicieron después, las mismas palabras de las madres de Juan y Manuel García Benítez, Juan Grimaldi y José Toro. Son más expresivas que todo lo que nosotros pudiéramos decir:

       «Dolores Benítez.De cuarenta y ocho años, casa­da, con siete hijos. Rectifica este número: “Digo, cin­co, que dos me los mataron”. Que sus hijos Juan Gar­cía, de veintidós años, y Manuel, de veintiuno, aque­lla noche se acostaron juntos en la cama de su madre. Que a las doce de la noche, poco más o menos, se le­vantó con su marido y se sentaron sin encender lum­bre por miedo a los tiros, que se oían constantemente.

 

 

       Ya de madrugada vio arder la choza de Seisdedos. Que llamó a sus hijos mayores los dos citados, asustada, para que le ayudaran a tener cuidado no se corriera el fuego por las demás chozas hasta la suya. Que así estaban cuando, ya “día claro”, oyó mucho ruido en la puerta y entraron varios guardias. Que dijeron:

¡Que se levanten y salgan los hombres!

       »Sus hijos salieron sigue diciendo la madre, y al verla llorar, el mayor le dijo que se tranquilizara “porque el que nada hace nada temer”. Añade la de­clarante que se llevaron a los dos y que ella les siguió; pero tuvo que volver, porque un guardia le dijo:

Si no vuelve usted p’atrás, le soltamos una des­carga.

       »Que se quedó cerca y oyó decir: “Con éstos ya hay bastante”. Oyó gritar a mucha gente y muchos ti­ros, y después subió a la choza del Seisdedos y se los encontró “cadáveres, cruzaíto el uno sobre el otro”. Que había “un reguero de sangre diforme que no había dónde poner los pies”. Que el mayor tenía “volaíta la cabeza, y el otro ya no lo vio, porque al dolor se le perdió el mundo de vista”.

       »María Villanueva. De setenta años, casada; está presa de enorme emoción, fatigadísima. Dice: Que estaba con su niño Juan Grimaldi, de treinta y tres años (aclara: Para una madre siempre un hijo es un niño); que fue el que le mataron. Que estaba en su ca­sa, sobre las ocho de la mañana, y llegaron una multi­tud de guardias de asalto, que entraron en su casa la puerta estaba abierta y su hijo “acabaíto de levantar”, y dijeron: “Hombres afuera”, saliendo el pa­dre y el hijo con “los brazos contra el cielo”. Que en­tró un guardia y con el cañón de la escopeta le volcó la cama, y, al lamentarse, le dijo: “Busco a ver si hay escopeta”. “Aquí no hay na de eso”, replicó ella. Que en la habitación del “lao” estaba su hija como muer­ta, y ella se lo dijo al guardia. Frente a la puerta esta­ba el guardia civil de Casas Viejas. Salvo. Que los de asalto, al ver a ella llorar y abrazarse a su hijo, la qui­taron, diciéndole “que no le iba a pasar nada; que era para tomarle una declaración”. Que uno que había “con tres estrellitas en la gorra” (el capitán) les dijo a unos guardias de arriba que tiraban: “No tirar, que hay mujeres y niño aquí”. Que a su hijo se lo llevaron al mataero (esto dice la frase con todo su realismo). Y allí se lo dejaron muerto. Que fue para allá, a verlo, y un guardia la apuntó y amenazó con matarla. Que con su pena “cayó al suelo y de allí la recogieron”. Que “toíto el pueblo sabe lo bueno que era su hijo, y lo noble, que nunca se había metido en nada”.»

       Y veamos todavía otra declaración: la de María Toro.

       «De cuarenta años, viuda. Que a su único hijo, de veintitrés años, “se lo han matao”. Que sobre las siete de la mañana fueron a su casa los guardias de asalto, y a su hijo, “que estaba sentaíto en una silla, pues se acababa de levantar y estaba malo”, le estaba ella ha­ciendo una tacita de café. Que entraron los guardias y se lo llevaron, y “aunque ella les lloraba y les ense­ñaba, como prueba de que no se había metido en na­da, su cama calentita, se lo llevaron, tirándole todos los muebles por alto”. Le dijeron “que iban a tomarle declaración”. Que como no volvía, se fue hacia la co­rraleta y vio a su hijo muerto, con un boquete en la cabeza, y se llenó con su sangre las manos “pa besar­le el cuello”. Que han hecho una cosa muy mala con su hijo de su alma.»

       Hay una madre que no pudo declarar. El que de­claró después fue el hijo. Los guardias entraron en una choza donde no había hombres. Estaba sola una anciana, llamada Joaquina Jiménez; los guardias pre­guntaron por “su hijo”, sin saber si lo tenía. La mujer confesó que había huido al campo. Entonces apalea­ron a la anciana, produciéndole tales heridas que fa­lleció días después. A su hijo, Francisco Jiménez, le llaman el Gitano.

 

[…]

 


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