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Mientras tantoRusia y Ucrania. El complejo de Caín

Rusia y Ucrania. El complejo de Caín

La vida en Comala City   el blog de Bruno H. Piché

A unos cuantos días de cumplirse el primer aniversario de la invasión de Rusia a Ucrania, los diarios y noticieros de televisión ya consumen y devoran una fecha, 24 de febrero de 2022, que corre el riesgo de volverse una nota más, algunas imágenes más ante los ojos de los lectores y los telespectadores, para encontrar el diminuto canal que conduce al fondo del océano mental, si no el olvido, al menos al de la normalización mediática de un pieza noticiosa, es decir a su nueva ubicación en el basurero de las noticias de todos los días, sean buena, malas o pésimas.

Lo cierto es, obvio, que la guerra, el terror infligido por Putin, las fuerzas armadas rusas y los brutos y pandilleros que portan el uniforme ruso, seguirán destruyendo vidas, provocando un mayor éxodo de ucranianos no sólo a las naciones vecinas que los acogen, sino incluso hasta ciertos países para los cuales hay que cruzar medio mundo con tal de arribar.

El hecho de que la nación ucraniana se encontrara dispersa por el mundo antes del 24 de 2022, no soy un experto, dice demasiado de la historia de Ucrania.

Por ejemplo, en la ciudad en la que vine al mundo, una isla rodeada de una vastísima masa continental en el norte del continente americano, existen y son bien conocidos los barrios y las asociaciones nacionales gracias a las cuales es posible hacerse una idea de la historia, los conflictos geográficos y las penurias de todo tipo que vivieron quienes, en su momento, llegaron a estas gélidas tierras burlando la muerte a encontrarse con una nueva vida: ahí están, por ejemplo, los clubs de italianos, de portugueses, de libaneses, de polacos, de húngaros, de haitianos, de salvadoreños, más recientemente de mexicanos, de sirios —no estoy siendo exhaustivo, me faltan las no pocas inmigraciones africanas, el anterior es un repaso mental marcado por lo afectivo: no vivo ahí, soy el eterno ausente, pero me gusta ese rostro, ese carácter cosmopolita, tolerante, de mi ciudad.

Hace un año me hallaba librando una situación suficientemente complicada y difícil en mi ciudad de nacimiento, entonces como ahora cubierta de nieve pero no por ello refractaria a la vida al exterior ni mucho menos. La gente del Norte, así provenga del Sur, termina por salir de la casa y encarar temperaturas de 25 grados bajo cero y hacer su vida como si nada. Tengo especialmente fijado el recuerdo de una caminata a la orilla de un río y el avistamiento de una clase de simpáticas aves cuyo nombre, popular o científico, desconozco por completo. Como invitadas por la presencia humana, las aves, que emitían su incomprensible pero tranquilizante lenguaje, comenzaron a acercarse a la orilla en grupos de tres o cuatro, casi como ofreciendo su compañía al paseante. Y como a mi la vida animal me parece no sólo más agradable y confiable, sino en ocasiones mejor compañía que la del muchas veces indigno, tarado y repelente homo sapiens, aquella escena me resultó lo mismo encantadora que indicativa de una obviedad: hay vida, siempre hay vida, no matter what.

Y esa misma noche llegó la fatídica fecha, irrumpieron a través del televisor las cruentas imágenes de la guerra, no es necesario repetir ni recalar en los detalles, todo mundo que sea mundo y que tenga la cabeza mínimamente amueblada las observó, entre el espanto y el azoro. A la mañana siguiente, los noticieros locales ya transmitían entrevistas con miembros de distintos colectivos de inmigrantes ucranianos.

Yo sabía, por cuestiones de trabajo, que la ministra de Finanzas, en su paso por el ministerio de Asuntos Exteriores, jamás pisó territorio ruso pues Putin, la tenía —la tiene aún— en una lista de personas no gratas al régimen ruso, pues en sus años de juventud la ministra se dedicó a escribir, al periodismo y a hacer activismo sobre el terreno justo en los años en que el pequeñito presidente ex-KGB comenzaba a armar la putrefacta y demencial estructura de poder que lo mantiene como el todopoderoso inquilino del Kremlin.

Pasaron pocas horas y en el noticiero aparecía la madre ucraniana de la entonces periodista y activista. Paralelamente, la actual ministra de Finanzas y Primer Ministra Adjunta —muy probable y merecidamente sucesora del actual Primer Ministro—coordinaba a escala global la primerísima sanción a Putin. Me refiero al ahorcamiento financiero mediante la suspensión del sistema SWIFT, con el propósito de impedir el acceso del régimen ruso y sus proxis a cualquier divisa internacional, en esencia el euro y el dólar americano.

A casi un año de todo aquello, la guerra sigue, o debería decir las guerras a fin de incluir otras más y de no excluir las que libramos unos contra otros en tiempos de paz, no se digan las sórdidas guerra de uno mismo en contra de sí.

A casi un año de tener, por cuestiones de trabajo también, que leer los informes y análisis preparados acerca de la agresión rusa por los centros de investigación y think thanks más prestigiosos, repetitivos todos ellos hasta el hartazgo, por una casualidad o porque quizá se trata de una lectura que me estaba esperando, sobre estos inesperados encuentros yo no tengo una opinión hecha ni mucho menos la quiero tener, hallé un ensayo con la extensión perfecta en la cual lo mismo se dilatan los argumentos y las ideas, que se va, vaya que se va, directo al grano. Es decir, el tipo de ensayo literario que más me atrae y que igualmente disfruto.

Me refiero a El complejo de Caín. El «ser o no ser» de Ucrania bajo la sombra de Rusia, de la escritora, traductora, filóloga y columnista catalana, Marta Rebón, de quien yo, y esperaría que media humanidad, ya conocía —igualmente por azares ya del destino, ya de lo contrario al destino— ese libro espléndido, de género todo terreno, cuaderno de viajes, crítica literaria, crónica, ensayo, releído en un par de ocasiones, se trata además de un bello objeto editorial, creo que suficientemente conocido y comentado: En la ciudad líquida (2017).

Jamás “recomiendo” lectura alguna, pero si alguien allá afuera prefiere en los días próximos ahorrarse horas y horas de chorradas, sea en prensa, sea en el telediario, acerca del significado —me pregunto si lo puede tener una guerra iniciada por un genocida— del 24 de febrero de 2022, mejor haría en adentrarse en las 128 páginas de El complejo de Caín.

Diré lo obvio: se aprende, y se aprende mucho. Pero sobre todo se trata de una lectura que evita volver una vez más, como pericos humanos, al viejo y manoseado precepto —e inútil por completo, válgame si no— de Santayana. De tarados sería desconocer la historia, pero en el caso de esta historia, de la historia que cuenta El complejo de Caín, conviene conocerla no para repetirla sino —y ese es el singularísimo tempo, tono, núcleo crítico que encuentro en este libro de Marta Rebón— para intuir, para tener un urgente atisbo del futuro. En otras palabras: ir hacia atrás en el pasado en búsqueda de la historia y de sus personajes, para hacerse un mapa mental y muy concreto acerca de cuán lejos en el futuro puede continuar la guerra de Rusia contra Ucrania, qué tan profundos pueden ser los delirios del mandatario ruso para no cejar ni ceder y mantener la misma pauta que no inició hace ya casi un año, sino que, por eso hay buenas razones para leer El complejo de Caín, qué peso final podría tener el pasado remoto en el futuro, ese que siempre se nos presenta inasible pero que espera apenas a la vuelta de la esquina.

Escribe Marta Rebón en una hipotética carta dirigida a Vasily Grossman, el ultra conocido escritor, novelista y encargado, o mejor, moralmente comprometido con reportear desde la dignidad humana, las atrocidades de Segunda Guerra Mundial, la bestialidad inhumana del Gulag: “Al igual que traducir, reconstruir el pasado se parece a estudiar en una pared.”

Y tal es el caso, pues quizá Putin, a diferencia de sus depravados antecesores, sí ha logrado que dejemos de escrutar con detalle en la pared de la historia, de la geografía, del pensamiento y de la literatura —a primera vista, ¿no englobamos acaso sin pensarlo mucho, a Gógol, a Lérmontov, a Herzen, a Chéjov, a Tolstói , al propio Grossman, como pareja y homogéneamente rusos?

Ahí reside la importancia del mensaje que llega vía la literatura gracias al trabajo de una traductora de peso como Marta Rebón, capaz de articular y exhibir en la superficie, para conocimiento de cualquier lector, las profundas corrientes políticas y las capas tectónicas geopolíticas que han abierto el camino no sólo al transcurso de la historia, sino y sobre todo al aprovechamiento por parte del actual troglodita ocupante del Kremlin para emplazar, encauzar y forzar eso que llaman una “narrativa” nacional acorde con sus intereses y de la clase política y mafiosa que lo acompaña en el poder desde hace veintitrés años.

El mensaje, o mejor dicho: mensajes pensados y presentados desde distintos campos del conocimiento, y que pone en claro Marta Rebón, traen detrás de sí una muy ilustre progenie. En particular, me refiero al legendario ensayo escrito en 1952 por Isaiah Berlin bajo el pseudónimo de O. Utis: “Generalissimo Stalin and the Art of Government”’, y publicado en el entonces muy útil Foreign Affairs —actualmente una publicación que solo sirve para que el mandarinato diplomático adorne sus paredes, amplias, como suelen ser, las taradas y oprobiosas:

Vivimos en una época en la que las ciencias sociales afirman ser capaces de predecir con una precisión mayor cada vez el comportamiento de grupos e individuos, gobernadores y gobernados. Por eso resulta extraño descubrir que uno de los procesos políticos que sigue provocando la mayor de las perplejidades se encuentra no en las profundidades de un territorio de naturaleza indómita ni en las oscuras sismas del alma humana, intratable mediante el análisis psicológico, sino en una esfera en apariencia dominada por las férreas leyes de la razón, de las cuales parece haberse eliminado sin piedad todo rastro de factores aleatorios, caprichos humanos, oleadas impredecibles de emoción, espontaneidad, irresponsabilidad  y todo lo que tienda a suavizar el nexo lógico riguroso. El proceso al que me refiero es la “línea general” del Partido Comunista de las Repúblicas Socialistas Soviéticas. Sus abruptos y violentos cambios de timón no sólo desconciertan al mundo exterior, sino también a los ciudadanos soviéticos; y no sólo a los ciudadanos soviéticos, sino a los miembros del propio Partido Comunista tanto en Rusia como en el extranjero, en quienes a menudo suscita una sorpresa desconcertante, virulenta e incluso letal.

Eso escribía sir Isaiah Berlin en 1952. Me parece que mantiene una vigencia actualísima al 24 de febrero de 2022 o 2023, da lo mismo: estamos hablando de las corrientes subterráneas del imperio ruso y sus provincias, dice el espurio relato oficial. No le alcancé a preguntar lo suficiente al excelso sabio en una imposible visita en sus aposentos en All Souls College; a saber lo que me habría dicho al respecto, ese «ruso» imponente, incuestionable, nacido en Riga.

Yo no vengo a cifrarle aquí al probable lector de El complejo de Caín los tópicos a los cuales, espero, llegue por sí mismo, sea por la lectura de Marta Rebón —de lo contrario estamos, ahora sí, acabados—, sea por la relectura del ucraniano reluctante y/o reducido y secuestrado desde Moscú, Vasily Grossman, a los colosales, actualísimos, ancestrales temas de El complejo de Caín. El «ser o no ser» de Ucrania bajo la sombra de Rusia. Lo dice la autora, no lo digo yo —aunque con ella voy de seguro en acuerdo:

Vaslili Semiónovich, qué poco te han leído. Una vez más, todo ha saltado por los aires. Por arrogancia se ha empujado a centenares de miles de niños a huir, a separarse de sus padres. Busqué Berdíchyv en Twitter y aparecieron en Twitter imágenes de familias escondidas en refugios. Las bombas no respetan ni la tierra muda de Babi Yar, Vasili Semiónovich. Recuerdo, no sé dónde lo leí, que a veces la pertenencia no viene dada solo por la sangre que corre por las venas, sino también por la sangre derramada. Son las huellas que quedan impresas, escribiste, con el fuego de las lágrimas y de la sangre de Ucrania: “Y en la noche más cerrada se percibe su siniestro fulgor.

Y en efecto, nadie ha leído nada, y todo, me temo, absolutamente todo, les firmo un cheque en blanco, seguirá saltando por los aires, con cero respiros para los niños, niñas, madres y padres ucranianos. Por encima de ellos — no de ti ni de mí, seguiremos siendo irrelevantes—, se cierne, hasta no sé cuándo, la noche, la noche más cerrada.

 

 

 

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