Es larga la resaca del día del libro y abril, como decían T. S. Eliot y Manuel Rivas, es el mes más cruel. Como soy un editor de autores muertos (desde Platón hasta Per Whalöö), sobrellevo esa fiesta agazapado en los tendidos, con un poco de temor y temblor, como Miguel de Cervantes en su viaje de vuelta del Parnaso, como Juan Goytisolo frente a José Ignacio Wert, mientras este se apropia de Jaime Gil de Biedma y de Ángel González cual Sebastián de Córdoba con Garcilaso de la Vega.
Es Sant Jordi una celebración muy catalana y muy globalizada, muy cateta y muy de diseño, ideal para callejear, con buen coturno y necesario colocón, con el fin de ver y ser visto. Una jornada larga, de rosa en rosa, de tapa en tapa y de copa en copa, proclive para ser inmortalizado en una imagen, solo o en compañía de algún escritor famoso o de algún famoso a secas.
Este año corro mucho peligro. Un artículo mío publicado el 20 de abril en El Mundo, titulado ‘Per Whalöö y Podemos, o la vida sin cultura’, contra la ausencia de programa cultural de los partidos políticos, ha sido muy leído en Madrid y en Galicia, qué cosas. En cambio, mi texto ha provocado silencio entre los profesionales de la política. Nadie se moja, salvo Podemos, ese miura que aparece en el coso como Maura. El día 22, se publico en ese mismo diario una réplica enlatada de Eduardo Maura (‘Podemos, la cultura y la vida’). Me acusa el estético buen hombre de dibujar “un panorama de realidad-ficción en el cual la cultura habría sucumbido”. Me entusiasma que por fin alguien lea, pique y replique, y que lo haga con inteligencia y educación, modos de cultura de ayer y de hoy, antiguos y modernos. Disfruto con su rosario de argumentos. Una sarta de lugares comunes, totalmente previsible, como las cuentas de un collar. Tengo un subidón cuando Pablo Iglesias lo jalea y lo retuitea en las redes ¿sociales? Estoy en el punto de mira de Podemos. ¿Seré casta, con caspa y canas? ¿Tengo pena o miedo de los hijos de su padre o de su abuelo, hijos de hombre por decirlo con Roa Bastos?
Esa noche del 22 voy obligado de fiesta en fiesta, como todos los zánganos y todas las abejas obreras de la colmena cultural. Consumo a destajo los generosos néctares que ofrecen algunos medios de comunicación en hoteles de lujo. Beber para olvidar el disparate del “mundo del libro” y de la política. Nadie me saca el tema. La humanidad me ignora, en apariencia. Veo por doquier agentes infiltrados de Podemos. Mi vida pende de un hilo. Me encierro en el baño con un ejemplar del diario.
Leo y releo la soflama de Eduardo Maura. Menciona mi nombre en cada párrafo. Un sudor frío me hiela el cuerpo. Me acusa de ser un apocalíptico, cenizo neoliberal en la estela conservadora de “Spengler a Ortega”. Soy malo. Desdibujo de forma deliberada el concepto de cultura. Desconozco el ideario educativo y cultural de Podemos. Creo que cualquier tiempo pasado fue mejor, no por haber leído a Jorge Manrique sino por no haber leído a “un crítico sin adjetivos como Theodor W. Adorno” o a Walter Benjamin, esa maleta de mi pueblo que me causa retortijones neuronales e intestinales.
Me abruma a citas y a nombres. Debe de saber que sucumbo siempre al name-dropping. Viene a decir que me encanta mezclar churras con merinas (de la universidad al selfie) y, desde siempre, como ya me reconvino Aurora Egido, de practicar el sincretismo cultural en lugar del secretismo intelectual. Me endilga una gotita de ontología ¿o quizás epistemología?: “Todos somos conformistas de algún conformismo”, como si no me supiera de memoria la novela de Alberto Moravia ni hubiera visto la película de Bernardo Bertolucci. Un derechazo de Antonio Gramsci siempre viene bien, y mejor si es desde la cárcel. Y para acabar, un paseo por Atacama, como si yo no tuviera ya, entre mis cromos, el libro y los poemas de Eduardo Jordá…
En fin, a otra cosa mariposa, que el futuro está lleno de esperanza. Sigo en el baño del hotel. Se ha hecho de día. Ya no queda nadie. Es Sant Jordi. No he pegado ojo. Pasaré el día en la calle. Espero que Philip Kerr no sea un sicario camuflado de Podemos (lleva las mangas de la camisa arremangadas y sus brazos parecen rejones). Intentaré no pensar más en Eduardo Maura, aunque me reconcome el gusanillo de la réplica de la réplica. Mientras dormito y levito sobre el inodoro del baño, afilo el lápiz como si fuera una guadaña y pulso en mi imaginación el teclado como si guillotinara. Me pierde la literatura.
Como soy un editor de autores muertos, evito cuanto puedo las innumerables fotografías de escritores vivos. Así que me refugio en las que han acompañado los obituarios en recuerdo del historiador Raymond Carr, muerto poco antes de Sant Jordi, especialista, entre otros, en Antonio Maura y Pablo Iglesias. Por el mismo motivo, ya que Raymond Carr no puede enviarme un primer mensaje reconfortante desde el más allá, me entrego al sorprendente fogonazo catalanufo de Mariano Rajoy en formato tuit: “Feliz día del libro y de la rosa. Os recomiendo el último [sic] que he leído: Mercado de invierno, de Philip Kerr”.
Casi todas las fotos de Raymond Carr son del año 2001, y las firma Ricardo Gutiérrez. Me he visto en ellas, como Alicia en el espejo, a través de su corbata estampada de borregos lanudos sobre un fondo verdeazul. Me pregunto si Eduardo Maura entenderá la intención de esa corbata. Se lo cuento, por si le interesa. En febrero de 2001, un fantasma recorría Europa, el fantasma de la fiebre aftosa. Miles de ovejas de la cabaña británica habían sido inmovilizadas y muchas de ellas sacrificadas de resultas del violento brote de encefalopatía espongiforme. Mientras tanto, un grupo de directivos de una mediana editorial barcelonesa decidía su presupuesto anual en Cervelló, un pastoril pueblo del extrarradio de la ciudad condal enclavado sobre la chimenea maloliente de una fábrica cementera.
En febrero, un mes malo según los editores para lanzar al mercado novedades potentes, se habían juntado en el programa Carlos Barral (Memorias en un solo volumen), Francesc Escribano (Cuenta atrás), Eduardo Gil Bera (Baroja o el miedo), Ahmed Rashid (Los talibán), J. M. Castellet (Nueve novísimos en nueva edición) y Raymond Carr (Historia de España).
Todos eran importantes, esto es, todos requerían de promoción y recursos, y todos, a su manera, iban a tener su momento de éxito, por suerte para nosotros y para desgracia para el mundo (el 11-S iba a convertir un libro clandestino como Los talibán en un best-séller). Sea como sea, la Historia de España, editada por Raymond Carr, con capitulillos de los historiadores británicos más conspicuos, desde Richard Fletcher para la Edad Media hasta Sebastian Balfour para el siglo XX, era nuestra máxima apuesta. El volumen no era más que un manual para bachilleres puesto al día, muy elemental, por cuya venta el jefe de derechos extranjeros de Oxford University Press, Ron Allen, nos había arrancado un anticipo espectacular, que había que recuperar como fuera.
Raymond Carr había aceptado nuestra invitación para participar en la promoción del libro en Barcelona y Madrid. Pocos días antes de venir, nos comunicó que anulaba su viaje, según decía, por mantenerse en guardia en su granja de Bath, al lado de sus queridas ovejas en cuarentena, que el gobierno británico amenazaba con sacrificar. Al final, después de unos días de incertidumbre y tensión, confirmó por fin su venida a España. Tuve la suerte de asumir buena parte de la promoción y convertirme, durante tres días agotadores, en su animal de compañía, de hacerme cargo de él desde su llegada al aeropuerto del Prat y su estancia en el Colón, su hotel de siempre, con vistas a la catedral.
Ahí comprobé que no dejaba de hablar, sobre todo de lo divino del pasado, lisa y llanamente porque no podía oír nada. Un monólogo que era un prodigio de leyendas y cuentos, y un privilegio para el oyente; lo más cerca que se pueda estar de la memoria de Robert Graves o de la historia de Gerald Brenan. En la presentación, en la Biblioteca Nacional, constaté su retranca con los fotógrafos a cuenta de la corbata de ovejas y su odio visceral y racional por la palabra hispanista, según lo habíamos presentado los editores en nefasta y nefanda metedura de pata corvejonera, y tal y como él había oído perfectamente (¡a pesar de su sordera!). Con discreción y elegancia, Raymond Carr abrió un caminito de libros y promoción por el que han transitado numerosos historiadores británicos enamorados de la faz de la península, como los mediáticos Hugh Thomas, Ian Gibson o el catalanófilo Paul Preston. ¡Esa sí que era una vida con cultura, querido Eduardo, y no sabes cómo siento que Ricardo Gutiérrez no me inmortalizara junto a Raymond Carr!
Ahora, en estos tiempos necesitados de evasión todo sirve y todo vale, y un tuit de Mariano Rajoy vale tanto como un aforismo de Marco Aurelio. Un mundo sin cultura, hecho de libros como cartón piedra y parques mediáticos, donde el ocio ha dejado paso al negocio, la historia ha dejado paso a la novela y la Pérfida Albión nos coloniza el 23 de abril con las plumas y los pulgares de novelistas de género, desde Ken Follett hasta Philip Kerr. Son los hispanistas del siglo XXI, prendados de estas tierras y de sus gentes, de sus mujeres y sus días: sol, sal, sed y son de mar ceñidos a la esencia y el esencialismo que representan la lectura y el amor: página a página memorizó el libro, pétalo a pétalo memorizó la rosa…
Y no deja de ser conmovedor, por inquietante, que nuestro presidente del gobierno haya elegido Mercado de invierno de Philip Kerr para pasar el rato de asueto cultural entre páginas impresas y que nos lo recomiende. ¿Será el gallego, por ventura, un fan del género negro, de las andanzas del investigador Bernie Gunther en la Alemania nazi o del bronceado glamour de Philip Kerr? ¿Lo habrá elegido por ser devoto del roman à clef? ¿O por su pasión futbolera en general y por Jose Mourinho en particular? ¿O porque lo vio anunciado en algún diario deportivo madrileño? ¿O, ya en harina, por esos espasmos de encendido erotismo en los que una felación provoca un chute más sublime que “Jesucristo ascendiendo a los cielos”? ¿Será nuestro presidente como esos tantos compadres que solo compran y leen un libro al año, precisamente el día de Sant Jordi? ¿Qué será, será…?
En todo caso, su tuit de recomendación no deja de ser un extraordinario reclamo publicitario. Que se prepare nuestro querido presidente, ahora que sabemos que lee y prescribe con tiento (muy escondido lo tuvo cuando fue ministro de Cultura), porque los editores vamos a inundar su casa de novedades, a ver si conseguimos un tuit que se pueda transformar en faja encomiástica.
Entre la novela ¿negra, rosa, morada? de Philip Kerr y la historia afelpada de Fernando García de Cortázar, sus libros de cabecera, formas respetables de cultivarse, estoy convencido de que nuestro prócer tiene espacio y tiempo para otras lecturas en la intimidad. Al fin y al cabo, ese 23 de abril Mariano Rajoy, recién duchado y desayunado con la Historia natural de Plinio el Viejo, había escrito también que “los libros mejoran nuestras vidas y leer nos hace más libres”. Un tuit firmado por “MR” y atribuible, por qué no, a Marco Aurelio, cuyas sucintas e intensas Meditaciones me atrevo, con toda humildad, a recomendarle. A Raymond Carr ese libro le encantaba. A Philip Kerr y a Eduardo Maura quién sabe, por espeso o por liviano.
Estoy convencido de que si el benemérito doctor de Podemos llega a ministro de la cosa hará que las Meditaciones de Marco Aurelio sean lectura obligatoria gratuita cada curso, desde primaria hasta la universidad. El libro es breve, y su enseñanza larga, tanto para las criaturas descalzas de los barrios más pobres como para los carneros con pezuñas sebagosas de la obscena opulencia urbana. ¿Alguien da más cultura por menos?
Manel Martos es doctor en Humanidades y director de la editorial Gredos.