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Frontera DigitalSanta María de Huerta

Santa María de Huerta

Ojalá pueda llegar a escribir algún día: “la misma alegría de todos los veranos. Hoy partimos para Italia”. Con Cavalcanti, formando di disio nuova persona. Llegué con adelanto deliberadamente aquella mañana a la calle Santa Isabel para disfrutar del gozo de la espera antes de comenzar un viaje, como cuando en Hendaya en mi juventud llegaba con dos horas de antelación para esperar los trenes que iban hacia el Norte. Pasión intacta. “Mi vida actual se parece por entero a un sueño de juventud” (Goethe, Viaje a Italia. Roma, 5 de julio de 1787). No empezamos nada mal. Ya me siento como Goethe. La tripulación coloca, con dificultades, sus bártulos en el sollado de la embarcación y el viaje comienza. La fórmula de este año es la siguiente: M., un servidor, la hija del marqués, a quien denominaremos, a modo de título de cortesía, la condesa de Prata, y otra acompañante femenina, a quien denominaremos por sus iniciales, MMM, triple M o, en algunos momentos, Triple. Ya nos conocíamos, M. la define como una “exnovia que ahora viene en calidad de amiga”. Poco antes de abandonar las tierras de Castilla, MMM nos sugirió -a estas alturas del partido el tono aún no era conminatorio, llevábamos sólo dos horas de viaje- detenernos en Santa María de Huerta, en cuyo convento femenino “profesa una tía mía que nos colaría en el monasterio”. Yo aplaudí con las orejas, pues siempre quise visitar este monasterio, en particular sus panteones de la más añeja nobleza castellana.

Lo que iba a ser un saludo se convirtió en una enojosa parada de casi cuatro horas, que echó por los suelos cualquier planificación. Yo ya me resignaba a llegar a Carcasona de noche.  Alguien hubiera podido decir, con toda razón, “cómo se nota que no conducís”, y tendría toda la razón. Con todo, la visita mereció la pena. Las monjas, muy majas. El refectorio y las cocinas del monasterio nos quitaron el hipo y la joven condesa aprovechó para hacerse unas fotos a lo Paulova para el Instagram y nosotros unos ejercicios de voz. Menos mal que los monjes no nos pillaron haciendo el canelo. Y yo me fui a buscar mis sepulcros en uno de los monasterios más importantes de la Orden del Císter. Entre ellos, el más importante a mi juicio, el del gran Rodrigo Ximénez de Rada, el arzobispo de Toledo que luchó en las Navas de Tolosa, uno de los grandes benefactores del monasterio, que eligió como último descanso. También está allí enterrado su tío, San Martín de Hinojosa. Protectores del monasterio fueron también los Señores de Molina, como el fundador del linaje, Manrique Pérez de Lara, su hijo Pedro Manrique de Lara, II Señor de Molina y conquistador de Cuenca, y su nieto, III Señor de Molina, el conde Manrique Pérez de Lara (Aimeric o Aimery al otro lado de los Pirineos, en su condición de Vizconde de Narbona). El primer conde Manrique, el fundador de la Casa de Molina, había desposado a Ermesinda, la hija del vizconde Aimery II de Narbona, y se trajo a Castilla los usos y costumbres del Languedoc, en particular el uso por primera vez entre la nobleza castellana de un escudo de armas nobiliario. Languedoc en Castilla y Castilla en Languedoc. Los tres están enterrados en el Panteón de los Condes de Molina que está situado en el claustro gótico.

También en el monasterio está el sepulcro del fundador de otra casa nobiliaria importantísima en la historia de Castilla y de España, la de Medinaceli. Allí yace también Bernardo el Bearnés o Bernardo de Foix, hijo bastardo de Gaston Febo, XI Conde de Foix, quien le concedió el derecho a llevar el apellido de la familia, aunque no a heredar, por lo que tuvo que buscarse la vida a este lado de los Pirineos. La fortuna le hizo elegir el bando ganador en la guerra civil castellana y Enrique de Trastámara le concedió como premio por sus servicios el título de Conde de Medinaceli. Su posterior boda en Sevilla en 1370 con Isabel de la Cerda, tataranieta de Alfonso X el Sabio y nieta de Guzmán el Bueno, no hizo sino acrecentar su pujante estrella. La fortuna casi siempre ayuda a los audaces. Tengo que sugerirle a mi amigo Vicente Molina Foix que se llegue a Santa María de Huerta, pues aquí descansan los señores de la Casa de Molina y de la Casa de Foix.

M. me aconseja –supongo que pensando en la paciencia de eventuales lectores- que incluya en estos diarios menos historia, piedras, genealogía y feudalismos y ponga más cosas de mi magín, de lo que me suscita cuanto veo. A pesar de los escrúpulos que me generan, tras muchos años de reserva, el pudor y la falta de costumbre de hacer público lo que siento o lo que pienso, voy a intentar complacerlo. Solo un poco, pues como es sabido, la cabra tira al monte, y sé muy bien que voy a seguir viendo genealogías, heráldicas, batallas y sepulcros de nobles y condotieros por todas partes. En Desafío a la identidad Paul Bowles nos cuenta que el tema de los libros de viaje es el conflicto (o tensión, diría yo) entre el escritor y un lugar. En su opinión, no importa quien lleve la mejor parte, siempre que el combate sea narrado con fidelidad. Mi conflicto, mi tensión, cuando viajo, es entre mi memoria de historiador, el mitómano que hay en mí y las piedras que visito. Esa es la marcha que a mí realmente me presta, como se dice en Asturias. La chispa que enciende constantemente mi imaginación cuando un sepulcro, una lápida, un tímpano de una iglesia me evocan inmediatamente algún episodio de la historia de Castilla, Aragón, el Languedoc, la Provenza, la Toscana Medieval, Sicilia o la Ultramar de las Cruzadas. He aprendido a mirar y a encontrar por doquier los hilos que unen estos tiradores de la memoria. Por eso, estos viajes son tan importantes para mí, son mi recurso para las noches de invierno. Para que no quedara duda alguna acerca de nuestra condición de cristianos viejos, terminamos la visita con una kermés de torreznos de Soria y nos despedimos de nuestras amables monjas, adentrándonos de inmediato en la marca entre los antiguos reinos de Castilla y Aragón.

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