
Hace un par de noches me levanté desorientado camino de la nevera cuando pisé un gallo portugués de esos que olvidas en la poyata de la ventana. A mí siempre me ha parecido que este tipo de gallos no cambian de color, a lo mejor es que no marcan el tiempo de aquí sino el de Portugal, por lo de la morriña; vamos, la morriña que le echa alguno al vender estos artilugios que no sirven para nada. Sin embargo lo que más me extrañó fue que estuviera dentro de casa ¿le habría ayudado a entrar la folclórica de encima de la tele?
A mediados de los 60, cuando florecía alegremente el turismo en España surgió de forma paralela el fenómeno del souvenir: «Sus venís traed algo del viaje». El imán de Estepona, la navaja de Albacete, el toro de Ozzy Osbourne… o lo último de lo último: el auténtico kimono con pelo desde las playas de Fukushima. Muy mono, pero en cuanto te descuidas trepa a los árboles.
Las reglas básicas de los souvenirs son que ocupen poco espacio en la maleta, un precio simbólico, no tienen que gustarle necesariamente al receptor y, después de viajar a Jamaica, añado que puedas deshacerte fácil y rápidamente de tu carga.
Recorro el salón con la vista y repaso con cierto resquemor los recuerdos desperdigados por la estantería y la mesa-camilla. Porque no nos olvidemos del fin último de un souvenir: recordarnos a perpetuidad los viajes que han disfrutado otros. Y es entonces cuando me fijo en el llavero de la torre Eiffel al lado de la figurita del Big Ben. Tantos años pensando que el Big Ben era más alto que la torre Eiffel… ¡por los calvos de Cristo! resulta que no era un problema de metros, sino de precio. Por dos euros más me habrían podido traer una torre de mayor tamaño.
Existe un extraño suceso cuando lo que se quiere regalar es una camiseta. Resulta que la talla de la misma aumenta durante el viaje de vuelta. No existe explicación científica, a pesar de que siete de cada diez dentistas lo confirman, pero es así, lo que parecía del tamaño exacto se torna enorme. Por eso lo mejor que te pueden traer de un viaje es una botellita de ron o en su defecto una de esas casas colgantes de Cuenca rellenas de resoli y ¡Al catarro con el Hard Rock!