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Mientras tantoTiempo de caravanas

Tiempo de caravanas


“Quien conoce los caminos no se une a la caravana”, dice el proverbio turco. O como dice un proverbio árabe: “Los perros ladran, la caravana pasa”.
Hasta hace muy poco tiempo era verdaderamente difícil cruzar aquellas enormes extensiones desérticas entre Asia y África sin unirse a una caravana. Era el tiempo de las caravanas, que traían y llevaban la seda, las especies, los productos de lujo, y, tristemente, también los esclavos. Según Corominas, la palabra caravana llegó a nuestra lengua a mediados del siglo XIV. Los cruzados regresaron con esta palabra a Europa desde los desiertos de Siria, en donde conocieron aquellos formidables convoyes de caballos y camellos que comunicaban los puertos costeros del Mediterráneo oriental con las inmensidades de Asia. A través del intermediario árabe kairav’ân o kairuwân, la palabra procede del persa karwân, “recua de caballería” o “grupo de viajeros del desierto, mercaderes o peregrinos en un viaje de larga distancia”.
Otra etimología diferente nos señala que kairuwân, procede igualmente del persa kârvân, pero la palabra designa tanto a la propia caravana como a los lugares de descanso de quienes viajaban en ella. La palabra se forma con kâr “guerra” + vân, “puesto avanzado”, “puesto fronterizo», posible etimología de la ciudad turca de Van. Caravanserai, con variantes como caravansara o caravansary, en las que se añade la palabra sara, palacio, edificio con un patio cerrado. De donde vienen Saray y Seray (y Sarajevo), y Seraglio y Serrallo, “palacio”. Pero de serrallos y de raptos y de harenes hablaremos otro día.
En castellano tenemos caravasar y su plural, caravasares (creo recordar que existe una novela de una escritora alemana de origen turco titulada Mi vida es un caravasar. Y el gran Álvaro Mutis, Don Álvaro, escribió un poemario titulado, precisamente, Caravansary, con una muy especial ortografía mutisiana). El viajero madrileño Ruy González de Clavijo, que algo sabía de caravasares, utilizó en el relato de su embajada a Tamerlán, que lo llevó hasta la lejana Samarcanda, el término Caravansola. Y Karavansar, otra ortografía más es el nombre que mi amigo José María Torrijos ha dado a su interesantísimo blog, en el que tanta atención se presta a El Reino del Ocaso. Yo entiendo perfectamente su fascinación por esa civilización, pues la comparto plenamente; y mi corazón está enquiblado hacia el Sur.
Los persas construían sus caravanserai como si fuesen estaciones de servicio modernas fuera de las ciudades. Una posada dentro de la ciudad, por fuerza más pequeña, era conocida en persa como khan (jan). En Oriente medio jan hace referencia tanto al puesto exterior a la ciudad como a la posada intramuros. En turco la palabra es idéntica, pero escrita han. La palabra griega pandocheion, literalmente “sean todos bienvenidos”, “posada”, siguió su propio derrotero hasta dar en el funduq árabe, del que viene nuestra “fonda”, la posada de carreteros tradicional española, y “alhóndiga”, término que se especializó para designar a los almacenes de granos. La palabra tuvo mucha fortuna en otras lenguas, pundak en hebreo, fundaco en Venecia (Fundaco dei turchi, donde se aloja en sus visitas a la ciudad de los canales el jeque Yassim en las novelas, magníficas, de Jason Goodwin), fondaco en Génova, la gran rival comercial y militar de Venecia.
Los árabes fundaron en la actual Túnez Kairuán (en árabe Al Qairawān), también llamada Kirwan o al-Qayrawan, en las ruinas de un antiguo campamento militar romano, precisamente fue llamada así por sus orígenes de caravasar o puesto defensivo avanzado. Con el tiempo se convertiría en una gran ciudad que albergaría uno de los centros del saber más importantes del mundo árabe-islámico y la capital del califato fatimí, el único gran califato shií del islam, que extendió el dominio fatimí por gran parte de África del Norte (Ifriquiya), incluido Egipto, el Hejaz, Palestina y gran parte de Siria.
El líder de la caravana recibía un hermoso nombre: era el Mir-i-Karwan, “El emir o señor de la caravana”. Y los peregrinos shiíes que acuden a sus lugares sagrados desde Irán a Irak –algo que no les fue posible hacer durante la larga y cruel guerra y la tensa posguerra que mantuvieron ambos países– aunque ahora viajen en autobuses, cantan a sus mártires Alí y Hussein camino de su destino en Karbala Karwan ye-Karvala, una canción fundamental en su vida religiosa, espiritual y en su cohesión como comunidad nacional. La Romería del Rocío debe de ser lo más parecido a esa peregrinación en todo Occidente.
Aún quedan en Fez y Meknés caravasares, a los que llegaban las caravanas desde Tombuctú y desde Levante. Aunque el tiempo de las caravanas ya ha terminado, o al menos de aquel tipo de caravanas, algunos de esos edificios existen aún con su patio central, y, si se usa la imaginación, el viajero puede imaginar su ambiente, con sus establos para las caballerías y los dromedarios, las habitaciones para los viajeros dispuestas en torno al patio central en varios pisos. Aún reciben el nombre de fonduk, los mismos fonduk de la civilización hispanomusulmana, que ha dejado en nuestra lengua, como hemos dicho antes, el préstamo “fonda”, la venta tradicional de tratantes de ganado y de comerciantes que ha subsistido en España –es impagable el ambiente de una venta recreado por Luis Buñuel en La vía láctea– prácticamente hasta nuestros días. Esas ventas fueron inmortalmente recreadas por Cervantes en Don Quijote. Aquellas ventas donde reponían fuerzas comerciantes, acémilas, caballos y, también, las llamadas “mozas del partido”, a las que el ingenioso hidalgo, todo un caballero velando sus armas antes de ser nombrado tal, confundía con damas de un castillo. Un extraordinario lugar donde contar y escuchar historias, las ventas cervantinas. Cervantes sabía bien de lo que hablaba. Conoció en sus viajes por el sur de España muchas ventas así.
Reminiscencias del mundo mudéjar, del mundo de los moriscos recién expulsados de su patria camino de un destino incierto. Muchos acudieron a Fez, parada final de las caravanas del desierto y allí construyeron un barrio andalusí, con su propia mezquita, que aún siguen llevando ese nombre. Un mundo mudéjar, hispano-andalusí, morisco, que deslumbró completamente en su primer viaje a El Reino del Ocaso al último escritor incorporado a la Orden de Caballería Cervantina, Juan Goytisolo, Don Juan sin Tierra; un mundo que reconoció –y en el que se vio inmediatamente reconocido– hasta el punto de que tomó la decisión de echar raíces allí y que allí le fuese echada tierra, mirando hacia La Meca.
Si su tierra era la literatura, ahora lo es también un lugar terrenal donde el mundo hispanomusulmán, ya agonizante en los tiempos de Cervantes y en su obra, sigue todavía vivo: El Reino del Ocaso.

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