El padre Flanagan, retratado en la película Forja de hombres, le dejó huella. Cuando era pequeño, Alberto Muñíz Sánchez –más conocido por muchos, desde hace más de media vida, como Tío Alberto–, se preguntaba, cuando veía a un obrero, “por qué unos hombres maravillosos y que arreglaban todas las cosas de su casa, olían tan mal”. El niño Alberto apuntaba maneras. Fueron varias las ocasiones en las que regresó a casa sin abrigo porque se lo había regalado a algún niño que no tenía.
La Ciudad Escuela de los Muchachos (Cemu), en Leganés, celebró el año pasado su cuarenta aniversario. Es un sueño que Tío Alberto supo convertir en realidad con subvenciones estatales e invirtiendo su propio capital. Hay quien lo define como “un escultor de almas”; para otros, ha sido como un padre que supo reconducirlos por un mejor camino. “La Cemu es una alternativa a la educación que dan en los centros de menores. Un lugar donde la función, enseñar, hace la forma. Una ciudad a escala de niños donde todos tienen voz y voto”, explica Tío Alberto.
“Siempre fui muy solidario”, reconoce él mismo. Y es que para iniciar una aventura como la que él pondría en marcha años más tarde, hace falta una personalidad como la suya. “Hay un factor genético –explica él–, pero también es el reflejo de mi negatividad. Una persona optimista se rendiría con la primera bofetada”.
Tío Alberto tiene 73 años y está sentado en un sillón de su casa, en Leganés. Rodeado de libros, de lápices, de planos, de batas llenas de pintura, de críos. “Tío Alberto, Tío Alberto”, interrumpen varios. Él sabe que es un poco patrimonio de todos los niños a los que ha dedicado su vida. Mientras, observa como una perra, llamada Josefina, corretea por el salón; tan inquieta como la niña que la acompaña, Gloria, su hija menor. El mayor tiene ya treinta años y es fruto de su anterior matrimonio.
La niña, de siete años, intenta acaparar la atención de su padre. Quiere diferenciarse de los demás niños. Pero su padre pretende que todos sean iguales: “Gloria busca demostrar que es la hija de Tío Alberto, pero yo trato de hacer lo contrario y lo estoy consiguiendo”, asegura. Porque además de arquitecto, pintor y poeta, Tío Alberto ha dedicado su vida a La Ciudad escuela de los Muchachos, inspirada en El Circo de los Muchachos, creado en Galicia años antes por el padre Silva, al que conoció en su paso por León.
Mientras, su esposa Maia, ahora directora del centro, trabaja con el ordenador cerca de ellos. Es la hija de Paquita Gallego, fundadora del primer comedor de indigentes de Leganés. Quizá por ese motivo ambos conectaron desde el principio. “Solo la hija de una santa podría casarse con Tío Alberto”, asevera Tío Alberto hablando de sí mismo como si se tratase de ficción. Una recreación del personaje, igual que hizo Joan Manuel Serrat cuando lo convirtió en el héroe de una canción a la que puso su nombre: “Tiene de un niño la ternura, y de un poeta la locura, y aún cree en el amor”. Aunque el cantautor explicó al propio protagonista que este tema no está dedicado en exclusiva a él, sino a todos los Tíos Albertos repartidos por el mundo.
Hombres y mujeres dedicados a ayudar; en su caso, a los niños sin hogar. La Cemu fue un sueño que Tío Alberto supo convertir en realidad con subvenciones estatales e invirtiendo su propio capital. “Una alternativa a la educación que se imparte en los centros de menores. Un lugar donde la función de enseñar es la que determina la forma. Una ciudad a escala de niños donde todos tienen voz y voto”, explica su creador.
“Pero no es un gueto”, se apresura a matizar. Es una ciudad basada en la convivencia. Por eso, los internos comparten el colegio de la Cemu con otros niños de Leganés que viven con sus padres. “Así, los jóvenes no se sienten discriminados; al contrario, dicen con orgullo que son de la Ciudad de los Muchachos”, añade.
Su organización interna se fundamenta en una constitución aprobada por los propios residentes, que se comprometen a acatar unas normas. Existe también la figura de un alcalde, que es uno de los chavales de entre 14 y 18 años, con un mandato de seis meses y elegido por votación popular.
Tío Alberto agradece haber compartido con los muchachos el esfuerzo de construir la Cemu. Cree que es positivo que los niños se involucren, ya que de ese modo se sienten realizados al poder ayudar: “El trabajo para ellos puede ser tan lúdico como el juego”.
Forja de hombres
Siempre rodeado de niños, hay uno que marcó su vida, Juan Ramón, al que conoció mientras estudiaba arquitectura, y en un momento en el que estaba atravesando una fuerte depresión. Un día salió a dar un paseo con su coche. En un momento de agobio, frenó el vehículo y se adentró en un campo. La angustia aumentó a medida que se alejaba de la carretera. Fue entonces cuando lo vio: “Sentí como si viese a un ángel”.
“Una depresión la intentas controlar pero no puedes, te llena de miedos…Yo necesité en ese momento hablar con alguien”. Primero pensó que el niño se asustaría debido a su aspecto “de desesperado, de náufrago”, pero cuando le preguntó si podía hablar con él, que se sentía muy solo, el chico, lejos de extrañarse, inició una conversación. Después lo llevó a un árbol solitario, y allí, junto a su chopo, conversaron durante varias horas. “Luego le hice unos dibujos y él me enseñó otros lugares”.
Aquel niño vivía con su tía. Su padre había muerto y su madre residía en Francia. Acordaron verse otro día. “Ese niño fue mi esperanza. Pero el día del encuentro llegué tarde y no había nadie. Pensé que había sido una aparición, una estratagema de la mente, pero comprobé que no. Juan Ramón me había dejado una nota, aunque nunca volví a verlo”, matiza el pintor.
Desde entonces, Tío Alberto demuestra una especial conexión con los niños. Él lo atribuye a la sinceridad de los más pequeños: “Pueden ser más buenos o más malos, pero sinceros. No soporto a los adultos, o los soporto mal, actúan movidos por sus intereses. Aunque hay niños de 30, 40 o 50 años; y también hay adultos de corta edad”.
Esa complicidad la demuestra en su modo de educar a los niños de la Cemu: “Lo hago por intuición. El educador siempre tiene que ser el gestor. A los niños no hay que conducirles, hay que inducirles, enseñarles con el ejemplo. Enseñar es acompañar”.
Una educación “a bandazos”
Tío Alberto percibe que la educación que dan los padres hoy en día va “a bandazos”, que se ha pasado “de la letra con sangre entra al todo vale”, anota. Considera que los progenitores no deben ser los amigos de sus hijos pero sí ser capaces de generar un ambiente de confianza.
Ideas que él traslada a su Ciudad Escuela, donde considera, además, fundamental conocer y fomentar las motivaciones de los chicos. “No puedes pretender que después de haber estado en la calle se sienten en un pupitre a escuchar el teorema de Pitágoras. Tienes que engancharlos primero con sus aficiones”.
Un claro ejemplo fue el de Juan Carlos Delgado, conocido popularmente como El pera y cuya historia se trasladó a la gran pantalla con el título de Volando voy. Unos años antes, el periodista Antonio D. Olano había recogido su historia en el libro Yo fui ‘El pera’. De amo de la calle a rey en los circuitos.
Conocido por la policía de Getafe por su especial habilidad para robar coches, El Pera llegó a la Cemu con 9 años y 150 detenciones a su espalda. Todos lo consideraban ya “un enemigo público irrecuperable”. Sin embargo, Tío Alberto no solo desarrolló hacia él una especial empatía, sino que lo alejó de la delincuencia. Juan Carlos recuerda que aprendió a conducir gracias a la Guardia Civil: “Querían llegar antes que yo”. Hoy es él quien les imparte clases de conducción evasiva. Lo compagina con su profesión de piloto de rally y de educador en la Cemu.
Casos como éste amparan la idea de Tío Alberto de que no hay niños insalvables, “solo adultos que pierden la fe en ellos”. Ante lo que sí se muestra escéptico es frente a la tentativa de cambiar el mundo: “Si metes en una isla a veinte individuos en igualdad de condiciones, con el paso de las generaciones surgirán diferencias económicas que conllevarán a que el pobre se haga comunista y el rico, capitalista”.
El choque con el mundo real
Tío Alberto hace hincapié en que en la Cemu preparan mucho la salida de los muchachos al mundo real. Es consciente del peligro que entraña decirles que el mundo tiene arreglo, pero “tampoco puedes infundirles miedo. El miedo es el enemigo número uno de un niño”.
Moisés y Montse son dos de esos niños que se convirtieron en adultos dentro de la ciudad escuela. En la actualidad, Moisés ha formado su propia familia, mientras que Montse sigue teniendo su hogar en la escuela. Él llegó con tres años, ella con trece. Ambos venían de familias desestructuradas. Moisés no tenía padres, los de Montse no podían hacerse cargo de ella. “Mi padre era un psicópata y mi madre estaba inválida por una paliza propinada por él”, recuerda la joven. Él vivió en Ciudad escuela hasta los catorce años, cuando se buscó un trabajo como pizzero y cumplió así su sueño de vivir en una casa propia. Ella llegó allí después de que no la aceptaran en ningún sitio. La consideraban una chica problemática. Solo Tío Alberto apostó por ella. El tiempo pasó. Moisés tiene 30 años; Montse, 36. Él trabaja como asesor de telecomunicaciones en una empresa de telefonía y acaba de ser padre de un niño. Dice que le inculcará los valores que a él le enseñaron: “Convivencia, tolerancia, disciplina y respecto. Pensar las cosas antes de hacerlas para no equivocarse”. Ella continúa viviendo en la Cemu, donde, tras varios años trabajando como educadora, ahora dirige el gabinete de comunicación del centro. Moisés asegura que si volviese a nacer, “volvería a elegir la Cemu”. Para Montse, Tío Alberto es “un escultor de almas”.
Esa sensación de agradecimiento es recíproca. Tío Alberto asegura que su mayor alegría llega de esos niños que se convierten en adultos: “Incluso de los que no se reinsertan, tienes que convencerte de que has hecho todo lo posible aunque te sientas culpable. El esfuerzo siempre compensa. Para mí, un solo niño salvado ya es una medalla, un niño que te sonríe, que estaba condenado a ser destruido, y que ves que ha salido adelante”.
Eso no significa que se considere un salvador. “Dios nos salve de los salvadores. Lo único que hago es ponerlos en el camino que alguien les arrebató, reconducirlos”. Tío Alberto matiza que la Cemu no está vinculada a una religión, aunque él se considera “un fan de Jesús de Nazaret” y una persona creyente: “Me cuesta más trabajo no creer en Dios, pensar que no existe nada, que creer que Dios sí existe”.
La escritora de libros para niños Gloria Fuertes estuvo hasta su muerte muy vinculada a la Ciudad Escuela de los Muchachos. Creía en la labor que ejercía Tío Alberto y muchos de los niños que pasaron por allí aún recuerdan los cuentos que ella les contaba. En el prólogo de la constitución de la Cemu, Gloria Fuertes escribe: “El dolor envejece más que el tiempo, la maldad envejece más que el dolor. Contra esto trabaja Tío Alberto, contra que haya niños viejos, niños solos, niños tristes”.
Cristina Durán y Patricia Gardeu son periodistas. Gardeu ha publicado en FronteraD Tienes madera de artista
Autor: Cristina Durán y Patricia Gardeu