1.
Tú me hablas de amor y yo de los bares, de las terrazas, el bullicio y la risa.
He estado corriendo mucho estos días, tratando de no vadear fronteras invisibles que nos asaltan todo el rato. Y he sido feliz. ¿Lo he sido? Quizá.
Pero también estoy algo cansado.
Así que te enoja que no hable de los bares y sí del amor. Ay, perdona, que era al contrario. Que no te hable del amor, pero el amor, es que el amor, del amor no se habla. O sí, pero poco a poco. A sorbitos, nomás. Hablar del amor es perderlo; yo me lo guardo en los sueños. Mejor dicho, los sueños son mis testaferros amorosos. Porque no se puede ir a cara de perro con el amor (en cambio, sí con los bares, que es asunto bien importante y juicioso).
El amor te encuentra, pasa por tu lado, le sonríes y chascas los dedos, a ver si se decide a venirse contigo. O ni eso: tú estás ahí sentado, charlando animosamente, y tal vez, si hay suerte, te brinca el amor al pecho y se queda en tu regazo.
Y entonces no piensas si estás feliz. Porque lo estás. Y lo sabes porque no lo piensas.
2.
Hay un poema de Francisco Brines (“Le detuvo la noche”) que dice así: “Amó feliz. Lloraba [….] y oyó el empuje de su sangre, fuerte / como un golpe de mar”.
3.
Escribe William Blake en su poema “La sonrisa”, de Augurios de inocencia: “Hay una sonrisa de amor / y hay una sonrisa engañosa / y una sonrisa de sonrisas / en que ambas sonrisas se tocan”.
4.
La risueña brisa del amor es siempre recuerdo de un llanto ido.