«Pero lo que es aún más sorprendente, es que todos esos estadistas, esos sabios y amantes de la humanidad, cuando se ponen a hacer el recuento de ventajas humanas, siempre omiten una. Incluso no la tienen en cuenta en el sentido que deberían tenerla y de ello depende todo cálculo. No costaría gran cosa coger esa tal ventaja e introducirla en su correspondiente lista. Pero el problema reside en que esa sabia ventaja no encaja en ninguna clasificación, ni tiene cabida en lista alguna»[1].
Dostoievsky
¿Cómo decir la Modernidad si no robándole la voz a quienes la padecieron? No se confunda, querido lector, al pensar que con esto le excluyo a usted -y también a mí- del cuerpo de esta etapa histórica cuya muerte muchos se han aventurado a anunciar. Perciba aquí todo cuanto tengo de humilde: desconozco el sepulcro de lo moderno, mas tampoco sé si todavía es suyo el rostro que hoy delante de mí se presenta. Por eso, con la más absoluta prudencia, le pido que hoy nos quedemos en sus márgenes para desde ellos formular la siguiente pregunta: ¿cómo aprehender algo tan amplio como la historia de la Modernidad? Si atendemos a la división histórica de Marshall Berman, podemos distinguir hasta tres fases principales: la que se extiende desde comienzos del siglo XVII hasta finales del XVIII; la que estalla con la ola del pensamiento Ilustrado -en donde, por supuesto, será imprescindible hablar de la Revolución Francesa- hasta adentrarse en un oscuro siglo XIX; y, por último, la del siglo XX, tiempo en el que el proceso de modernización se expande y logra abarcar prácticamente todo el mundo. El corpus teórico sobre la que se sostiene todos estos cientos de años es aquel que se asienta sobre seis pilares fundamentales que son las ideas de individuo, progreso, ciencia, contrato social, ciudadanía y sociedad.
La huella de la Ilustración resulta clave para comprender la Modernidad. En este sentido, cabe subrayar la confianza que los hombres modernos de la era ilustrada depositaron tanto en la ciencia como en la razón, lo cual supuso un ataque frontal a la concepción cristiana del mundo y, por extensión, un desafío a una autoridad legitimada en base a principios religiosos. Y es que la Ilustración introduce la noción de que es el hombre, y no la deidad, quien crea a la sociedad y sus instituciones, mostrándosenos la figura del sujeto como un individuo autónomo y dotado de razón, capaz de representar y dominar el mundo y su naturaleza.
En cuanto a lo que compete a lo científico, es importante señalar la relación de los avances en esta materia con una exacerbada fe en el progreso. La ciencia se nos presenta como el instrumento capaz de empujar hacia adelante al ser humano, una herramienta que nos despoja de las lacras de la tradición para subirnos sobre paladines de Razón -en mayúscula- y que impulsa un cambio social que eleva lo humano a la cumbre de la organización política. Se teje en base a esto una ideología científicoracional en la que subyace la convicción de que todo lo real debe subordinarse a unas leyes causales que regulan absolutamente todos los aspectos de la vida y que inducen a la concepción de la sociedad como un ente que se halla en constante evolución.
Cabe señalar que, paradójicamente, lo científico adopta unas líneas utópicas en tanto que presenta y cree en una antinomia de las sociedades occidentales inmediatamente anteriores. El nuevo ideal de sociedad que se persigue se convierte, de algún modo, en un sustituto del paraíso cristiano. Y es que lo cierto es que la ciencia moderna no deja de sugerirnos la idea de un reformulado modelo metafísico en donde el sujeto mata al Dios para elevarse y convertirse en él. La ciencia no es sino el resultado de una construcción humana que tiene como fundamento la observación y la experimentación y que tiene como base una filosofía subjetivista cuyo postulado no es otro que el de que el hombre puede explicarlo todo.
El carácter pretencioso y ególatra del individuo en materia científica será, sin lugar a dudas, uno de los rasgos sobre las que se pronunciarán aquellos que padecieron y rechazaron los cambios de la Modernidad. Dostoievski, por ejemplo, si bien no resta la magnitud que la ciencia desempeña en la vida del hombre, alerta a sus contemporáneos sobre el mal uso de ella, el cual hace caer al hombre en la ensoñación de considerar que, a mayores avances materiales y mayor conocimiento científico, más desarrollada y progresista se torna la sociedad. De hecho, para este escritor, los logrados intentos de los occidentalistas rusos de acercar la Modernidad a su país aportaban una luz hechicera tan fuerte que acabó tornándose en ceguera: el hombre ruso, en tanto que se convirtió en sujeto-racional por antonomasia y pactó con el progreso, se volvió más sumiso que nunca, aceptando fielmente cual dogma los contenidos de las tablas de la razón y la ciencia. Cabe, pues, reconocer en Dostoievski parte del análisis que mucho más tarde realizarán Adorno y Horkheimer con su Dialéctica de la Ilustración, en donde explican que lo que desde la Ilustración se viene entendiendo por Razón ha funcionado a lo largo del tiempo como un mecanismo de dominio sobre la naturaleza que da lugar a una sociedad sometida y a un sujeto atrofiado, aislado y carente de toda creatividad. En este punto, pido al lector que evoque la imagen del Palacio de Cristal de Londres al que Dostoievski hace referencia en Memorias del subsuelo (en tanto que símbolo de lo Moderno) y dibuje en su interior a un sujeto cualquiera. Lo que usted hace, querido lector, es encerrarlo en una estructura geométricamente perfecta, fruto de la razón y los avances científicos del ser humano. A través de las paredes de cristal del edificio, nuestro hombre contempla la naturaleza mundo y, sin quererlo, olvida aquello que media entre las verdes montañas y su ojo: un muro de cristal que lo enjaula. Así de engañosa es la fe en lo que los ilustraros llamaron Razón, tanto más peligrosos el resto de sus monstruos.
Para abordar el tema de las críticas a la razón ilustrada, quiero traer a coalición a uno de los autores trabajados durante el curso, Isaiah Berlin[2], cuyas críticas a la filosofía del Siglo de las Luces acusan a ésta de responder a una percepción monista de la realidad que condujo, inevitablemente, a un sistema nomológico y cerrado sobre sí mismo. Para Berlin, la teoría monista de la que se sirve la Ilustración se equivoca al sostener que toda la realidad se conforma en torno a un conjunto de leyes objetivas, inmutables e independientes de toda época y lugar, que pueden llegar a descubrirse mediante el empleo de un método adecuado y que ofrece, una vez descubierto, la explicación coherente e irrefutable de toda la realidad. De este modo, los que abrazan las teorías monistas, afirman poder ofrecer todas las respuestas acerca de cómo han de vivir los hombres y cómo se puede organizar la sociedad perfecta. En sintonía con lo que apuntaban Adorno y Horkheimer, esta forma de comprender la realidad política, moral y social encierra para Berlin ciertas inclinaciones totalitarias[3] que en el devenir de la historia del siglo XX acabaron por manifestarse de un modo devastador.
Siguiendo estas líneas argumentales, el error de la Ilustración consistió en extrapolar la razón deductiva e inductiva propia de las ciencias a otros campos del conocimiento como la Historia y la Política. Así, se dio un primer paso hacia una reorganización social en donde las instituciones se debían ajustar a los parámetros dictados por la razón. Bajo esta concepción cientificista del orden social, se establecen tres premisas fundamentales: sólo puede haber una solución correcta a un problema auténtico, siempre existe un método para descubrir esta solución correcta y, por último, todas las soluciones correctas deben ser compatibles entre sí. Y es que, según lo que muestra la ciencia de la época, las verdades del mundo exterior no colisionan entre sí. Cuando existen dos explicaciones antagónicas de un mismo fenómeno, se deduce que alguna de ellas no está en lo correcto, dado que, según el paradigma científico, para cada pregunta sólo puede existir una respuesta posible. Como la Ilustración sostenía que el mundo humano no difería en absoluto del mundo natural, los ilustrados apostaron por que debía regir en él la misma norma de no contradicción. De este modo, se establece que, si los sistemas morales chocan y los fines políticos se superponen, se debe a que algunos de ellos no son correctos. Me gustaría subrayar con respecto a esto último cuan peligrosa puede ser esta concepción de la realidad, cuan inhumano puede resultar creer en la perfección y pensar que uno ha llegado a ella. Ante la convicción de que las soluciones a los problemas sociales han de ser compatibles entre sí, me pregunto si ante el enfrenamiento y la no coexistencia de ciertas soluciones y la obligación de determinar que es una -y solo una- la respuesta, no se terminará por sacrificar ciertas alternativas y valores universales, tachando para ello su importancia y autenticidad.
Quizás sea esa la única solución posible al enfrentamiento de ideas que no consiguen coexistir dentro de las tablas de la razón de un sistema como el ilustrado: ignorar que tal enfrentamiento existe, silenciar la paradoja, salvaguardar metas y logros (perfectos) bajo el disfraz de una solución matemática. ¿Pero es que acaso a través de la máscara puede uno dinamitar el conflicto?
El racionalismo hiperbólico y su fe en la sociedad perfecta puede resultar totalitario en tanto que exige a los individuos un compromiso total con el proyecto propuesto. En el caso de la Ilustración, cabe recordar la insistencia que hacían muchos pensadores en no permitir la presencia de ningún elemento irracional dentro del sistema. Tanto fue así que fueron muchos los que clamaron que aquellos que no abrazasen el rígido ideario de la razón ilustrada deberían ser “obligados a ser libres”[4]. En términos de Berlin, esto se expresa en un yo empírico sometido totalmente al yo racional.
En vista de lo expuesto, no puedo sino reafirmarme en la tesis que he tratado de sostener a lo largo de mi escrito: que la razón es tan solo una parte de la totalidad del sujeto y que abogar por su supremacía ante el resto de cualidades que nos conforman consiste en encarcelarse a uno mismo -en un precioso palacio de cristal, pero encarcelarse-. Convertir a la razón en nuestro patrón para idear el corpus de lo social resulta alienante; demonizarla, un absurdo. De lo que aquí se trata, es de hallar una suerte de término medio en el que el hombre se sirva de la razón como instrumento sin convertirse precisamente él en siervo de sus lógicas. No neguemos la importancia de la razón, pero devolvamos los afectos, el deseo y la contingencia a la política y, por ende, al ser humano. No neguemos todo cuanto de irracional alberguemos en nosotros y pongamos sobre la mesa una Ilustración romántica o un Romanticismo ilustrado, que haga del nuestro un proyecto más sincero y justo con la naturaleza del hombre.
[1] DOSTOIEVSKI, F., (2016) Memorias del subsuelo. Madrid, Cátedra Letras Universales
[2] BELIN, I., (2005) Dos conceptos de libertad y otros escritos. Madrid, Alianza Editorial
[3] Cabe destacar que, si bien en lo esencial estos autores comparten una postura crítica hacia la Ilustración, si Adorno y Horkheimer acusan al pensamiento ilustrado desde las bases de la Teoría Crítica, Berlin lo hace desde la tradición empirista y liberal.
[4] ROSSEAU, J., (2012), Del contrato social. Madrid, Alianza Editorial