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Acordeón¿Qué hacer?Una transformación humana desde los cuerpos dolientes de las víctimas

Una transformación humana desde los cuerpos dolientes de las víctimas

La humanidad aparece diluida entre los engranajes de la (lógica de la) totalidad y su procedimiento técnico-económico. Es la consumación lacerante de las víctimas como seres desechables. Es la muerte del otro plural. La dificultad no es baladí, habida cuenta de que todas las sociedades actuales son educadas con valores de existencia antes mercantiles que humanos. […] ¿Podemos hablar de seres humanos, radicalmente humanos, en el siglo XXI? No, si hacemos de la humanidad una esencia inamovible y predeterminada; sí, si buscamos dicha humanidad en y desde la finita corporalidad, cuerpo (individual y colectivo) como fragilidad existencial, existencia como ser-siendo un cuerpo vulnerable, vulnerabilidad histórica y abierta, apertura colectiva. Es el paradigma desde el que parten estos párrafos.

La diferencia radica entre ser humano como categoría biológica y funcionalista, definido desde el ser de la ontología fundamental (ser-sido) frente a tener (la posibilidad de) humanidad como asunción de una vocación de apertura a nos-otras, las víctimas (ser-siendo). Este segundo horizonte también parte del ser, pero del ser debilitado (Vattimo) que participa en la transontología del otro plural como ámbito originario, es decir, un ser que no implica ya sustantivo alguno (ni fundamento ni esencia), sino un ser-siendo que se conjuga como verbo, fuente originaria, como proceso en curso, acontecimiento, devenir de una ética intersubjetiva que parte del hecho de que, efectivamente, la humanidad tiene la posibilidad de ser más, de vivir en acto toda su potencia, sin que ello suponga perfeccionamiento alguno, sino otros modos de vivir humanamente.

El otro plural como a priori ético transformador recuerda la imposibilidad de alcanzar este ser más desde la pretendida autosuficiencia solipsista del yo abstracto y absoluto. Tampoco el logos racional de la razón excluyente que universaliza Occidente garantiza el ser más humano, pues ¿qué sería de los recién nacidos?, ¿y de la diversidad intelectual?, ¿y de las personas neurodivergentes?, ¿acaso excluye de la humanidad el alzhéimer? Y quienes sienten más que razonan ¿son menos humanos? Defender la humanidad en términos de racionalidad nos sitúa ante el peligro extremo de negar dicha humanidad. Definir al ser humano desde una dimensión racional es tomar la parte por el todo, hacer de la cualidad racional el fundamento de la humanidad. […]

En demasiadas ocasiones, la delimitación de lo razonable conlleva exclusión e injusticias, tal y como corrobora la imposición de la totalidad sobre sus alteridades. Momentos en los que las mujeres no son consideradas racionales, momentos en los que el desarrollo no se rasga sus moralidades a la hora de convertir a las personas negras en esclavas, momentos en los que el supremacismo blanco aboga por aniquilar a la población judía o momentos en los que lo humano se define como oposición a las múltiples exclusiones en las que se refleja: lo humano (como enriquecido) frente a la pobreza; lo humano (como blanco) frente a la negritud; lo humano (como varón) frente a las mujeres; lo humano (como occidental) frente a los orientes; lo humano (como racional) frente a la superstición, la mitología y la magia; lo humano (como evolucionado) frente al subdesarrollo; lo humano (como central) frente a las periferias; lo humano (como civilizado) frente a la barbarie.

Y es que, la dignidad del ser humano no se fundamenta en la mismidad, sino que parte desde ese otro plural. La vida humana es una existencia comunitaria que se conjuga en el necesario cara-a-cara levinasiano que revela sin ambages la proximidad responsable con la humanidad. Es la experiencia de vivir al servicio de las otras personas, de ser-siendo humanos, de suceder o acontecer como humanidad. La humanidad es un momento intersubjetivo que surge desde el otro plural y que fecunda a quienes se acercan. Es entonces cuando alcanzamos la dignidad de humanos, como consumación en las otras personas de la propia condición de seres humanos. A partir de aquí, y desde el momento en que la humanidad conlleva necesariamente un enfrentamiento con la realidad injusta, hay que hablar de una ética intersubjetiva, material y política.

 

Entre el especismo y el ecosistema

Este descentramiento humano hacia las vidas sobrantes no abraza un especismo excluyente, pues los seres humanos solo son-siendo como parte de la biodiversidad. Pero lo cierto es que, en ese horizonte ecosistémico, los seres humanos son, al menos en potencia y en función de su estar en situaciones concretas, los únicos seres que pueden preocuparse y servir conscientemente a los otros en el curso de su devenir. Los animales son cerrados en sí mismos (no pueden separarse de su aquí-y-ahora ni de su sí-mismo de forma reflexiva) además de ahistóricos (viven en un presente único, sin ayer ni mañana). Mientras el ser-siendo de los humanos es verbo, el ser-sido de los animales es sustantivo, mundo físico, pero no histórico, realidad prefijada, lo que no les excluye ni de padecer sufrimientos ni de sentir dolor.

Lo que define indisociablemente al ser humano como ser no cerrado en sus limitaciones es la cualidad ética (su ser proyecto), lo que no implica el ejercicio de dicha ética, pero sí la posibilidad de ser ético. La vida humana así entendida no coincide plenamente con la supervivencia física, sino que refleja las posibilidades o modos de vivir del ser-siendo abierto a las alteridades: “No solo somos vivientes, sino que somos los únicos vivientes a los que la ‘vida humana’ se nos ha dado ‘a cargo’” (Dussel 2001, p. 116). Es en este sentido que la vida humana en comunidad es el hecho empírico de partida. El cotidiano deambular de tantas vidas imposibilitadas convierte la universalización de esta vida comunitaria e interdependiente en el contenido mínimo exigible a todo pensamiento que se proponga pensar la realidad. Criterio de justicia histórico-político y criterio de justicia material-corporal.

No estamos ante la corporalidad fundamentada desde un yo pretendidamente neutro y objetivo, fratricida de cuerpos otros, en un asesinato de la alteridad que, a la postre, resulta ser un suicidio colectivo. En la pluriversidad se recupera la corporalidad viviente, lo que implica que la humanidad no vive en abstracto, entre las líneas teóricas de un argumento o un consenso, sino aquí-y-ahora, padece hambre y siente sed, pide abrigo y necesita cuidados, goza la experiencia estética de las artes y el relajo del ocio, se empodera con las letras y la reflexión. Es desde ese soporte material que los seres viven humanamente. Una antropología transmoderna tiene como criterio último el ‘tuve hambre y me disteis de comer’, con el hambre como metáfora de un momento real de corporalidad negada, de humanidad sufriente, y con el dar de comer como acto críticamente consciente.

El ser humano es-siendo cuerpo viviente, soporte material de cualidades y vivencias. Las connotaciones del sujeto corporal como soporte son importantes. El término ‘sujeto’ proviene de la raíz latina subjectum, lo que está debajo y permanece como sustrato, habida cuenta de que ni las cualidades ni las experiencias pueden darse sobre la nada. Es la inextricable unión de cuerpo y alma, materia y espíritu. De forma paralela a la postergación sufrida por el cuerpo, la categoría ‘sujeto’ evolucionó filosóficamente, hasta acercar el subjectum a ese sujeto activo y absoluto, encarnado en el ego cogito (yo pienso) cartesiano, en el Ich denke (yo pienso) kantiano o en el Ich arbeite (yo trabajo) marxiano.

El pensamiento moderno termina degradando el cuerpo a mera carne (la res extensa cartesiana), lo que acarrea la abstracción, el encubrimiento y la banalización del dolor y del sufrimiento humanos. Una negación biopolítica de múltiples consecuencias (esclavitud, trata, venta de órganos, explotación, trabajo infrahumano) de la que, por cierto, participan las religiones cuando repulsan la carne como lugar de placer. La corporalidad es una esfera clave en las relaciones de biopoder (políticas de administración de la vida) y necropoder (políticas de administración de la muerte) establecidas por la totalidad dominante en menoscabo de las vidas dominadas.

Los cuerpos periféricos son cotidianamente negados por el sistema, como señalan la alienación del trabajo vivo marxiano, la represión pulsional freudiana y la disciplina moderna foucaltiana. Marx (1867) reflexiona en torno a la alienación desde la vida humana negada, desde la alienación y deshumanización del trabajador que deposita su vida en el producto del capital sin posibilidad de recuperarla. Una crítica transformadora a la óptica marxiana incide en el hecho de que Marx no reconoce la necesidad de cuidados de ese trabajador, humanamente en situación de dependencia (de nutrición, abrigo o afecto); cuidados y cuidadoras que, para Marx, no generan valor alguno a la maquinaria del capitalismo, cuya única víctima originaria sería la del trabajador atado al engranaje de beneficios. Por su parte, Freud (1966) reflexiona en torno a lo reprimido del inconsciente. Sin embargo, su ‘super-yo’ represor aliena las pulsiones de la estructura libidinal de tal forma que demasiadas víctimas se quedan anuladas sin alternativas. Finalmente, Foucault (1975) se detiene en torno a los cuerpos disciplinados por las instituciones modernas, excluyendo de su análisis, como si no existieran, cuerpos como los colonizados y los racializados.

La biopolitización de los cuerpos parte precisamente de la consideración de que los seres humanos no es que estemos dotados de cuerpo, sino que somos cuerpo, corporalidad individual y corporalidad colectiva. Cuerpos jóvenes, cuerpos negros, cuerpos atléticos, cuerpos ancianos, cuerpos blancos, cuerpos transexuales, cuerpos europeos, cuerpos de mujeres, cuerpos activos, cuerpos indígenas, cuerpos pensantes, cuerpos colonizados, cuerpos varoniles, cuerpos enfermos, cuerpos racializados, cuerpos alienados, cuerpos descansados, cuerpos sanos, cuerpos periféricos… ¿Qué cuerpos importan y por qué? ¿Cuáles merecen ser vividos? ¿Todos son llorados? Cada cuerpo configura, de forma no excluyente, inclusiones y exclusiones humanas que urgen ser revisadas. La biopolitización de los cuerpos radica en la aceptación de su vulnerabilidad, finitud y precariedad respecto a su contexto histórico-social y lingüístico, admitiendo la interdependencia y exposición activa de unos cuerpos con otros.

Es así como los cuerpos no son meramente ontológicos, sino transontológicos, toda vez que están a merced de otros. La vulnerabilidad material (económica), sostenible (de género y sexual) e inmaterial (existencial) de la humanidad recuerda que los seres humanos son-siendo a merced de otros seres-siendo. Ser cuerpo es no poder vivir de espaldas al otro plural como a priori ético transformador: “Los cuerpos no pueden ‘ser’ pensados sin su finitud y dependen de lo que hay fuera de sí mismos para sostenerse (…). Vivir es siempre vivir una vida que se halla en peligro desde el principio y que puede ser puesta en peligro o eliminada de repente desde el exterior y por razones que no siempre están bajo el control de uno” (Butler 2009, p. 52). Una posición que, a la postre, desnuda aquellos cuerpos que no importan, las vidas sobrantes que no merecen ser vividas ni lloradas. Así sucede actualmente cuando las injusticias sociales recaen en los cuerpos inocentes, cuando las exclusiones y las desigualdades se naturalizan.

 

Cuerpos sociales: materia y devenir histórico-identitario

Las posibilidades e imposibilidades de ser humanos se justifican en los cuerpos individualizados y en los cuerpos sociales. La paradoja que encierra el cuerpo social que somos reside en el hecho de que somos, por una parte, materia biológica y por otra, acontecimiento social. Por un lado, organismo empírico suma de partes orgánicas, la visión a la que se aferra la ciencia occidental; y por otro, devenir histórico-identitario sobre el que actúan constitutivamente los mecanismos del poder, análisis que ejemplifica la sentencia de Beauvoir: “No se nace mujer: se llega a serlo” (1949, p. 109).

Pero solo unos pocos cuerpos privilegiados parecen merecedores de humanidad. Por ejemplo, las diferencias de género se sostienen sobre términos orgánicos ahistóricos, sobre diferencias corporales (sexuales) naturalizadas: concebidas como las otras de lo mismo (el hombre privilegiado), las mujeres aparecen ante la totalidad destinadas a convertirse en la mujer singular. La base material del cuerpo-sexo es utilizada como pista de aterrizaje de construcciones sociales posteriormente impuestas.

El reto reside precisamente en conjugar los diferentes campos de acción, el económico, el de género-sexual y el ocio-espiritual. Pensar con las víctimas como instancia decisiva no implica negar las particularidades biológicas de los cuerpos, la concreción de las corporalidades individuales, sino posicionarse frente a las jerarquías y exclusiones del cuerpo social, es decir, exige “no resistir la vulnerabilidad, sino resistir desde la vulnerabilidad” (Burgos 2016, p. 619). Desde ahí es desde donde hay que buscar las grietas transformadoras, hasta debilitar y quebrar las normas impuestas y las instituciones que las producen.

Esta postura complejiza sobremanera la cuestión de los sujetos en sus respectivos campos de acción. Así sucede sin ir más lejos con el referente ‘mujer’ que, generado por una variedad de roles y significantes en frecuente conflicto, deja de constituir el sujeto único de los feminismos, muy a pesar de las reticencias de algunos de estos feminismos. Y es que, la etnia, el origen, la edad, el color de piel, la preferencia sexual, el hábitat, el estilo de vida, el patrimonio, la identidad de género y la preferencia religiosa, entre otras corporalidades humanas, también atraviesan la identidad de las mujeres. Es en ese sentido que se habla de la interseccionalidad. El sujeto ‘mujer’, incluso pluralizado en ‘mujeres’, pierde el papel central que representa en los feminismos contemporáneos eurocéntricos y se debilita para facilitar la posibilidad de liberaciones humanas. Por eso, cuando estas líneas identifican a la mitad de la humanidad como una de las instancias decisivas en cuanto víctimas de la totalidad, el sujeto ‘mujeres’ apunta más a un sujeto-siendo que a un sujeto-sido, más a un proceso abierto que a una esencia concreta. Y lo mismo sucede con otras identidades negadas como víctimas, cuya subjetividad se debilita hacia el ser-siendo, obligando a partir de entonces a aplicar una hermenéutica en permanente revisión de sus contornos.

El desafío del cuerpo social conduce a una subversión de los valores que ya persiguió la transvaloración nietzscheana (Nietzsche 1887) sin superar la dualidad transversal hombre-mujer, ya que las cualidades definitorias del superhombre (Übermensch), como la fuerza y la nobleza, quedaban reservadas para el primer término del binomio. La problemática de fondo llega hasta la actualidad: ¿qué vidas son las que merecen ser vividas? Un dilema bajo el que subyace la pregunta por los cuerpos: ¿qué cuerpos sirven para devenir humanos?

La carnalidad es por excelencia la cuestión cotidiana, la vida del aquí-y-el-ahora. La occidentalocéntrica abstracción de la persona, su ubicación en el no-lugar y el no-tiempo, resulta imposible dados unos cuerpos finitos y vulnerables, históricos, abiertos y colectivos. Y puesto que el suelo de proyección humana es plural, distinto e injusto para las víctimas, se produce un desigual choque de aspiraciones e intereses, en el que a las víctimas se les exige renunciar a sus corporalidades. Así ocurre con las que no encajan en las normas y medidas impuestas, caso de los cuerpos enfermos, de los cuerpos mutilados o de los cuerpos gordos, corporalidades disidentes y disruptivas reivindicadas por las corrientes feministas que reclaman hablar desde sus propias carnes.

El ser humano, admitida su corporalidad individual, es cuerpo finito y necesitado, en una doble dimensión de cuerpo-social y cuerpo-ecosistémico. Cuerpo social porque la supervivencia humana depende de los otros cuerpos humanos. Y cuerpo ecosistémico porque la humanidad pertenece a la biodiversidad como vida posible. La filosofía occidental ignora sin embargo esta doble simbiosis y, quedándose en lo individual, degrada al cuerpo a mero obstáculo, hasta el extremo platónico (Platón ca. 380 a. e. c.) de reducirlo a una cárcel. Es el germen del cuerpo instrumentalizado bajo parámetros racionales, los de la razón excluyente. Dicho con Dussel, la “descorporalización de la subjetividad” (1998, p. 61).

Así opera la lógica del dualismo antropológico, que concibe el cuerpo como lo imperfecto y perecedero, mientras que la perfección y la eternidad están reservadas a la mente, al alma o al espíritu. Bajo la racionalidad heteropatriarcal, el siguiente paso es automático y consiste en la adscripción de las mujeres y la naturaleza con lo imperfecto, quedando reservado la perfección al hombre hegemónico. Ergo el varón privilegiado puede y debe dominar a las mujeres y a la naturaleza, en aras del progreso de la humanidad. Quedan también así justificadas las injusticias y calamidades que sufren los cuerpos en este mundo, pues la salvación está reservada para el más allá de la muerte, sea en el paraíso religioso o sea en la promesa tecnológica. Quebrar este dualismo supone la necesidad y la posibilidad de que las liberaciones se generen aquí y ahora.

 

Feminismos cyborg y queer

La transformación pendiente parte necesariamente de los cuerpos sufrientes y se orienta hacia presentes y futuros posibles donde la vida no sea el privilegio de unas corporalidades concretas. En este debate vital-corporal se abren paso dos posturas contemporáneas, ambas enfrentándose a la extrema dificultad que supone la deconstrucción y modificación de las subjetividades corporales, y ambas haciendo especial énfasis en el significante ‘mujer’: el feminismo cyborg (y su extremo, el transhumanismo) y el feminismo queer. No es posible hoy hablar de los cuerpos sin pasar por estas dos corrientes, que trabajan con subjetividades históricas y abiertas, con las categorías de ‘género’ y ‘sexo’ a vueltas, yendo más allá, pero sin perder de vista que los cuerpos dolientes y finitos continúan siendo pantallas activas en las que fluyen y sobre las que influyen las identidades y las estructuras de poder y opresión.

Como transontologías, ambas posturas plantean una superación de género y sexual de la ontología fundamental, desafían al ser fundamento de la totalidad, respectivamente, desde lo otro-máquina y desde la otre-performatividad. Se fusionan las fronteras identitarias, se evaporan los límites hasta ahora fijos y esenciales de lo humano, dejan de ser útiles las relaciones dialécticas entre pares de valores binarios masculinos/femeninos para analizar la sociedad. El feminismo cyborg y el feminismo queer comparten y prometen una esperanzadora liberación de los seres humanos, pero desde definiciones antagónicas de lo que representan los cuerpos humanos. El yo y el otro plural están nuevamente sobre el tablero, pero subvertidos.

Lo cyborg, representado por autoras como Haraway (1991), pierde el miedo a las hibridaciones viviente-máquina y borra el binarismo de género y su dualidad de valores hombre/mujer, cultura/naturaleza, mente/cuerpo, incluso humano/robot. Desde pretensiones eugenésicas (el perfeccionamiento de la especie humana mediante la intervención selectiva en los rasgos hereditarios), sustituye (pero no elimina) la necesidad de un sujeto colectivo revolucionario: la acción o responsabilidad ya no recae en las mujeres, como pretenden otros feminismos, ni en la clase obrera, como defiende el feminismo marxista, sino en figuras cruzadas compuestas por cuerpo y máquina, más allá de los géneros. De ahí su lema: ‘Prefiero ser un cyborg que una diosa’. Su apuesta bosqueja un cuerpo desbiologizado que, en su forma más extrema, la del transhumanismo, es leído como obstáculo y queda eliminado. El transhumanismo prescinde por completo del soma (el cuerpo como oposición complementaria a la psique), proponiendo la transferencia (transbiomorfosis) de la conciencia humana a la memoria de una computadora. Es el planteamiento por la existencia de una mente no encarnada en un cuerpo, es el camino hacia la inmortalidad.

En aras de trazar el ideal del perfeccionamiento humano, esta distopía contemporánea, que algunas voces consideran la aventura contemporánea por excelencia, el único gran relato posible tras la caída de los grandes relatos, lanza su órdago por la racionalidad tecnológica. Se culminaría así la encomienda recibida por la Ilustración: el ser humano ha recibido el diagnóstico de ‘mejorable’ repetidas veces y tradicionalmente sus limitaciones se han tratado con recetas como la educación, las leyes o los castigos, ahora sustituidas por unos avances científico-técnicos que, ellos sí, dicen asegurar la perfección del ser humano.

Repensada desde las víctimas, esta opción conlleva la recaída en el ser abstracto disponible y dispuesto para su divinización creadora. Lo cyborg denuncia la complicidad de la razón excluyente con la totalidad, pero considera poder hacer uso de dicha racionalidad tecnológica para invertir el orden de la dominación técnica-humanidad. La alianza cuerpo-máquina no sería alienante, sino satisfactoriamente humanizadora para esta transontología, que pasa por encima de las advertencias vertidas por Heidegger (1927) y Habermas (1968) respecto a la técnica moderna y la ideología. La muerte se convierte en algo evitable y, con ello, la simbiosis cuerpo-máquina despoja al ser-siendo de su finitud constituyente, de su humanidad.

Sucede que esta liberación, a base de romper sin miedo las barreras entre lo animal y lo humano, de destrozar sin pudor las fronteras entre lo vivo y lo inerte, de aniquilar sin temor las distinciones entre lo material y lo inmaterial, no se traduce en una liberación de las víctimas, sino de los cuerpos ya de por sí privilegiados. Se queda en una liberación imposible de las corporalidades periféricas en tanto que la humanidad es-siendo cuerpo social y, como tal, su transformación liberadora solo es posible en la celebración de su interdependencia finita y vulnerable, histórica, abierta y comunitaria. El cuerpo no es el enemigo de la humanidad.

Incluso en el caso de que todas las víctimas, sures de geografía diversa, mujeres y vidas sobrantes, tuvieran acceso a la hibridación cuerpo-máquina, cuestión (económica) que obvian o minusvaloran las políticas cyborg; incluso si fuera posible una domesticación humana del determinismo tecnológico, pasando por encima de la ideología consumista y cosificadora que implica construir cuerpos como instrumentos a demanda; incluso si fuera posible la liberación del otro plural desde la modificación de los cuerpos aislados; incluso si todas esas condiciones fueran posibles, no se trata de liberarse de la condición humana, sino, antes al contrario, de ser-siendo humanos, lo cual solo es posible desde los cuerpos vulnerables. No es cuestión de ser antihumano, pero tampoco posthumano hasta superar la finitud y vulnerabilidad. Y es que, no hay que resistir desde el yo, sino de debilitar su atalaya y, a través de liberaciones con las víctimas como instancias decisivas, generar transformaciones humanas.

El feminismo queer, representado por filósofas como Butler (1993), regresa precisamente a los cuerpos vulnerables, en su caso, a través de la metamorfosis que desgenerifica hasta el punto de que el otro ya no son solo las mujeres, sino que el otro plural son muches. Es un regreso a la materia corporal como proceso de materialización humana. El género y el sexo no son transformaciones prefijadas de una vez por todas, sino repeticiones (performatividades) que estabilizan y desestabilizan los cuerpos, momentos que sedimentan y disciplinan la construcción sexo-genérica identitaria, junto a coyunturas que posibilitan su deconstrucción y posterior subversión.

En esa performatividad reiterativa, no es el sexo el que determina el género, sino que la relación causa-efecto se invierte y es el género, modelado por las relaciones de poder de un esquema heteropatriarcal, el que conforma el cuerpo-sexo. Ya no importan tanto los genitales, sino el discurso performativo y los modelos regulatorios, que son los que a la postre construyen los ideales sobre los que se materializa el sexo.

El devenir humano nunca es para siempre, así que el cuerpo y el sexo no son identidades estáticas, sino las relaciones dinámicas entre ejes de poder que delimitan aquellas corporalidades que meritan ser lloradas, aquellas vidas que merecen ser vividas. Entre las zonas humanas y las áreas salvajes se producen fuerzas de inclusión y exclusión que definen, separándolas, las esferas del yo-nosotros y del ellas-ellos/otras-otros-otres. Esta delimitación de los seres humanos se construye a partir del reflejo inverso de lo mismo en nos-otras, las víctimas, o sea, recordando que el otro plural es el a priori ético de la humanidad.

Es en ese ámbito transontológico, es en ese exterior interno de frontera, en donde se posibilita, más allá del esencialismo y del constructivismo, el reto pendiente de la deconstrucción y transformación de los seres y los cuerpos humanos. Incluido el referente ‘mujeres’, a estas alturas ya debilitado, lo que no obliga a que deje de pronunciarse como grito liberador excluyente. La deconstrucción del sujeto revolucionario ‘mujeres’ no anula así su potencial, sino que abre su alcance a alteridades que el feminismo del norte no puede colonizar ni tampoco liderar.

El cuerpo vulnerable como fuente creadora de vida y no como fundamento. La corporalidad sufriente como base material de la ética. Cualquier transformación del ser humano será siempre corporal, partirá de los cuerpos dolientes, cuerpos-sociales y cuerpos-ecosistémicos. Aunque toda transformación estará siempre incompleta, habida cuenta del carácter verbal, procesual y finito de los seres-siendo.

 

Bibliografía:

Beauvoir, Simone de (1949): El segundo sexo. Trad. Alicia Martorell. Madrid: Cátedra.
Burgos, Elvira (2016): “Cuerpos feministas en revolución”. Daimon. Revista Internacional de Filosofía, Vol. 5. 611-620.
Butler, Judith (2009): Marcos de guerra: las vidas lloradas. Trad. Bernardo Moreno. México D.F.: Paidós.
Butler, Judith (1993): Cuerpos que importan: sobre los límites materiales y discursivos del sexo. Trad. Alcira Nélida Bixio. Lanús: Paidós.
Dussel, Enrique (2001): Hacia una filosofía política crítica. Bilbao: Desclée de Brouwer.
Dussel, Enrique (1998): Ética de la liberación en la edad de la globalización y la exclusión. Madrid: Trotta.
Foucault, Michel (1975): Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. Trad. Aurelio Garzón. Buenos Aires: Siglo XXI.
Freud, Sigmund (1966): El malestar en la cultura y otros ensayos. Trad. Ramón Rey. Madrid: Alianza.
Haberma, Jürgen (1968): Ciencia y técnica como ‘ideología’. Trad. Manuel Jiménez. Madrid: Tecnos.
Haraway, Donna J. (1991): Ciencia, cyborgs y mujeres: la reinvención de la naturaleza. Trad. Manuel Talens. Madrid: Cátedra.
Heidegger, Martin (1927): Ser y tiempo. Trad. Jorge Eduardo Rivera. Santiago de Chile: Universitaria.
Lèvinas, Emmanuel (1961): Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad. Trad. Miguel García-Baró. Salamanca: Sígueme.
Marx, Karl (1867): El capital: crítica de la economía política. Trad. Vicente Romano. Madrid: Akal.
Nietzsche, Friedrich W. (1887): La genealogía de la moral: un escrito polémico. Trad. Andrés Sánchez. Madrid: Alianza.
Platón (ca. 380 a. e. c.): La República. Trad. Antonio Gómez. México D. F.: Universidad Nacional Autónoma de México.
Vattimo, Gianni, y Pier Aldo Rovatti (1983): El pensamiento débil. Trad. Luis de Santiago. Madrid: Cátedra.

Este texto de Jairo Marcos es una adaptación del epígrafe 4.2 del libro Pensar desde las víctimas. La transformación pendiente, editado por Comares (octubre 2023).

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