Publicidadspot_img
-Publicidad-spot_img

Vigorexia narrativa

 

Antonio Muñoz Molina ha escrito con La noche de los tiempos su novela sobre el  advenimiento de la Guerra Civil. Y pese a los abundantes elogios, muchos críticos han considerado excesiva la extensión de su última obra. Tienen razón, aunque en general no me parece que hayan profundizado suficientemente en el asunto: casi mil páginas no tienen por qué ser un problema, si están justificadas. Esta justificación, además, puede nacer de una necesidad estructural o de un capricho eficaz: la novela del XIX, por ejemplo, rara vez es del todo armónica. Pero, en última instancia, si un autor renuncia a la poda deben poder entenderse las razones.

       En su nuevo libro, Muñoz Molina ha confundido ambición con extensión. Es un caso de vigorexia narrativa: el novelista se exhibe ante el lector realizando interminables tablas de abdominales, un espectáculo sin duda impresionante pero, al fin, monótono. Claro, no faltará quien justifique sus abundantes reiteraciones argumentando que cada una de ellas añade un nuevo matiz al conjunto, y el mismo narrador advierte que “importa la precisión extrema. Nada real es vago”. Y aunque esto último es cierto,  cuando Muñoz Molina insiste por tercera vez en algunas descripciones o reflexiones, no está persiguiendo ni atmósferas ni ideas: las que hay —y por supuesto las hay, muy interesantes además— son atrapadas enseguida por el autor. En general, la primera aproximación del narrador a cada personaje, sentimiento u objeto ya es eficaz hasta agotar, o acotar, su significado. A partir de ahí, el empeño en seguir exponiéndolos a un foco tan potente acaba convirtiendo esta novela en un elefante. Engalanado, fuerte y limpio, pero un elefante. Hubiéramos preferido una pantera.

       Tal vez, uno de los problemas de La noche de los tiempos sea que sus temas y sobre todo su extensión —porque uno sospecha que la decisión de ofrecer mil páginas fue un propósito en sí mismo— exigían un armazón mucho más coral. Contrariamente a lo que cabía esperar, la novela cuenta una historia muy concreta, y su acción recae sobre los hombros de un personaje igualmente concreto, Ignacio Abel, un arquitecto de mediana edad ligado por origen familiar, trabajo y carnet de partido a la República y al socialismo, pero casado al mismo tiempo con Adela, una hija de la alta sociedad conservadora. Como vemos, un tipo cuya conciencia individual puede servir como mapa topográfico de la conciencia colectiva. La historia de Abel es clásica: se enamora de Judith Biely, una joven americana trágica, inteligente y sensual; es infiel a su esposa, sin tomar determinaciones sólidas; al descubrirlo, Adela intenta suicidarse poco antes del estallido de la guerra. Abel, que no es valiente, protagoniza varias escenas poco reconfortantes en el peligroso Madrid bélico, y luego huye a Estados Unidos convencido de que el horror no puede ser erradicado; como mucho, uno puede contenerlo, siempre que evite luchar con sus mismas armas.

       Todo esto, por supuesto, se desarrolla sobre el fondo histórico de la República y la Guerra Civil, que apasionan al autor y que siguen teniendo, faltaría más, la capacidad de apasionar al lector. Ahora bien, como ese fondo se despliega ante nosotros con voluntad de totalidad pero desde una perspectiva demasiado parcial, las costuras revientan. Si La noche de los tiempos fuera una novela coral, ya digo, otro gallo nos cantaría; pero no lo es. Solo aparenta serlo, haciendo que circulen ante Abel personajes como Moreno Villa, Negrín, Bergamín o Azaña, todos ellos retratados con acierto, justicia y talento. Pero ni ellos, ni las criaturas de ficción concebidas por Muñoz Molina, logran tener peso gravitacional suficiente como para hacer de La noche de los tiempos una gran panorámica, que es lo que debería ser. Cosa distinta es que sus apariciones propicien excelentes páginas aquí y allá; en efecto, pasajes como la conversación a tres bandas entre Abel, Moreno Villa y Azaña resultan ejemplares.

 

 

       Desde luego, las conclusiones políticas, morales o sociales que Muñoz Molina extrae de su inmersión en la Historia son acertadas. Diré más: me parecen cívicamente impecables, alejadas de cualquier forma de sectarismo, muy documentadas… Ahora bien, al mismo tiempo, creo que no son especialmente meritorias. O mejor dicho, sí lo son, pero comparten ese mérito con otros muchos libros y, a estas alturas, ya son bastantes los españoles que cuentan con una idea cabal de lo que ocurrió a lo largo de la Segunda República. Esto no le resta categoría al libro, que en este sentido es valioso; pero sí nos obliga a colocarlo donde merece, ni más arriba ni tampoco menos. Quiero decir que La noche de los tiempos puede ser importante —hasta cierto punto— porque añade un nuevo jalón a la trayectoria de un autor considerable; porque no emponzoña  ni vicia nuestra concepción histórica de lo ocurrido, y nunca sobran en este país quienes evitan hacerlo; porque aspira cabalmente a respetar la concreta y siempre relativa verdad de los hechos; etc. Pero no es un libro “muy” importante, y decir otra cosa me parecería excesivo.

       Solo el capricho de un crítico irresponsable negaría a este libro varios méritos. Entre lo mejor de la novela, destaquemos la sólida construcción de varios personajes: especialmente Miguel y Adela, el hijo y la esposa de Ignacio Abel. Judith, en cambio, resulta acartonada: su historia neoyorquina suena levemente epigonal, y la prueba de su inconsistencia es que protagoniza las páginas menos logradas de La noche de los tiempos, rozando el kitsch cuando, por ejemplo, “le ponía el dedo índice en los labios” a su amante en una escena sexual. Por su parte,  Eutimio —un obrero socialista— o Víctor —el cuñado de Abel, un cabeza hueca que abraza la causa fascista fascinado por su melodía de poder— me parecen arquetipos, cuando no simples peones en la tarea de sostener una tesis. Y el doctor Rossman  funciona como un mero punto de fuga que introduce la perspectiva europea en el escenario político. Pero centrémonos en lo valioso, porque está ahí y nos alegra que esté: Adela es un personaje ambivalente, y con ella la estrategia de Muñoz Molina —hacer rotar la realidad retratada ante su mirada para que vaya ofreciendo capas nuevas e inesperadas— sí funciona. El sufrimiento de ella es real, su configuración a base de grises me la creo: “era mentira que el dolor ennobleciera”. También Miguel, que nos brinda un incisivo juego de espejos entre su padre y su tío, es una construcción muy verosímil. El narrador nos escatima alguna información sobre este chaval, y en esa penumbra el lector halla un placer que no ofrecen las reiteraciones que asfixian el libro. Además, ya he dicho que los personajes históricos están muy bien recreados, y también me convence el retrato de don Francisco de Asís, suegro del protagonista, conservador de retórica ajada pero menos dogmático de lo que pueda parecer. Y es que a Muñoz Molina le sale muy bien el retrato de las pequeñas miserias familiares.

       Por otra parte, y en el capítulo de los personajes, cabe preguntarse si Ignacio Abel funciona como metáfora del país. Hasta cierto punto, así es. Desde luego, su peripecia nos permite matizar —no negar— el último mito que las personas sensatas asumen sobre ese conflicto, a saber: que entre dos Españas que se mataban, hubo otra, más racional y civilizada, que fue la primera derrotada. En La noche de los tiempos, Abel podría ser esa España, que se nos revela cargando también su propia vergüenza, su propia culpa. Su actitud no es precisamente heroica y, sin embargo, tal vez sea suficiente con alcanzar cierta forma de verdad. La noche de los tiempos expende una lección moral: nadie es suficientemente digno, pero al menos cabe lograr un instante de dignidad. Con todo, percibo descoyuntamientos en la configuración del personaje: a lo largo de la novela, Abel se nos muestra como un tipo cobarde, o si lo prefieren egoísta; por supuesto, es un retrato perfecto de cualquiera de nosotros.  Pero en las últimas cincuenta páginas, el autor pone en su boca un discurso (correctísimo y carente de cinismo) sobre la inutilidad de la lucha utópica. Bien, pero no deja de ser una coartada más que una conclusión, porque a Abel no lo hemos visto luchar, estrictamente, más que por su supervivencia y su pasión sexual. Quiero decir que las tesis finales pertenecen más al autor que al personaje.

 

 

       Al cabo, La noche de los tiempos resulta funcionar mejor, no como una novela histórica sino como una novela sobre la pasión. Y eso que Muñoz Molina es muy consciente de estar escribiendo “historia”, y el punto de vista del narrador, reflexionando sabiamente sobre los mecanismos del tiempo, lo confirma. El libro exhibe un doble estupor en torno a este tema: por un lado, la tragedia del momento en que la posibilidad se vuelve inevitabilidad; por el otro, la dificultad de recrearlo mediante la memoria o la literatura (“la imaginación no sirve, es impotente y cobarde”). Estas reflexiones propician algunos fragmentos interesantes, pero es la pasión amorosa, sexual, la que acaba ganando la partida.  Las pasiones arrastran, arrasan, convierten todo lo que es ajeno a ellas en coyuntural y secundario. Incluso una guerra, o unos hijos. Esto lo piensa y lo muestra el libro, y lo piensa y lo muestra bien. Es otro de sus méritos, y tal vez si juzgamos la obra desde esta perspectiva, parte de su carácter discursivo se convierte en un problema menor y estamos dispuestos a concederle un mayor crédito. Por desgracia, más allá de la concepción y la ilustración de un conflicto, a la novela le cuesta más lograr que lo sintamos: a veces sí, otras no. La poda nos habría ayudado mucho.

       Puede citarse otro mérito, aunque agridulce. En cuanto estalla la sublevación militar y Madrid se convierte en zona de guerra, Muñoz Molina aparca el tono y el ritmo monocordes de las primeras quinientas páginas y su prosa gana tensión. Esto se nota en el estilo, que de pronto adquiere matices, intensidades, relieves… Varias estampas de ese Madrid en llamas son soberbias. En estas páginas de excelente escritura, el gran estilo del XX que tan bien remeda Muñoz Molina no es solo ejercicio eficiente de un profesional, sino, realmente, el vehículo estilístico adecuado de un fondo desasosegante. Lo que ocurre es que en otras ocasiones, demasiadas, el autor no ha medido bien las proporciones ni ha atendido lo suficiente a la respiración de su criatura. La voluntad de impresionar ha vencido al instinto narrativo.

       En definitiva: siendo un libro que presenta los trazos del buen escritor, y pese a sostenerse sobre un planteamiento cívico e intelectual dignísimo, no puede decirse que La noche de los tiempos sea una novela plenamente lograda.

 

La noche de los tiempos, Antonio Muñoz Molina

Seix Barral, 2009

958 páginas, 24’90 euros 

 

 

 


Más del autor

-publicidad-spot_img