
Dónde vivía y para qué vivía
En cierta época de nuestra vida tendemos a considerar cada lugar como posible emplazamiento para una casa. Así, he examinado todo el terreno que hay en una docena de millas a la redonda de donde vivo. De forma imaginaria y sucesiva he comprado todas las granjas, ya que estaban a la venta y conocía sus precios. He recorrido las propiedades de cada uno de estos granjeros, he probado sus manzanas silvestres y he hablado con ellos sobre agricultura. He adquirido sus granjas al precio que me pedían, el que fuera, he calculado mentalmente la hipoteca, incluso poniéndole un precio más elevado, quedándome con todo, salvo con la propia escritura, quedándome con su palabra por escritura, porque me encanta hablar, y la he cultivado, y también a ellos en cierto modo, eso espero, y me fui de allí cuando las hube disfrutado lo suficiente, dejándoles que siguieran adelante con ellas. Esta experiencia me ha dado derecho a ser considerado por mis amigos como un auténtico corredor de fincas. Donde me sentara, podía vivir, y por tanto el paisaje se irradiaba desde mí mismo. ¿Qué es una casa, sino una sede, un asiento? Y mejor si se trata de un asiento campestre. He descubierto muchos emplazamientos inmejorables para una casa, lugares que algunos tal vez encontrarían demasiado lejanos de la ciudad, pero a mis ojos era ésta la que estaba demasiado lejos de allí. Bien, podría vivir allí, me decía, y allí vivía la vida de un verano y un invierno durante una hora; veía cómo podía dejar correr los años, cómo luchar contra el invierno y ver llegar la primavera. Los futuros habitantes de esta región, dondequiera que levanten sus casas, pueden estar seguros de que no fueron los primeros. Una tarde era suficiente para que el campo se convirtiera en huerta, parcela forestal y pradera, y para decidir qué fuertes robles y pinos dejaría crecer ante la puerta, y también desde dónde habría una mejor panorámica de los árboles condenados; y luego, quizá, lo dejaría en barbecho, porque un hombre es rico en relación con el número de cosas de las que puede prescindir.
Mi imaginación me llevó tan lejos que recibí incluso la negativa de varios granjeros –la negativa era todo lo que quería–, pero nunca me quemé los dedos con la verdadera propiedad. La vez que más cerca estuve de convertirme en propietario fue cuando compré el terreno de Hollowell, y comencé a ordenar mis semillas y a reunir materiales para construir una carretilla a fin de acarrearlas. Pero antes de que el aún propietario me otorgara la escritura de traspaso, su mujer –todo hombre tiene una esposa así– cambió de parecer, quiso quedarse con ella, y el hombre me ofreció diez dólares para que lo liberara del compromiso. Para ser sincero, yo entonces no poseía en este mundo más que diez centavos, y superaba mi capacidad aritmética saber si yo era el hombre que tenía los diez centavos o el que tenía una granja o diez dólares o todas las cosas juntas. En cualquier caso, le permití que se quedara con los diez dólares y también con la granja, porque yo ya la había agotado; o más bien, para ser generoso, le vendí la granja por la misma cantidad que di por ella, y como no era un hombre rico, le hice un regalo de diez dólares y aún me quedaban los diez centavos, las semillas y los materiales necesarios para hacer una carretilla. Así descubrí que yo había sido un hombre rico sin perjuicio de mi pobreza. Pero me quedé con el paisaje, y desde entonces, sin necesidad de carretilla, he ganado anualmente todo lo que ha producido. En lo que respecta a los paisajes,
Reino allí donde mido,
No hay nadie que dispute mi derecho.
Con frecuencia he visto a un poeta marcharse de una granja tras haber disfrutado de la parte más valiosa de la misma, mientras que el rudo granjero supone que tan sólo se ha llevado unas pocas manzanas silvestres. Por lo que durante muchos años el propietario no sabe que ese poeta ha puesto rima a su granja, el más admirable e invisible de los cercados, la ha confiscado, ordeñado sus vacas, quitado la crema y le ha dejado al granjero solamente la leche desnatada.
Para mí, los verdaderos atractivos de la granja de Hollowell eran: su completo aislamiento, al hallarse a unas dos millas de distancia de la ciudad, a media milla del vecino más próximo y separada de la carretera por un ancho campo; su proximidad al río, que según el dueño la protege con su bruma de las heladas de la primavera, aunque esto no tenía demasiada importancia para mí; el color gris y el estado ruinoso de la casa y del granero, y las cercas caídas, que enfatizaban la distancia entre el propietario anterior y yo; los manzanos huecos, cubiertos de liquen y roídos por los conejos, anunciando quiénes serían mis vecinos; y, sobre todo, el recuerdo que yo conservaba de ella desde mis primeros viajes remontando el río, cuando la casa quedaba oculta detrás de una tupida arboleda de arces rojos, a través de la cual oía ladrar al perro. Tenía urgencia por comprarla antes de que el dueño terminara de sacar unas rocas, talar los huecos manzanos y derribar algunos jóvenes abedules que habían surgido en la pradera; en resumidas cuentas: antes de que hiciera alguna otra de sus mejoras. Para disfrutar de esas ventajas, estaba dispuesto a perseverar y, como Atlas, a llevar el mundo sobre mis hombros (nunca supe qué recompensa recibió Atlas por ello) y a hacer todas esas cosas sin otro motivo que el de pagar por ello y que no fuera molestado en mi propiedad, porque desde el principio sabía que ésta produciría la cosecha más abundante y del tipo que a mí me interesa, con tal de dejarla a su suerte. Pero resultó como ya he dicho.
Así, todo cuanto podía decir con respecto al trabajo agrícola a gran escala (siempre he cultivado un jardín) era que tenía mis semillas preparadas. Muchos creen que las semillas mejoran con los años. No dudo de que el tiempo discrimina entre las buenas y las malas, y creo que, cuando al fin siembre, no me sentiré decepcionado. Pero a mis semejantes les diría y de una vez por todas: en cuanto os sea posible, vivid libres y sin compromiso. Poco importa que estéis encerrados en una granja o en la prisión del condado.
El viejo Catón, cuyo De re rustica es mi Cultivator, dice (y la única traducción que he visto convierte el pasaje en una bobada sin sentido): “Cuando pienses en hacerte con una granja, piensa con cabeza: no la compres con codicia, no ahorres fatigas en inspeccionarla y no creas que es suficiente visitarla una sola vez. Cuantas más veces vayas, si en realidad merece la pena, más te gustará”. Creo que no compraré una granja con codicia, sino que le daré vueltas y más vueltas mientras viva y que seré enterrado allí para que llegue a gustarme de verdad.
Mi siguiente experimento es el que describiré a continuación con detalle, reuniendo por conveniencia la experiencia de dos años en uno. Como ya he dicho, no me propongo escribir una oda al abatimiento, sino fanfarronear tan alegremente como el gallo encaramado al palo por la mañana, aunque sólo sea para despertar a mis vecinos.
Cuando fijé mi residencia en los bosques por vez primera, es decir, cuando comencé a pasar allí mis noches y mis días, que por casualidad fue el 4 de julio de 1845, Día de la Independencia, mi casa no estaba aún preparada para el invierno, pues no era más que una defensa contra la lluvia, sin revoques ni chimenea, con toscos tablones manchados como paredes y anchos resquicios que dejaban entrar el frío de la noche. Los blancos postes verticales, bien desbastados, y los marcos de la puerta y las ventanas recién cepillados, le daban un aspecto limpio y aireado, especialmente por la mañana, cuando la madera estaba impregnada de rocío, de modo que me figuraba que al mediodía exudarían una dulce resina. En mi imaginación retenía durante todo el día ese carácter auroral, y me recordaba a una casa en la montaña que había visitado un año antes. La mía era una cabaña aireada y sin revocar, más que apta para entretener a un dios viajero y donde una diosa podría arrastrar sus vestidos. Los vientos que pasaban sobre mi morada eran como los que barren las crestas de las montañas, portando melodías rotas o sólo las partes celestiales de la música terrestre. Por la mañana siempre sopla el viento y no se interrumpe el poema de la creación, pero pocos son los oídos que lo escuchan. En todas partes, el Olimpo no es sino la cara externa de la tierra.
La única casa que había poseído antes, si exceptúo un bote, fue una tienda de campaña que usaba de vez en cuando para hacer excursiones durante el verano y que todavía está enrollada en mi buhardilla (mientras que el bote, después de pasar de mano en mano, ha sido llevado por la corriente del tiempo). Con este refugio más sustancial en torno a mí, he hecho algunos progresos para asentarme en el mundo. Esta estructura, con un armazón tan ligero, era una especie de cristalización a mi alrededor e influía sobre el constructor. Era algo sugestivo, como el boceto de un cuadro. No precisaba salir para tomar el aire, pues la atmósfera interna no perdía frescura. No solía sentarme en el interior, sino junto a la puerta, incluso cuando llovía. El Harivamsa dice: “Una casa sin pájaros es como la carne sin sazonar”. Mi casa no era así, pues rápidamente descubrí que era vecino de los pájaros, no por haber atrapado uno, sino por haberme enjaulado cerca de ellos. No sólo estaba más cerca de los que generalmente frecuentan el jardín y la huerta, sino también de aquellos más salvajes y conmovedores cantores del bosque que nunca, o rara vez, dan serenatas a un lugareño: el zorzal, el tordo, el tangara escarlata, el gorrión de campo, el chotacabras y muchos otros.
Me establecí a la orilla de una pequeña laguna, a una milla y media al sur de Concord, y a una altura un poco superior, en mitad de un extenso bosque situado entre esa ciudad y Lincoln, y a unas dos millas al sur de nuestro único lugar que ha conocido la fama, el campo de Batalla de Concord; pero estaba tan hundido en el bosque que la orilla opuesta, a media milla y cubierta de bosque como el resto, era mi horizonte más distante. Durante la primera semana, cada vez que observaba la laguna, me parecía un pequeño estanque situado en la parte superior de la ladera de una montaña, con su fondo mucho más elevado que la superficie de otros lagos, y, al levantarse el sol, la veía desprenderse de su vestido nocturno de niebla, y aquí y allá se revelaban sus suaves rizos o su lisa superficie reflectante, mientras las brumas, como espíritus, se retiraban furtivamente en todas direcciones hacia los bosques, como si concluyera un conventículo nocturno. El mismo rocío parecía demorarse sobre los árboles durante el día, como suele ocurrir en las laderas de las montañas.
El pequeño lago era un vecino inestimable entre dos amables tormentas de verano, cuando, hallándose perfectamente tranquilos el aire y el agua, pero encapotado el cielo, la media tarde tenía ya la serenidad del anochecer y cantaba el zorzal en una y otra orilla. Un lago como éste nunca es más calmo que en esos momentos, cuando la capa de aire luminoso se estrecha y oscurece por efecto de las nubes, y el agua, repleta de luz y reflejos, se convierte en un cielo inferior y más importante. Desde la cima de una colina cercana, donde el bosque había sido talado hacía poco, había una agradable vista hacia el sur, sobre la laguna, a través de una amplia brecha en las colinas que forman allí la orilla, donde las dos laderas opuestas, inclinadas la una hacia la otra, sugieren un arroyo que discurriría en esa dirección a través de un valle boscoso, si bien lo cierto es que no hay allí arroyo alguno. Miraba entre las cercanas colinas verdes, y por encima de ellas hacia otras más alejadas en el horizonte, teñidas de azul. Poniéndome de puntillas podía llegar a captar un atisbo de los picos de una cadena montañosa todavía más azules y distantes, que se erigen hacia el noroeste, como monedas acuñadas con el mismo azul del cielo, y también una parte de la ciudad. Pero en otras direcciones, incluso desde este punto, no podía ver por encima o más allá de los bosques que me rodeaban. Es bueno tener agua en vuestra vecindad, para permitir, de algún modo, que la tierra flote. El más pequeño pozo sirve para recordarnos, al mirar dentro, que la tierra no es continental sino insular. Esto es tan importante como que el pozo mantenga fresca la mantequilla. Cuando miraba al otro lado de la laguna desde este pico, hacia los prados de Sudbury, que en época de crecida parecían elevarse como un espejismo sobre el valle rebosante, como una moneda en un cuenco, toda la tierra de la otra orilla aparecía como una pequeña corteza flotando sobre esa reducida capa de agua intermedia, recordándome que la tierra sobre la que yo vivía no era sino tierra seca.
Aunque la vista desde mi puerta era mucho más reducida, de ningún modo me sentía constreñido o confinado. Había suficiente alimento para mi imaginación. La baja meseta cubierta de pequeños robles, a la que se llegaba desde la orilla opuesta, se extendía hacia las praderas del oeste y las estepas de Tartaria, proporcionando amplio espacio para todas las familias errantes. “Sólo los seres que gozan libremente de un vasto horizonte son felices en este mundo”, dijo Damodara cuando sus rebaños requirieron nuevos y mayores pastizales.
El tiempo y el espacio se transformaron y yo vivía más cerca de aquellas partes del universo y de aquellos periodos de la historia que me habían atraído con mayor intensidad. El lugar donde habité estaba tan lejos como algunas de las regiones examinadas por los astrónomos durante la noche. Estamos acostumbrados a imaginar lugares extraños y deliciosos en algún rincón remoto y celestial del sistema, tras la constelación de la Silla de Casiopea, lejos de cualquier ruido y perturbación. Descubrí que mi casa tenía su asiento en una parte retirada del universo, y además eternamente nueva y sin profanar. Si valía la pena establecerse en esas regiones cercanas a las Pléyades o las Híades, a Aldebarán o a Altair, entonces allí estaba realmente, o al menos a una distancia similar de la vida que había dejado atrás, centelleando y menguando con un resplandor tan tenue que sólo sería visible para mi vecino más próximo y en noches sin luna. Así era la parte de la creación que había ocupado:
Hubo un pastor que vivía
Manteniendo sus pensamientos tan elevados
Como los montes en los que sus rebaños
Se alimentaban todo el día.
¿Qué pensaríamos de la vida del pastor si sus rebaños siempre vagaran por praderas más elevadas que sus pensamientos?
Cada mañana era una alegre invitación para hacer de mi vida algo tan sencillo e inocente como la naturaleza misma. Siempre he adorado la aurora de forma tan sincera como lo hacían los griegos. Me levantaba temprano y me bañaba en el lago; era un ejercicio religioso, y una de las mejores cosas que hacía. Dicen que en la bañera del rey Ching-Thang había unos caracteres grabados: “Renuévate por completo todos los días; hazlo una y otra vez, por siempre”. Lo entiendo perfectamente. La mañana nos devuelve a los tiempos heroicos. El discreto zumbido de un mosquito que realizaba su invisible e inimaginable recorrido por mi habitación con la temprana aurora, cuando yo ya estaba levantado, con la puerta y las ventanas abiertas, me afectaba tanto como pudiera hacerlo cualquier trompeta que pregonara la fama. Era el réquiem de Homero: una Ilíada y una Odisea en el aire, cantando sus propias cóleras y vagabundeos. Había algo cósmico en ese sonido, como un anuncio permanente, al menos hasta su prohibición, del eterno vigor y fertilidad del mundo. La mañana, el momento más memorable del día, la hora del despertar. Cuando menos soñolientos estamos y el momento en que, aunque sólo sea durante una hora, despierta una parte de nosotros que permanece dormitando durante el resto del día y de la noche. Hay que esperar poco del día, si es que puede llamársele día, en que no nos despierta nuestro Genio, sino los codazos mecánicos de algún sirviente, ni nuestras propias y recién adquiridas fuerzas y aspiraciones, acompañadas por las ondulaciones de la música celestial, en lugar de las campanas de la fábrica, y no se respira en el aire la fragancia de esa vida superior que abandonamos al dormirnos; de esta forma la oscuridad da su fruto, y demuestra ser tan benéfica como la luz. Aquel hombre que no cree que cada día contiene una hora más temprana, sagrada y auroral que las que él ya ha profanado, desespera de la vida y avanza por un camino descendente y oscuro. Tras un cese parcial de su vida sensitiva, el alma del hombre, o más bien sus órganos, vuelven a fortalecerse cada día, y su Genio tiende de nuevo hacia la nobleza a la que aspira. Diría que todos los sucesos memorables advienen por la mañana y en una atmósfera matutina. Los Vedas dicen que “toda inteligencia despierta con la mañana”. La poesía y el arte, y las más bellas y memorables acciones del hombre, datan de esa hora. Todos los poetas y los héroes, al igual que Memnón, son hijos de la aurora y componen su música a la salida del sol. Y el día es una mañana perpetua para aquel cuyos pensamientos, vitales y vigorosos, corren en paralelo al sol. No importa lo que digan los relojes o las actitudes y el trabajo de los hombres. La mañana llega cuando estoy despierto y hay en mí un amanecer. La reforma moral no es sino el esfuerzo para despojarnos del sueño. ¿Por qué los hombres suelen dar una cuenta tan pobre de su día si no han estado dormitando? No son tan malos calculadores. Si no los hubiera vencido la modorra, habrían hecho algo. Hay millones suficientemente despiertos para el trabajo físico, pero sólo uno entre un millón está lo bastante despierto para el ejercicio intelectual y uno más entre cien millones para llevar a cabo una vida poética o divina. Estar despierto es estar vivo. Aún no he conocido a un solo hombre que estuviera completamente despierto. ¿Cómo podría haberle mirado a los ojos?
Debemos aprender a despertarnos de nuevo, y a mantenernos despiertos, no con ayuda mecánica, sino gracias a la espera ininterrumpida del amanecer, que no debemos abandonar ni siquiera en nuestro sueño más profundo. No sé de un hecho más alentador que la incuestionable capacidad del hombre para elevar su vida mediante un esfuerzo consciente. Ya es algo poder pintar un cuadro o esculpir una estatua o embellecer ciertos objetos, pero mucho más glorioso es pintar la atmósfera y esculpir el medio que atraviesan nuestras miradas, lo que resulta un acto moral. Afectar la calidad del día, ésa es la más elevada de las artes. A cada hombre le corresponde la tarea de hacer su vida, hasta el detalle, digna de ser contemplada en su hora más elevada y crítica. Si rechazamos o agotamos la escasa información con la que contamos, los oráculos nos dirán con claridad cómo hacerlo.
Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente, enfrentándome sólo a los hechos esenciales de la vida, y ver si podía aprender lo que la vida tenía que enseñar, no fuera que cuando estuviera por morir descubriera que no había vivido. No quería vivir nada que no fuera la vida, pues vivir es algo muy valioso, ni tampoco practicar la resignación, a no ser que fuera del todo necesario. Quería vivir intensamente y extraer el meollo de la vida, vivir de manera tan dura y espartana como para apartar todo lo que no fuera la vida, surcar una divisoria y llevar la vida hasta un rincón y reducirla a sus elementos básicos y, si resultaba mezquina, obtener entonces toda su genuina mezquindad y hacerla pública al mundo; y si fuera sublime, saberlo por experiencia y poder dar cuenta de ello en mi próxima excursión. Porque me parece que la mayoría de los hombres se halla en una extraña incertidumbre acerca de si la vida es cosa del diablo o de Dios, y han deducido algo apresuradamente que el fin principal del hombre es “dar gloria a Dios y gozar de Él eternamente”.
Vivimos aún de forma miserable, como las hormigas, aunque la fábula nos cuenta que hace ya mucho que fuimos transformados en hombres; luchamos contra las grullas como hicieron los pigmeos, acumulando error tras error y remiendo sobre remiendo, y nuestra mejor virtud nos encamina en esta ocasión hacia una desgracia superflua y evitable. Nuestra vida se pierde en los detalles. Un hombre honrado pocas veces necesita contar más allá de sus diez dedos, y, en un caso extremo, puede añadir los diez de los pies y olvidar el resto. ¡Simplicidad, simplicidad, simplicidad! Que vuestros asuntos sean dos o tres, y no cien o mil; y en lugar de un millón, contad media docena y llevad las cuentas con la uña del pulgar. En medio de este mar picado de la vida civilizada, son tales las nubes, las tormentas, las arenas movedizas y los otros mil asuntos que debe uno enfrentar, que un hombre, si no quiere naufragar e irse a pique y bogar sin llegar nunca a puerto, no tiene más remedio que navegar a estima, y para ello sin duda deberá ser un maestro haciendo cálculos. Simplificad, simplificad. En lugar de tres comidas al día, haced si es preciso tan sólo una; cinco platos en lugar de cien, y reducid las demás cosas en la misma proporción. Nuestra vida es como la Confederación Germánica, formada por pequeños estados, con sus límites siempre fluctuantes, de modo que ni siquiera un alemán sabría deciros cuáles son dichos límites en un determinado momento. La propia nación, con todas sus supuestas mejoras internas –que son en realidad externas y superficiales–, es un establecimiento pesado e inmanejable, colmado de muebles y atrapado por sus propias trampas, arruinado por gastos injustificables y la falta tanto de cálculo como de un objetivo digno, al igual que ocurre en un millón de hogares en el país; y la única cura para aquélla y para éstos es una economía estricta, una simplicidad austera y una elevación de nuestros objetivos. Vivimos demasiado rápido. Los hombres consideran que es esencial que la nación comercie y exporte hielo y hable gracias al telégrafo y viaje a treinta millas por hora, lo hagan ellos o no; pero si vivimos como babuinos o como hombres, eso sigue siendo incierto. Si en lugar de fabricar las traviesas de las vías, de forjar los raíles, y de consagrar nuestros días y nuestras noches a trabajar, nos dedicamos a renovar nuestras vidas para mejorarlas, ¿quién construirá los ferrocarriles? Y si no se construyen los ferrocarriles, ¿cómo llegaremos a tiempo al cielo? Pero si nos quedamos en casa ocupándonos de lo nuestro, ¿quién necesitará ferrocarriles? No subimos al ferrocarril, éste se sube a nosotros. ¿Habéis pensado alguna vez qué son las traviesas que quedan bajo el ferrocarril y sostienen su marcha? Cada una de ellas es un hombre, ya un irlandés ya un yanqui. Los raíles se asientan directamente sobre ellas y se cubren de arena, y los vagones se deslizan con suavidad por encima. Su descanso es sólido, no se moverán. Y además cada pocos años se coloca un nuevo lote de traviesas en terreno bien allanado, de forma que mientras algunos tienen el placer de atravesar el mundo sobre un carril, otros tienen la desgracia de ser atravesados por un riel. Y cuando arrollan a un sonámbulo, un durmiente supernumerario en posición errónea, es decir, vertical, y le despiertan, detienen de inmediato los vagones y se escuchan las protestas y los gritos, como si se tratara de un accidente excepcional. Me alegra haber averiguado que hace falta una cuadrilla de hombres cada cinco millas para mantener las traviesas niveladas, en sus respectivos lechos, pues es un signo de que podrían levantarse.
¿Por qué debemos vivir con tanta prisa y desperdiciando nuestras vidas? Estamos decididos a morir de hambre antes que a estar hambrientos. Los hombres dicen que una puntada a tiempo evita nueve, y así dan mil puntadas hoy para evitar nueve mañana. En cuanto al trabajo, no tenemos ninguno importante. Padecemos el baile de San Vito y no somos capaces de mantener la cabeza quieta y centrada. Si diera unos cuantos tirones a la cuerda de la campana de la parroquia, como para alertar de un incendio, es decir, sin volcar la campana, dudo de que hubiera un solo hombre en su granja a las afueras de Concord o un chico, o una mujer, que, a pesar de la presión de sus compromisos, que le sirvieron de excusa varias veces esta misma mañana, no abandonara todo lo que estuviera haciendo en ese momento y acudiera a la llamada, no tanto por salvar algún bien de las llamas, sino, seamos sinceros, por verlos arder, ya que merecen ser quemados, y nosotros, sabedlo bien, no los incendiamos, o para ver cómo apagan el fuego, o para echar una mano siempre que resulte vistoso; así ocurriría aunque se tratara de la mismísima iglesia parroquial. Es raro el hombre que duerme una siesta de media hora después de la comida y al despertarse no pregunta: “¿Qué hay de nuevo?”, como si el resto de la humanidad se hubiera quedado montando guardia. Algunos incluso indican que se les despierte cada media hora, sin otro fin, no cabe duda, y luego, como compensación, cuentan lo que han soñado. Tras una noche repleta de sueños, las noticias son tan indispensables como el desayuno. “Por favor, contadme las novedades que afectan al hombre en cualquier rincón del globo”, y mientras toma el café y unos bollos, lee que a un hombre le sacaron los ojos en el río Wachito, sin darse cuenta de que vive en la impenetrable oscuridad de la cueva del mamut de este mundo, y que no tiene más que el rudimento de unos ojos.
Por mi parte, podría arreglármelas fácilmente sin correo. Creo que es un medio por el que se hacen muy pocas comunicaciones importantes. Hablando críticamente, diré que en toda mi vida no he recibido más que una o dos cartas –escribí esto hace unos años– que valieran su franqueo. El correo a un penique es una institución que permite ofrecer seriamente a un hombre ese penique a cambio de sus pensamientos, lo que a menudo sólo se propone sin peligro en broma. Estoy seguro de que nunca he leído una noticia memorable en un periódico. Si leemos que han robado o asesinado a un hombre, o que ha muerto por accidente, o que se ha quemado una casa, o que ha embarrancado un barco, o que ha explotado un vapor, o que el Western Railroad ha atropellado a una vaca, o que ha muerto un perro rabioso, o que ha habido una plaga de langostas en invierno, ya no necesitamos leer más. Una noticia es bastante. Si habéis entendido la estructura, ¿para qué querríais una miríada de ejemplos y aplicaciones? Para un filósofo, todas las noticias, como se las llama, son chismes, y los que las editan y las leen son viejecitas reunidas para tomar el té con sus pastas. Sin embargo, no son pocos los golosos. Por lo que he oído, hace unos días hubo tal jaleo en unas oficinas para conocer las noticias llegadas del extranjero que se rompieron varios escaparates del establecimiento a causa del agolpamiento. Noticias que, por lo demás, pienso seriamente que alguien ingenioso puede escribir con suficiente exactitud doce meses o doce años antes. Por ejemplo, pensemos en España: si usted sabe cómo insertar en las proporciones justas a don Carlos y a la infanta, y a don Pedro y Sevilla y Granada –estos nombres pueden haber cambiado mínimamente desde la última vez que leí un periódico–, y ofrecer una corrida de toros a falta de otras diversiones, resultará verídico a la letra y nos dará una idea tan buena acerca del estado exacto y ruinoso de las cosas de España como los informes más concisos y claros que aparecen al respecto en los periódicos. Y respecto a Inglaterra, el último breve de noticias de cierta relevancia fue la revolución de 1649, y si habéis estudiado un poco la historia de sus promedios anuales de cosechas, no tendréis que prestarle mayor atención, a menos que vuestras especulaciones sean de carácter puramente pecuniario. Si un hombre que rara vez lee los periódicos puede expresar su punto de vista, diría que nada nuevo ocurre nunca en el extranjero, y una revolución francesa no sería la excepción.
¡Noticias! ¡Cuánto más importante es conocer lo que nunca envejece! “Kieou-he-yu (gran dignatario del estado de Wei) envió un hombre a Khoung-tseu para conocer sus noticias. Khoung-tseu pidió al mensajero que se sentara a su lado y le preguntó en estos términos: ‘¿Qué hace tu amo?’. El mensajero contestó con respeto: ‘Mi amo desea disminuir el número de sus faltas, pero no lo consigue’. Tras marcharse el mensajero, el filósofo observó: ‘¡Qué digno mensajero!’”. El predicador, en lugar de cansar los oídos de los granjeros soñolientos en su día de descanso al final de la semana –porque el domingo es la conclusión adecuada de una semana malgastada y no el fresco y alentador comienzo de una nueva–, con su enésimo sermón sobre alguna mujer mal vestida, debiera gritar con voz tronante: “¡Alto! ¡Basta!… ¿A cuento de qué esta aparente prisa, si sois mortalmente lentos?”.
Las imposturas y los engaños se presentan como las verdades más sólidas, mientras que la realidad resulta fabulosa. Si los hombres observaran tan sólo lo real y no se dejaran engañar, la vida, comparada con las cosas que conocemos, se parecería a un cuento de hadas y a Las mil y una noches. Si respetáramos sólo lo que es inevitable y tiene derecho a existir, la música y la poesía resonarían por las calles. Cuando andamos sin prisa y con sensatez, percibimos que sólo las cosas grandes y dignas tienen una existencia permanente y absoluta, que los pequeños temores y los placeres despreciables no son sino sombra de la realidad. Esta constatación es siempre regocijante y sublime. Al cerrar los ojos, adormeciéndose y consintiendo en ser engañados por las apariencias, los hombres establecen y confirman su vida diaria de rutina y costumbre en todas partes, la cual se edifica, además, sobre bases puramente ilusorias. Los niños, que juegan a la vida, disciernen mejor su verdadera ley y sus relaciones, con más claridad que los hombres, que no logran vivirla con dignidad pero se consideran más sensatos gracias a su experiencia, es decir, a sus fracasos. He leído en un libro hindú que “el hijo de un rey, tras ser expulsado en su infancia de su ciudad natal, fue criado por un hombre de los bosques, y una vez llegó a la madurez en ese estado, pensó que pertenecía a la raza salvaje con la que vivía. Pero uno de los ministros de su padre lo encontró y le reveló quién era en realidad, y de esta forma se corrigió el falso concepto que tenía de sí mismo y supo que era un príncipe. El alma –continúa el filósofo hindú– equivoca así la imagen que tiene de sí misma de acuerdo con las circunstancias en que se halla, hasta que algún maestro divino le revela la verdad, y entonces sabe que es brahma”. Constato que nosotros, habitantes de Nueva Inglaterra, vivimos esta vida mezquina porque nuestra visión no atraviesa la superficie de las cosas. Creemos que es lo que parece ser. Si un hombre caminara por esta ciudad y viera sólo la realidad, ¿qué creéis que vería en el Mill-dam? Si nos hiciera luego un resumen de las realidades que hubiera contemplado aquí, no reconoceríamos el lugar. Mirad la casa de reuniones, el tribunal, la cárcel, una tienda o una vivienda, y si decís lo que son realmente para una mirada honesta, se harán añicos ante vuestros ojos. Los hombres estiman remota la verdad, a las afueras del sistema solar o detrás de la estrella más lejana, antes de Adán y después del último hombre. En la eternidad hay realmente algo verdadero y sublime. Pero todos esos tiempos y lugares y ocasiones existen aquí y ahora. Dios mismo se realiza en el momento presente y nunca será más divino en ningún otro tiempo. Y podemos percibir todo lo que es sublime y noble tan sólo mediante la perpetua instilación e infiltración de la realidad que nos rodea. El universo responde con constancia y obediencia a nuestras ideas; viajemos con rapidez o lentitud, el camino está abierto para nosotros. Por lo tanto, pasemos nuestras vidas trazándolo. El poeta o el artista nunca han tenido un designio tan bello y noble que la posteridad no haya podido encontrar a alguien que pudiera llevarlo a cabo.
Pasemos un día de forma deliberada, como lo hace la naturaleza, sin permitir que una cáscara de nuez o el ala caída de un mosquito nos hagan descarrilar. Levantémonos temprano, ayunemos o desayunemos, de forma agradable y tranquila; dejemos que la compañía venga y vaya, que las campanas tañan, que los niños alboroten, y sigamos determinados a hacer de todo esto un día. ¿Por qué habríamos de someternos y seguir la corriente? Que no nos perturben esos terribles rápidos y remolinos que llamamos comida, situados en las aguas poco profundas del mediodía. Sortead este peligro y estaréis a salvo, porque el resto del día es cuesta abajo. Con los músculos tensos por el vigor matutino, atravesadlo mirando hacia otro lado, atados a un mástil como Ulises. Si la locomotora silba, pues que silbe hasta quedar afónica. Si la campana tañe, ¿por qué habríamos de correr? Pensemos en la naturaleza de esa música. Fijémonos un objetivo y trabajemos y hundamos nuestros pies en el barro y fango de la opinión, los prejuicios, la tradición, el engaño y la apariencia, en ese aluvión que cubre el globo, de París a Londres, de Nueva York a Boston y a Concord, en la Iglesia y el Estado, en la poesía, la filosofía y la religión, y lleguemos así hasta un suelo duro y rocoso que podamos llamar realidad, y del que podamos decir: esto, sin duda, es; y entonces, desde este point d’appui bajo las crecidas, el hielo y el fuego, ocupemos un lugar donde podamos elevar unas paredes o un Estado, o colocar con seguridad un farol, o instalar un aforador, no un Nilómetro, sino un Realímetro, para que las futuras generaciones puedan saber hasta dónde llegaron las crecidas de las apariencias y las imposturas. Si os enfrentáis cara a cara con un hecho, veréis brillar el sol en sus dos caras, como si fuera una cimitarra, y sentiréis que su suave filo os parte en dos el corazón y la médula, y así acabaréis felizmente vuestra carrera mortal. Sea vida o sea muerte, sólo queremos la realidad. Si de veras nos estamos muriendo, oigamos el estertor de nuestra garganta y sintamos frío en las extremidades; pero si estamos vivos, ocupémonos de lo nuestro.
El tiempo sólo es el río al que voy a pescar. Bebo en él; pero mientras bebo veo el lecho arenoso y constato su poca profundidad. Su débil corriente se desliza a lo lejos, pero la eternidad permanece. Querría beber en lo profundo, y pescar en el cielo, en un fondo pedregoso repleto de estrellas. No puedo contar hasta uno. No conozco la primera letra del alfabeto. Siempre he lamentado no ser tan sabio como lo fui el día en que nací. La inteligencia es una cuchilla: discierne y abre su camino en el secreto de las cosas. No deseo tener mis manos más ocupadas de lo necesario. Mi cabeza es manos y pies. Siento concentradas en ella mis mejores facultades. Mi instinto me dice que mi cabeza es un órgano excavador, como lo son los hocicos y las patas delanteras de algunos animales, y ella me servirá para minar y horadar mi camino a través de estas colinas. Creo que el filón más rico se halla en los alrededores; me fio de la varita mágica y de los finos vapores que se elevan desde la tierra, y aquí comenzaré a excavar.
Este fragmento pertenece al libro del mismo título que, con traducción de Marcos Nava García, ha publicado Errata naturae.