
El próximo 9 de agosto hará justamente medio siglo que falleció el músico soviético Dimitri Shostakóvich. Existe un libro, escrito por el periodista alemán Bernd Feuchtner y publicado en España, en traducción de Isabel García Adanes, por la madrileña editorial Turner en 2004, cuyo título es Dimitri Shostakóvich y el arte amordazado por la autoridad. Identidad artística y represión política. Es aún la biografía más señera del sin duda más importante compositor soviético (¿o habré de decir ruso?) del siglo XX, y que, viviendo los dramáticos acontecimientos políticos de la URSS (no llegó a conocer su final), tuvo que tratar siempre de equilibrar su sinceridad artística y su independencia musical con la tremenda presión recibida por parte del férreo entorno, manteniendo, a pesar de todo, una fe en los traicionados ideales del socialismo. Hay otra entrega, no tan significativa como el libro mencionado, pero asimismo valiosa y entrañable; se trata de Shostakóvich. Recuerdos de una vida, publicada por Siglo XXI en el año del centenario del nacimiento del músico, 2006, que está escrita por el reverendo Mijaíl Árdov, amigo de juventud de los hijos del gran compositor, y que contiene entrevistas con ellos, Maxim y Galina.
Esta publicación es de capital importancia para conocer la trayectoria de Shostakóvich, ofreciendo en sus páginas un verdadero relato histórico y un encomiable ensayo de aproximación al sentir artístico de un hombre agobiado por unas terribles circunstancias y que, sin embargo, se mantuvo incólume, sin venderse, utilizando unas estrategias que preservaron su identidad en medio de esa sociedad tan difícil en la que tuvo que sobrevivir. El libro, además, incide provechosamente en unos análisis, accesibles para un lector desde luego aficionado aunque no especialista, de las obras más notables del artista. Sin duda en España no se había editado, incluso hasta estos momentos presentes, una obra de tanto alcance sobre Dimitri Shostakóvich.
Un creador que, como señala Feuchtner, fue “testigo de toda una era”. Espectador, aunque sólo con once años, de la Revolución de Octubre, conoció el maremagno de los primeros tiempos, el sangriento “reinado” de Stalin (le afectó muy de cerca, aunque pudo salvar, no como tantos otros, su libertad y su pellejo); ya era el mayor compositor soviético en los años del impotente empeño aperturista de Jruschov, y su último período vital coincidió con la “vuelta al orden” bajo el mandato de Brezhnev. Integrado en la política cultural del régimen, ostentó cargos y obtuvo diversos y prestigiosos galardones; miembro del Soviet Supremo, era muy popular, fue premio de la Paz y genuino representante del arte de su país en el extranjero. Debido a su fama y a su posición, mucho se dejó ver en las tribunas, pronunciando discursos que él no había escrito, leyéndolos con la cabeza un tanto gacha y en tono neutro.
En la primera fase de los radicales cambios, con Lenin y los comités bolcheviches, la mayor parte de los artistas permanecieron en el territorio manifestando un gran entusiasmo ante una situación que les favorecía otorgándoles un gran protagonismo. La expresión era libre y abiertamente se plasmaba en la vanguardia. Algunas cortapisas no se crearon precisamente por parte de la organización política, sino desde algunos artistas fanáticos, como el poeta futurista Maiakovski, que panfletariamente quería imponer una estética militarizante, y que, como aclara Feuchtner, “convencido de su propia misión, se proclamó a sí mismo generalísimo del ejercito de los artistas”; uno de sus emblemáticos poemas lleva por título “Orden nº 2 al ejército del arte”. En ese momento histórico, loable por su dinámica de planteamientos autocríticos, hasta el bueno de Lenin (bueno, relativamente bueno) tuvo problemas en orientar ciertas directrices.

Pero con Stalin todo cambió, y se impuso, como receta estética obligada, el llamado realismo socialista, y las libres manifestaciones precedentes se consideraron opciones de un arte burgués sumamente nocivas para el pueblo. Shostakóvich, que hasta entonces era un artista consecuentemente experimental, decidió sumarse a esa tendencia realista, mas a su manera, con la honradez que le dictaba el espíritu de su capacidad creativa. Había sufrido sucesivos reproches de la crítica musical hasta el punto de pensarse si seguir componiendo u orientarse en la interpretación pianística, campo que dominaba. Pero entonces compuso e hizo llevar a la escena la ópera Lady Macbeth del distrito de Mtsensk, inspirada en una novela de Nikolái Leskov (1831-1895). Sus numerosas representaciones cosecharon un gran éxito de público. En esta ópera, Shostakóvich se suma a las planteamientos “revolucionarios” propugnados por el sistema. “Si alguna vez —subraya Feuchtner— hubo una obra que de verdad encarnó el realismo socialista, ésa fue ‘Lady Macbeth’ de Shostakóvich”.
Pero, a causa de la textura de la obra, su planteamiento escenográfico, la indoblegable efusión de la música y hasta las abiertas carcajadas que su humor suscitaba, los vigilantes vieron en ella una faz peligrosamente negativa. El propio Stalin asistió, en el Bolshói, a una de sus representaciones; días más tarde, el 28 de enero de 1936, el Pravda (que en ruso significa Verdad) publicó una durísima crítica, anónima, que se dice fue escrita por el propio Stalin, en la que, con el título de “Galimatías en lugar de música”, se acusaba a la ópera de vergonzante formalismo y a su autor, entre líneas, de enemigo del pueblo. Naturalmente, las representaciones fueron interrumpidas de inmediato. Shostakóvich acató toda reprimenda, entonando la palinodia en su Quinta Sinfonía, subtitulada “Respuesta creadora de un artista soviético a unas críticas justas”, al parecer a instancias del Partido.
Lo cierto es que Shostakóvich no era ni vanguardista ni formalista; sin embargo, se propuso que su producción musical se desarrollase con honestidad. Atendió a la evolución del folclore y la música rusa, mirando especialmente a Chaikovski, y sobre todo fue influido por Gustav Mahler, anatemizado en la Unión Soviética por la supuesta decandencia burguesa (¡y dale!) del soberbio compositor alemán. Su penúltima sinfonía, la Decimocuarta (sobre textos de Lorca, Apollinaire y Rilke), se estructura como La canción de la Tierra mahleriana; ambas agrupan unos lieder con acompañamiento orquestal y no de piano, como es lo acostumbrado.
En definitiva, Shostakóvich adoptó una máscara eficaz que le sirvió para desarrollar su arte con integridad sin corromperse. Y allí donde se suponía que su música conllevaba una proclama heroica, en realidad ocultaba un cúmulo de angustia y de dolor; buena fe de ello lo da el lenguaje críptico de su Cuarteto de Cuerda nº 8 (1960), oficialmente dedicado “a las víctimas del fascismo y la guerra”. Muchas de sus piezas están sobrecargadas de un fuerte componente irónico que pasó desapercibido a los censores y su (¡bendita!) ignorancia. Su Concierto para Violonchelo nº 2, de los últimos años, dedicado a Rostropóvich, electo intérprete del genio, potencia esa ironía hasta el punto, y como afirma Feuchtner, que “su grotesco universo apela musicalmente al oyente de forma directa, pero de entrada le oculta su verdadero significado”.