
Recupero una anécdota de Jean-Luc Godard que leí en un libro de Enrique Vila-Matas. Haciendo memoria –así que perdón por las inexactitudes, que las habrá- contaba que al cineasta le gustaba entrar en las salas de cine sin saber a qué hora había empezado la película, entrar al azar en cualquier secuencia, y marcharse antes de que la película hubiera terminado. Seguramente Godard no creía en los argumentos. Y posiblemente tenía razón. No estaba nada claro que cualquier fragmento de nuestra vida pudiera ser una historia cerrada, con un argumento, con principio y con final. El punto y aparte era algo intrínseco a la literatura, pero no a la novela de nuestra vida.
La gramática de la vida es confusa. Cada uno ordena los días y las historias con diferentes argumentos y teniendo en cuenta diferentes referencias. No sé Godard qué utilizaría para medir la vida, para dar un sentido a los días. Yo lo mido todo por estaciones, como si cada una de ellas fuera una coma, un punto, una separación necesaria. Sin embargo, para mí, el punto y aparte del año es el verano. Hace años, el final del curso escolar marcaba el inicio de las vacaciones de verano. Tiempo de cuadernos Santillana, del sopor del Tour de Francia y más tarde, de las fiestas, las copas y los bronceados en la playa para estar guapa. El verano siempre fue para mí una época de balance. Te daban las notas, pasabas –o no- de curso, intentabas que tus padres te compraran una bici nueva por las buenas notas y en definitiva: te hacías mayor y sabías que te estabas haciendo mayor. Desde que dejé el colegio y la universidad sigo teniendo esa sensación: que el verano es el final y el inicio de algo. Tiempo de hacer inventario, de amontonar las cosas que uno ha ido acumulando a lo largo del año en el trastero.
Estudié fuera muchos años y para mí, el mes de julio era tiempo de volver a casa y decidir qué cosas rescataba del curso para llevarlas de vuelta a casa. Pero a menudo me daba la sensación de que no había sitio en casa para todas aquellas cosas, por lo que acababan en el trastero, que era un paso previo a la muerte natural: a la basura. Algunas cosas da mucha pena tirarlas y para eso está el trastero: para todos aquellos objetos que caducan a final de año, como si fueran un simple yogur. Pero hay otro tipo de objetos que viven en nuestros trasteros: las cosas que acabamos de comprar y para las que luego no encontramos un lugar. Las dejamos temporalmente en el trastero a la espera de que se nos ocurra algo, pero lo cierto es que todos lo sabemos: todo lo que entra en un trastero, si sale, es para ir directamente a la basura. Hay cosas para las que es difícil encontrar un lugar adecuado. También ocurre con las personas, pero para esos trasteros habría que escribir un nuevo post. Esos son los trasteros más difíciles de gestionar.
No sé qué pensaría Godard de los veranos ni de los trasteros. Estoy segura de que él, pese a que rechazara los argumentos tradicionales, tenía el suyo propio aunque nunca nos lo llegara a contar. Lo que sí sé es que de este año no pasa. Es verano y voy a ordenar el trastero.