
Yo anoche, de madrugada, le decía a mi hija que era posible que Luguelín Santos ganase a Kirani James en los cuatrocientos metros lisos. A veces me da por pensar en eso de que la felicidad es un instante. Durante veinte años, y hasta treinta, yo he visto por televisión los campeonatos del mundo de natación y de atletismo exactamente igual que ayer. El verano y la natación, el verano y el atletismo son como las sorpresas de las cajas de galletas que iban a que les grabasen en Tiffany’s Paul Varjak y Holly Golightly con el dinero de la venta a una revista del primer relato del primero: una bonita sensación de pertenencia al pasado. Siempre me ha gustado verlos en soledad con las luces apagadas y las ventanas abiertas. Y siempre resultó emocionante: el transcurso de las jornadas a la espera de las grandes pruebas, de las grandes finales. Ayer también fue emocionante, y yo le contaba a Candela la historia de Luguelín, el joven dominicano que con dieciocho años fue subcampeón olímpico, y la del isleño grenadiense Kirani, que con la misma edad ya era el mejor de la disciplina. Yo siempre quise que ganase Carl Lewis y nunca me gustó Ben Johnson. Me gustaban, me gustan, los atletas de las islas caribeñas: Jamaica, Trinidad y Tobago, Bahamas, Grenada. Y los estadounidenses. Las viejas leyendas, los jóvenes talentos con sus colores típicos sobre el tartán reluciente. Y el olor. Porque el olor del estadio aún me llega a través del televisor y me embriaga como si yo fuera una doncella y me estuvieran cortejando con sonido de laúdes entre las lilas. Candela me miraba muy atenta y Caterine Ibarguen, la colombiana, se ponía en cabeza del triple salto haciéndole mohines a su entrenador. Aparecía Vesèly, el lanzador de jabalina, y yo le decía: ¡mira Candela, es Vesèly!, y Candela abría mucho los ojos y exclamaba: “¡Uh!, y luego reía. Y yo aún más. Vesèly no es muy mayor, pero en realidad a mí me parecía estar viendo a Zelèzny, al que creo que veré competir el resto de mis días como a Carl Lewis o a Michael Johnson. Voy a aprovecharme de mi hija esta semana y trasnocharé para hablarle de Bolt y de Asafa, el gran corredor sin medallas, después de su biberón de las dos, que es el mejor momento del día junto al que paso con mi mujer padeciendo en familia las últimas tribulaciones de Don Draper. Aunque no creo aprovecharme de ella porque le gusta escucharme. Eso me digo. Ayer veíamos a Schippers, la holandesa veloz, marcar la mejor marca en semifinales por delante de las jamaicanas, y ya teníamos los ojos vidriosos cada uno por nuestros respectivos motivos. Pasará el tiempo y ya no me escuchará, pero me he sorprendido rezando como un tonto para que algún día, dentro de muchos años, mi hija me recuerde que Luguelín ganó a Kirani, o Kirani a Luguelín.