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Mientras tantoA cielo abierto. Sobre la estetización del mundo

A cielo abierto. Sobre la estetización del mundo


 

El sociólogo francés y su compañero de ruta, el crítico cinematográfico Jean Serroy, al arrancar el libro, no esconden su deseo: contar cómo es vivir en la época de las sociedades cuadriculadas, diseñadas, diagramadas, dibujadas según un plan maestro, el del arte o el de lo artístico. Acaso sea esa la razón por la que advierten: Por decirlo suavemente, el capitalismo no tiene buena imagen. Si se hiciera una lista con los términos y juicios que se atribuyen con más frecuencia al liberalismo económico, tanto en la opinión pública como entre numerosos intelectuales, no cabría duda de que los cargados con valores negativos superarían a los más positivos. Esto era verdad ayer, lo es todavía hoy, aunque las diatribas del anticapitalismo revolucionario hayan perdido su antigua credibilidad. Bien. ¿Qué es lo que era verdad ayer, y todavía hoy? Para Lipovetsky y Serroy, al parecer, que el liberalismo económico, su implantación estética, habría despertado una mayoría de valores negativos cuando las procelosas aguas del anticapitalismo revolucionario todavía se agitaban, al contrario que ahora, que el mundo navega a la velocidad crucero impuesta por la normativa turística y los exotismos de guión, los pasos de comedia del Bundesbank y las saludables avivadas chinas, rusas, hindúes y coreanas, es decir, cuando el capitalismo sólo ha conseguido generar crisis económicas y sociales profundas, aumentando las desigualdades, provocando grandes catástrofes ecológicas, reduciendo la protección social, aniquilando las capacidades intelectuales y morales, afectivas y estéticas de los individuos (…) El proceso desencadenado por la Revolución Industrial prosigue inexorablemente: lo que se perfila, día tras día, es un mundo desagradable.


Pero a no equivocarse: la mayoría de las ciudades importantes del planeta -en la óptica de estos señores- tienen sus usinas de cultura, sus centros de recuperación de adictos a cualquier cosa, sus museos afterpop, sus Mc Donald’s, sus circuitos new age, sus clínicas de cirugía estética, su juvenilia, sus gerontes, sus traficantes de órganos, su prostitución encubierta o no, su violencia de género, sus facultades, campus, sus autos de alta gama, su porno, sus conexiones a internet, sus psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas, sus ataques de pánico, sus Paul Gaultier, sus quince minutos de fama, sus dealers, sus desechos humanos, sus bebidas light, sus instituciones republicanas, sus policías, jueces, fiscales, su glamour, sus pitbulls asesinos, sus gadgets vigilantes: la hipermodernidad es tan democrática que cada uno de estos espacios hasta tiene basurales a cielo abierto donde (a veces) aparecen cuerpos sin cabeza o cabezas sin cuerpo de las que se ocuparán los forenses, que también están en casi todos lados sin necesidad de campos de concentración o de exterminio cerca porque la estetización del mundo sólo es posible bajo la condición de la inseguridad permanente, la guerra social permanente, la excepción permanente, irregular y permanente, respetando, al menos, un mes de vacaciones: para aburrirnos mejor, pero juntos. Pero otra vez: a no confundirse: el volumen pretende una lectura de calado histórico, político y sociológico: para entender este mundo nuevo, es imprescindible recordar el martirio de Joseph Conrad en el Congo y la tierra baldía donde el indigente promedio busca su mendrugo entre residuos patológicos. 

 

Es fácil reducir esta historia a una mala fe masiva -que no falta- pero tampoco alcanza.

 

Franco Berardi, a raíz de la crisis griega, acaba de declarar: “Angela Merkel dijo recientemente que Europa, con el 7% de la población mundial y el 25% de los recursos, tiene el 50% de los gastos sociales a nivel global. Se necesita, por lo tanto, recortarlos sin piedad si deseamos seguir siendo competitivos. Ese 50% significa casi nada: ¿cómo comparar los gastos sociales de los países europeos con las formas de comunitarismo que existen en la India, el estatismo chino, o la persistencia de las economías pueblerinas en gran parte del continente africano?”.

 

La estetización del mundo no incluye, en su poder abarcador, más que algunas zonas de ese otro mundo.

 

Esas cosas que interesan a Lipovetsky (la desmaterialización del arte; el papa populista; las performances; la competencia sin consideración, sometida a la coartada de la igualdad de oportunidades; el museo en la calle; estética trans, etcétera) representan el problema Lipovetsky: su imediocridad, oportunismo; esa papilla mal digerida de las ideas de tipos como Guy Debord entonces se transforma en una era del vacío perfectamente adecuada a la demagogia del sistema artístico representado por Damien Hirst, Gunther von Anders, mendigos en exhibición, latas con mierda recolectadas a base de eméticos repartidos por la firma Saatchi&Saatchi, el indescifrable silencio de Marina Abramovic, jamaiquinos que recurren a la despigmentación voluntaria para aclarase el color de la piel (…) Con el capitalismo artístico globalizado triunfa el modelo etnochic, la hibridación estética del estándar moderno y la etnicidad (pág. 300).

 

La nostalgia por un mundo sólido es la peor respuesta posible al dispositivo de consumo efímero, múltiple. “Nada, nada, nada. Debilidad, autoaniquilación, punto de una llama infernal salida del suelo”, escribe Franz Kafka en un sótano sin ventilación, años antes. Y suena bien, tanto que podría operar como acápite de una novela penumbrosa, transgresora, sadomaso, digamos: sadomaso consensuado. El mercado se ha tragado al arte, o el arte se practica para el mercado. Es un producto más. ¿Qué hay de malo? Algo de eso anunciaba Walter Benjamin cuando hablaba de la pérdida del aura o de la reproducción técnica (del arte). Como sea, intente comprar ahora un dibujo de Picasso en alguna subasta de connaisseurs: costará más caro, carísimo, mucho más caro que al año, cualquiera sea, que haya sido dibujado por el master mallorquín; quizá por competir con la merda d’artista. 

 

Escriben los autores: en este contexto, paradójico y ambivalente, guardémonos de entonar tanto la cantinela maniquea del afeamiento del mundo como la del reencantamiento del mundo. El aumento de la calidad de toda una serie de consumos no elimina el espectáculo de la nueva pobreza, las ciudades sin estilo, los cuerpos que sufren, las creaciones culturales pobres y vulgares. Lo que se avecina no es otra cosa que una comercialización a ultranza de modos de vida en los que la dimensión estética ocupa un lugar primordial, pero que no anuncian un universo más radiante de sensualidades y bellezas mágicas. En el mundo fabricado por el capitalismo transestético conviven hedonismo de las costumbres y desdicha cotidiana, singularidad y trivialidad, seducción y monotonía, calidad de vida y vida insípida, estetización y degradación de nuestro entorno: cuanto más se practica la maniobra estética de la razón comercial, más se imponen sus límites a nuestras sensibilidades. (pág. 27).

 

El especialista en sistemas de comunicación argentino Martín Becerra desarma buena parte de la arqueología teórica que sostiene a este libro. Dice que cree que no cree que exista esa supuesta autonomía capitalista (estética) “y que esa fusión (de planos, algoritmos, costumbres) que efectivamente existe como proceso histórico por lo menos desde fines del siglo XIX, es decir, desde la industrialización plena de la prensa, estimuló durante décadas una ideología de la objetividad que todos los estudios empíricos sobre el sistema de medios realizados durante el siglo XX y lo que llevamos de siglo XXI desmienten categóricamente. Hay intereses, hay líneas editoriales, no hay neutralidad ni objetividad. Por supuesto, eso no me conduce a defender la versión opuesta que afirma, sin tener un solo estudio que lo demuestre, que los medios manipulan la conciencia de sus públicos, como si estos fueran estúpidos culturales. Pero discutir la prenoción de la manipulación mediática tampoco supone, a la inversa, considerar que las industrias mediáticas sean inocuas en el troquelado de la agenda pública”, tal cual parecen pensar Lipovetsky y Serroy, sin detenerse a cuestionar, no sólo su metodología de estudio (y mucho menos sus propios intereses, como tampoco los de los artistas, diseñadores, marchantes, curadores, sponsors, gobiernos, etcétera), sino, siquiera, la parte maldita que hace de una obra, una idea, una pieza, un video o lo que sea, eso mismo que muchas veces es: un resto, un resto inasimilable, algo del orden de lo real (que tan provocativamente suele recordarnos, inaprehensible, la figura de Kate Moss, incluso promocionando, si lo hubiera hecho, este libro vacío, dragado de esa exforma que reclama Nicolas Bourriaud: “(Georges) Bataille trabaja para desprender de la materia lo que no puede ser objeto de una síntesis, lo que se resiste a cualquier levantamiento: según él, todo pensamiento produce un residuo, un elemento inclasificable en la cadena finita de proposiciones que conforma una teoría. Toda forma metódica de apropiación (ya se trate de trabajo o de saber) libera un elemento heterogéneo excremental. Sobre estos restos no asimilables, sobre esta escoria, él se propone fundar su propio pensamiento. Mejor dicho: funda su pensamiento sobre lo excluido y escoge como objetos teóricos el conjunto de estos elementos socialmente inapropiables: el erotismo, el lujo, el despilfarro, el potlach, lo abyecto, lo sagrado”.

 

Es decir, lo contrario exacto a este catálogo impresionista e inofensivo.-

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