
A inicios del año mágico de 1992 murió en Nueva York el hispano cubano Néstor Almendros: exiliado de dos dictaduras, la franquista y la castrista, fue uno de los tipos con más talento en el cinematógrafo de las últimas décadas del siglo XX. De todos los obituarios el más emocionante, casi la evocación de un amor perdido, es el de Terenci Moix en El País. En este recuerda el apelativo de “hermanos” en todos los cubanos fuera de la isla, tan solos, y hurga en la herida de cómo Almendros fue recibido con frialdad por la “gauche divine”. Confesaba, incluso, que el propio Gil de Biedma
“…trató al gusano con extrema dureza. Años después, en su jardín del Ampurdán, me contaba que siempre se arrepintió de aquella reacción, pero Néstor nunca pudo olvidarla. Acaso porque era el mismo trato que recibió de cuantos intelectuales izquierdistas intentó frecuentar en Barcelona. No se ha contado suficientemente que si no se quedó entonces fue debido al desprecio de la progresía local”.
Moix, el “progre” más tierno de su troupe -qué lejanas son sus memorias, repletas de humanismo y tristeza, del periplo psicopático entre efebos del señorito Biedma-, vio claro cómo la izquierda barcelonesa perdía a un tipo con innegables virtudes. Los excelentes libros de Néstor Almendros, no solo director de fotografía sino filólogo hispánico de prosa clara, son propios de un hombre bueno que salió de la isla / cárcel “con un par de mudas” y tuvo que sufrir el desprecio de toda su generación.
Almendros, en sus últimos años
Almendros, siempre un caballero, hizo de esos recuerdos unas memorias pulcras de nombre Días de una cámara y desgraciadamente murió sin ver el éxito de su contemporáneo Reinaldo Arenas con Antes que anochezca; pieza denuncia casi definitiva sobre el comunismo cubano:
“Una de las cosas más lamentables de las tiranías es que todo lo toman en serio y hacen desaparecer el sentido del humor. Históricamente Cuba había escapado siempre de la realidad gracias a la sátira y la burla. Sin embargo, con Fidel Castro, el sentido del humor fue desapareciendo hasta quedar prohibido; con eso el pueblo cubano perdió una de sus pocas posibilidades de supervivencia; al quitarle la risa le quitaron al pueblo el más profundo sentido de las cosas. Sí, las dictaduras son púdicas, engoladas y, absolutamente, aburridas”.
Este mundo de exiliados en fuga permanente, odiados por aquellos que tendrían que protegerlos, tiene su continuación en la evocación nostálgica de Juan Abreu en Debajo de la mesa (Ladera Norte, 2025). A diferencia del testimonio de Arenas, enhebrado del yo desesperado, Abreu tiene la capacidad de retener las escenas y recrear esta pérdida con bastante juicio. Esto no impide una cantidad considerable, rara ya, de momentos poéticos contaminados de buena novela modernista.
Abreu, memorialista del subdesarrollo comunista
La primera parte, los recuerdos de juventud en la Cuba capitalista, tienen todavía el sello humano y divertido de un naturalista de colmillo afilado y verga inquieta. Entre cubanas turgentes, clima húmedo y chicos medios desnudos, uno se pregunta cómo debe ser la lectura de este libro en un sitio tan pacato como Ávila. Estos excesos, que no gustarán a muchos, tienen como respuesta y justificación la devastadora segunda parte: el advenimiento del socialismo real a Cuba y la conversión de aquella vieja alegría, de esos cafés y verbenas en los que sonaba música popular -el rock sería prohibido como decadente, recordemos-, en un régimen donde los hombres solo podían funcionar como piezas de una maquinaria.
El líder de esa Cuba fabril, aquella que piensa en tuercas y no en endecasílabos, es el gran anfibio caqui: un Castro que según Abreu rumia tabaco -como el Banderas de Valle-Inclán- y escupe ese veneno de sapo barbado ante las contrariedades de aquellos con “conducta impropia” (ley casi calcada, por cierto, a la de “Vagos y maleantes…” que aprobó la mitificada República del 31 y que llevó a su éxtasis Franco). En efecto: las crueldades de la dictadura contra un diletante como Abreu, escritor lírico en un país donde las únicas letras que interesaban eran las de cambio, son un catálogo de miserias humanas y mezquindades que envidiarían hasta los más miserables autócratas franquistas.
Sin embargo, donde más duele este libro a los comunistas profesionales, aquellos que viven más bien que mal de defender esta doctrina paradoxal en países que simplemente funcionan, es en su mención a la ineficacia de la llamada religión del futuro (“el comunismo era cutre y nos enseñaba a ser cutres”, dijo con sabiduría el director de cine polaco Krzysztof Kieślowski). El ejemplo más divertido es la sustitución de una tubería norteamericana por una soviética que refiere Abreu: la primera debió volver a su lugar luego del rápido herrumbre de la segunda.
Los exiliados de 1980, llamados «marielitos» por el puerto cubano donde zarparon
En uno de los testimonios más clarividentes contra Lenin y su doctrina, Nabokov dejó claro cómo “la literatura rusa desapareció” con la revolución del 17. Abreu, excelente prosista perdido en territorios layetanos, es otra víctima de una generación apellidada “gusana” por mediocres que esperaban los emolumentos del comité central (incluyendo jineteras, que la dignidad acababa allí donde los genitales comienzan). Todos estas “lombrices” (Cabrera Infante, Abreu, Almendros, Arenas…) royeron con más eficacia y dolor -escritura sagrada que viene del sufrimiento (“lloré y creí” decía Chateaubriand)- el queso literario que los escribidores oficiales como Carpentier.
Pero dejemos los juicios sumarísimos, eso es propio de bolcheviques, y centrémonos en los momentos. Pocos evocan mayor nostalgia, color fosforescente entre quinqué y azules salinos -¡Rubén claro!-, de la vieja Habana que el último baile de los padres del memorialista. Castro todavía estaba en México y Rusia apenas existía en las novelas de Julio Verne que devoraba Juan Abreu:
“Recuerdo, sobre todas las demás, una Nochebuena en la que mi padre y mi madre bailaron. Ninguna mujer sobre la tierra ha sido ni será más bella. Ningún hombre sobre la tierra ha sido jamás más elegante, más apuesto y grácil. Flotaban en la música ajenos al desconsolado futuro y a la muerte en tierras lejanas”.