
para tv, leg, apv y jes
No podía ser de otra de otra manera, cierto, que me sentara a escribir estas líneas en pleno domingo. Y ya comienzo a arrepentirme: desde el inicio, de suyo el domingo resulta pura y absoluta confusión.
En lugar de domingo, debería llamársele el día en que cada semana se celebra el malentendido más necio y recio del año ―y ni de lejos busco encontrar a quien coincida o disienta de esto, el tipo, siempre de naturaleza desagradable, que se obceca en tener la razón: huyo y me alejo tan pronto como me dan las piernas de semejantes especímenes como si se tratara de la peste o del COVID.
Lo cierto es que para unos se trata del último día de la semana; para otros, del primero.
Para ciertos credos religiosos, es el día de la Creación; para otros, el domingo no significa nada porque lo importante en términos de culto y devoción ocurrió y ocurre en viernes; y para otros más los domingos son un día laborable, igual que el lunes o el miércoles.
Dependiendo de la época del año, son días llenos o vacíos: naturalmente, vacíos cuando el infame día no cae en temporada de béisbol, sobre todo si uno cuenta con el canal de las Ligas Mayores, que difunde vía streaming todos los juegos del día, y en domingo estamos hablando de un total de treinta juegos en vivo a escoger ―aclaro, por si fuera necesario, que si no me interesa ninguna de las treinta opciones live, puedo aprovechar que la suscripción al canal, que en realidad es una app que en realidad es una medicina que salva vidas, y ponerme al día de los juegos de la semana que no pude ver.
Para quienes prefieren otro deporte que igualmente les permita caer desparramados frente al televisor, los domingos son días no solo llenos, sino plenos, y con ello quiero decir plenos a tope: futbol de ligas que se juegan en una cantidad infinita de países en seis de los siete continentes conocidos hasta ahora, porque si de algo estoy seguro es que, en caso de que existan, en la Atlántida, en Mu y Lemuria, el futbol es, como en todas partes, el deporte más popular. Si se juega en los calorones infernales de Honduras, con temperaturas que alcanzan los 32 grados centígrados, cómo diablos no se va a jugar bien a gusto, cero sudores ni salpicadas recibidas y acusadas como un vil escupitajo en pleno rostro volando desde de las alborotadas cabelleras de los jugadores rivales en el futbol de la Atlántida.
Ni hablar de quienes saturan sus helados domingos por hallarse en latitudes donde el típico paseíto dominical implica riesgos que van desde perder la punta de la nariz o los dedos, hasta sufrir una pavorosa hipotermia. Para ellos, los domingos de juegos esos sí, más allá de lo estrafalarios, digamos que propiamente exóticos, cuasi realista mágicos, por ejemplo: el curling; el hockey; el Nordic combinado, que como su nombre lo indica, fusiona el cross-country-skiing con pegar algún tipo de brincos; en esa misma línea, digamos, está el Biathlon, que consiste en otra estimulante combinación: el esquí de fondo y el uso de rifles de juguete para acribillar unos pedazos de cartón que simulan osos y lobos en extremo salvajes. Y claro, como me estoy refiriendo sin enunciarlos a las claras a países donde impera el Estado de Bienestar, para quienes carecen de televisor o de cablevisión, siempre queda la posibilidad de salir y echar unas guerritas con olas de nieve.
Seré categórico, contundente: existente tantas experiencias de gozar o padecer el día domingo como domingueros hay. Más aún: el talante y disposición para vivir y sobrevivir al día domingo depende de muchísimos factores: carácter y edad son los que me resultan de mayor interés, ya que si bien un adulto como yo puede enajenarse todo el santo día de la semana hecho una plasta frente al televisor mirando aburridos y letárgicos juegos de béisbol con la intensidad de quien ha descubierto la cura contra la estupidez, el mal del puerco o la insolación, también hay otros adultos, sabios, contemplativos, que encuentran en las lentas horas del día domingo, la inspiración para ver más allá de sus narices extraerle la recóndita savia y vitalidad de un día en apariencia medio muerto y visionar el que sigue:
«El domingo»
Ya pasa el Domingo, y pasa
con su fiesta inacabable,
con su leve olor amable,
a fuego limpio en la casa.
El lunes todo lo arrasa
como un as que de repente
nos mata el rey. Tristemente
la vasta noche lo esconde.
¡Si supiéramos adónde
cae su corona inocente!
Leo este poema de Eliseo Alberto, cubano cubanísimo que vino a morirse a la ciudad de México, no lejos de donde estoy sentado y domingueando ahora mismo, y me veo a mí mismo, entre neblinosos recuerdos de la infancia, maldiciendo la tarea escolar todavía sin hacer, ya más que avanzado el domingo.
No quiero sonar pedante, y si así suenan estas líneas digamos que el lector pueda dar por terminado su día de paseo por esto que escribo, que ya baje la cortina de su propio domingo: me tiene sin el menor de los cuidados.
Parte del día estuve fisgoneando los Diarios del gran Salvador Elizondo, que van de los años 1945 a 1985, en una formidable edición producto del trabajo de su esposa, la fotógrafa Paulina Lavista.
Todo apunta hacia lo antes dicho: carácter y edad, ni modo, así de arbitraria puede ser la cosa ―por cierto, como todas las cosas en este mundo, no hace falta listarlas― determinan la forma, la duración, diría que incluso la estética misma con la que atravesamos los domingos.
Nada peor que ese día cuando ha llegado la hora de la comezón. Así lo expresó, lo vivió y lo manifestó en su diario de juventud Salvador Elizondo, un nefando domingo de mayo del año 48: “¡Este es el principio del desastre! ¡Adiós Diana! ¡Adiós alegría de vivir, adiós ambiciones! ¡Adiós todo cuanto puede significar algo para mí! A los 15 años estoy derrotado y ya no puedo luchar, todo a mi alrededor se mueve con pasos de incertidumbre y de tristeza a través del medio ambiente de mi melancolía infusa que hasta ahora no había abandonado las paredes del subconsciente. Y sin embargo. ¿cuánto queda por vivir?”
¿A quién que no sea un sociópata, no le sobrevienen el recuerdo dominguero de semejantes precipitaciones adolescentes al mismísimo abismo?
Por si fuera poco, aquel domingo registrado en la respectiva entrada del diario de Salvador Elizondo, parece tener algunos, o lo contrario mismo de lo que es un eco, el eco inverso, qué sé yo, respecto del poema del genial Eliseo Alberto.
Pasan los años y los azotados descalabros de la juventud persisten y mutan. En efecto, para quien es el feliz poseedor de un carácter melancólico, ya no se asiste más al fin del mundo en domingo, el día perfecto y mejor dispuesto para resumir el cataclismo que puede ser la vida misma y, en efecto, olvídense del subconsciente, ahora es el mismísimo consciente el que ha despegado y, en su vuelo de locos, ha alcanzado la Luna. Brevísima entrada. pero honda como los océanos, de Salvador en su diario, cumplidos los 31 años:
Domingo 31 de diciembre de 1961.
Otro año. Este no ha sido muy fructífero. Ojalá y el que sigue sea un poco más interesante.
No lo parece, más bien vistos de lejos, todos los domingos parecen iguales. Y cuando digo iguales me refiero a infaustos, tierra fértil para el desánimo, la melancolía cuando no la franca depresión una vez franqueado el cuarto piso. Sin embargo, no, ni madres, algo alcanzamos a ver, a identificar, que es sinónimo de la persistencia e insistencia de la vida, así se tengan 44 añotes:
Domingo 5 de septiembre, 1976.
Enormes meditaciones y memorias se suceden en todas estas horas durante las que desde ayer trato de recobrar las sombras y los ecos.
Siento que renace la higuera.
Concibo las vastas construcciones que pueblan el pequeño jardín. Aquí mana la fuente en cuyas aguas ya nos hemos bañado. Lo más adorable es la higuera.
¡Cuántas cosas he pensado hoy acerca del significado de mi vida! Lo cierto es que no entiendo nada. Quisiera siempre más.
Y entonces, cuando las cosas parecen tender a la mera calma, la dicha esa no se aparece ningún día de la semana, a Naṭarāja le da por hacer su Ananda Tandava, danza furiosa que hace referencia a la famosa y cruenta rueda de Shiva, y ahí vamos, otra vez de regreso, en picada hacia el sótano de nosotros mismos. Entrada correspondiente al domingo 1º de mayo del año 1977, del diario de Salvador Elizondo, apenas unos meses después, o mejor dicho transcurridos 33 domingos, uno tras otro sin parar:
Día redundantemente vacío, desierto de toda posibilidad de contacto con los demás. Toda la noche he soñado con el mar. Un mar inmenso y azul. Parecía que el vasto panorama marino estuviera a su vez sumergido en otro mar más grande que lo contenía y que nos contenía, a Paulina y a mí.
Con todo el respeto que le tuve a Elizondo, y que le sigo teniendo ―ignoro ni me interesa qué diga la crítica literaria, no se diga la crítica profesoral, el tipo de un lugar donde jamás he puesto ni pondré un pie: los departamentos de estudios literarios―, tengo para mí que se trata de un autor ya no digamos importante en la literatura mexicana, muy respetable ella, sino del tipo inusual, hoy día en extinción, que no enseña literatura, enseña a escribir, sea por vía de la lectura de su obra, asunto obligado, sea pr su trato generoso, su temple abierto a casi todo lo que sea excepto idioteces francas y vergonzosas, su irrefrenable compulsión a compartir: autores, citas, oras de arte, tequilas y algo más.
Lo cierto es que ya quisiera para mí una noche soñando no solo con el mar, sino con un mar contenido dentro de otro mar: a mí el mar de mares, y además metido en esas aguas perramente azules acompañado de tu pareja de vida. La verdad, no suena nada mal. De hecho, me suena extra bien, a aquello que dice Bioy Casares en sus Memorias respecto a las salas de cine: “Progresivamente me aficioné a las películas, me convertí en un espectador asiduo y ahora pienso que la sala de un cinematógrafo es el lugar que yo elegiría para esperar el fin del mundo.”
Insisto en el paso del tiempo y de la edad. A menos que uno sea, fue el caso de mi lamentable padre, un eterno adolescente, se aceptan sin mayores problemas los domingos en los que parece que no ocurre nada ―subrayo parece: solo un imbécil puede negar que siempre, a cada instante, está ocurriendo algo, ya sea frente a tus plenas narices o a tus espaldas. Esa sí es casi una ley de la vida (frase a ser leída en voz alta afectando la voz, estimado lector.
Escribe Elizondo en su diario, el domingo 18 1 81:
La fecha de hoy es un palíndrome de doble eje. Se lee igual de un lado que de otro y lo mismo de pie o de cabeza
Para aludir a qué cosa y cómo cambian los domingos, he hablado demasiado de béisbol, no es extraño, igual o mayor número de aficionados consumen el día siguiendo el fútbol por televisión o bien jugándolo con amigos y extraños en los prados cancheros de aquí y allá, de todas partes.
Benditos sean esos domingos en los cuales, durante los largos años que viví en los USA, suspendía cualquier actividad, incluidos los compromisos acordados semanas antes, si tempranito encontraba la manera de hacerme de unos buenos tickets para ir a ver el juego en vivo, y consumirme en el fuego de la otrora dicha infantil, la verde belleza del campo de juego, el tránsito imparable, tipo pípilas pero güeros, de vendedores de hot-dogs y cerveza, el rumor constante de conversaciones ―a lo largo de nueve entradas: créanmelo, una dulce y más que suficiente eternidad de tiempo― que iban desde temas propios de la ortodoxia, que qué tal estaba jugando Miguel Cabrera, cómo iba el cabrón de Roberto Alomar en su caída continua, quien emulando la trayectoria del dios Hefesto y a pesar de ser un desastre, terminó como los grandes, el tercer boricua ingresado al Salón de la Fama ―en la libreta de visitantes del selecto precinto de Cooperstown, ciudad obrera, pobre y calcinada, ubicada en un rincón perdido del estado de Nueva York, ese mismo que remite a la total y obscena opulencia a la que alude la sola mención de New York, el curioso impertinente encontrará mis reconocimientos y felicitaciones al segunda base menos exitoso en la historia de las Ligas Mayores: ni modo, tengo una particular atracción por los losers a quienes la historia termina por reivindicar, sean deportistas, escritores, artistas del escapismo, músicos―, hasta los chismorreos más suculentos acerca de la politiquería y los amoríos, mayormente infidelidades, suburbanos, casi como en tiempos de John Cheever: carnita pura y bebida fresca para acompañar el gratísimo y único sonido que produce un bat de béisbol al hacer contacto con la bola lanzada desde el montículo con toda saña por el pitcher del equipo rival, en realidad una piedra, un arma mortal, que circula en velocidad promedio a 94.2 millas por hora o para ser más dramáticos como dramática es en ocasionales la realidad pura y dura: 151.278 kilómetros por hora.
Tengo para mí que eso no es un lanzamiento: es una imposibilidad equivalente a todas las posibilidades de imposibilidades del día domingo. Y sin embargo ocurre. Por ejemplo en mi Alma Mater, qué importa cuál día de la semana.
En otras palabras: todo cuánto cabe en un domingo y absolutamente todo y su contrario. Digamos que el lugar más confortable para pasar el día, y a la vez la silla menos placentera si de pasar varias horas ahí sentado se trata ―hablo de esas horas no medidas en minutos, sino en eternidades de recuerdos que se diluyen a velocidades vertiginosas like tears in the rain.
Sin embargo, y por fortuna, del desahucio juvenil, el tedio y el fastidio de la edad adulta, lo que eso signifique, se llega a un punto que no sé si llamarlo intermedio, pero sí menos je|odido.
¡Playball, old pa Míster Elizondo!
Domingo 24 IV 83.
Un día casi perfecto. En la tarde conseguimos jugar un poco de pelota y plantar unas estacas de la glicinea de la Güera Córdova que ha invadido nuestro jardín y ya la recortamos. Mañana voy a la universidad. Pienso en los muertos, como todos los domingos desde que era chico. Pero ahora los vivos y los por nacer como que dominan todo. Hoy di dos buenos batazos. Uno pegó en la linterna de la casa de junto y el otro le dio al “pitcher”, Paulina, en la rodilla. Le dolió pero no le hizo mucho daño.
Y así, otra vez, con el carácter y la edad, con suerte uno termina por sobrevivir los días de domingo: con harto y sobrado dolor, pero con escaso daño. Sea.
Nota bene: Todas las imágenes fotográficas arriba reproducidas, son producto directo y/o indirecto del trabajo de la fotógrafa Paulina Lavista, en Salvador Elizondo, Diarios 1945-1985. Prólogo, selección y notas de Paulina Lavista, México, Fondo de Cultura Económica, 2015.