Allí estaba Bartleby, Hawthorne hablando del arte de la belleza, Pancho Villa contado por John Reed, el verano de Pavese…
Allí estaba Bartleby
Tenía que esperar en la calle y vi una librería. No tenía nombre aunque quizá algún tiempo lo tuvo. Las paredes eran blancas y estaban mal pintadas como si en realidad lo que hubiesen querido es ocultar algo. Se notaban los brochazos desordenados y el suelo por las junturas estaba manchado de gotas y lamparones. Tenía dos grandes ventanas ovaladas, como si fuera una temprana obra de Gaudí, tras de las cuales había un expositor de colores presentado con llamativo sentido de la estética y del gusto literario. Había un cuento de Teo, otro de Astérix y otro de Lucky Luke colocados en línea a los que rodeaban, enmarcándolos, al menos una veintena de títulos clásicos en una bonita edición más pequeña que de bolsillo pero más grande que una miniatura. Allí estaba Bartleby, Hawthorne hablando del arte de la belleza, Pancho Villa contado por John Reed, el verano de Pavese… Dentro había una anciana sentada a una mesa de madera sin tratar cuyo rostro sombreaba la luz de una lámpara de estudio de pantalla verde. Las paredes del interior estaban pintadas del mismo modo que las del exterior, con sugerente prisa, y cubiertas por estanterías medio vacías que llegaban hasta el techo. El local tenía una puerta semiabierta que daba a una trastienda. Se podía ver un sillón de orejeras tapizado en rojo y la esquina de una mesita oscura. También había una alfombra y un aparador con algunas figuras encima. La señora no levantó la vista al pasar. Respondió con un “hola” casi inaudible al mío. No había nada destacable en la tienda salvo el vestigio de lo que debió ser y aquel expositor valeroso como el cardo tártaro de Tolstoi. Todo estaba como derruido. Eran las ruinas de la civilización.